En la ruta de campaña hacia 2016, la inmigración ha sido un punto importante como ningún otro. Pero mientras Donald Trump impulsa su plan de construir un muro a lo largo de toda la frontera sur de Estados Unidos y Hillary Clinton promete ir más lejos que el presidente Barack Obama para proteger a los inmigrantes indocumentados, una amplia reforma migratoria realizada hace medio siglo constituye un recordatorio de que los cambios políticos casi nunca salen como se planean. Para los políticos de hoy, quizá la mayor lección de la Ley de Inmigración y Nacionalidad sea que deben esperar consecuencias no previstas.
Fue en 1965, en las profundidades de la Guerra Fría y el máximo apogeo del movimiento a favor de los derechos civiles, cuando Estados Unidos hizo una revisión general de sus leyes de inmigración. Al trabajar con demócratas y republicanos, ambos de tendencia liberal (lo cual era posible en ese entonces), el presidente Lyndon Johnson impulsó un proyecto de ley que eliminaba el sistema de “cuota de orígenes nacionales”. El antiguo sistema de cuotas, que existía desde la década de 1920, determinaba quién podía inmigrar a Estados Unidos con base en la identidad étnica, inclinándose principalmente a favor de los europeos occidentales, especialmente los ingleses, irlandeses y alemanes. Sólo se concedieron cuotas pequeñas a europeos orientales, asiáticos y africanos.
Eso se convirtió en un problema para Estados Unidos en la década de 1960, cuando nuevos países dejaban atrás el dominio colonial, lo cual enfrentó a Estados Unidos y la Unión Soviética en una disputa por sus lealtades. El senador republicano Jacob Javits, un liberal de Nueva York, señaló en septiembre de 1965 que el sistema migratorio, con su inclinación hacia los europeos occidentales, “sigue siendo actualmente un objetivo de la propaganda comunista… lo que dificulta nuestro esfuerzo para atraer a las naciones neutrales”.
La discriminación racial inherente al sistema de cuotas chocaba con el idealismo de las leyes de Derechos Civiles y del Derecho al Voto. Y sobre todo, los límites étnicos iban en contra de la idea que muchos estadounidenses tenían de su país. “Como lo dijo tan acertadamente el presidente Kennedy, somos una ‘nación de inmigrantes’”, dijo Leverett Saltonstall, senador republicano de Massachusetts, a sus colegas durante el debate sobre el proyecto de ley. “Existen muy pocas áreas de nuestra vida nacional que no hayan sido influidas favorablemente por el trabajo de las personas de otras tierras”.
Sin embargo, en 1965 algunos conservadores de la Cámara estadounidenses se mostraban públicamente “preocupados por el tamaño y la escala de la futura inmigración latinoamericana”, afirma Dan Tichenor, catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Oregón, “y trataban de poner barreras en el camino”. A los legisladores liberales no les gustaba la idea, pero dudaban de que las nuevas restricciones tuvieran mucho impacto. Los límites eran suficientemente altos, admitió Javits, por lo que la inmigración del Hemisferio Occidental, según la nueva ley, “sería aproximadamente igual al nivel alcanzado el año pasado”, de apenas ciento cuarenta mil aproximadamente. Sin embargo, el número total de personas de origen mexicano en Estados Unidos pasó de 5 millones en 1970, el primer censo después de la Ley, a casi 34 millones en la actualidad.
El límite a los inmigrantes del Hemisferio Occidental fue una concesión clave que los adversarios de la reforma migratoria de Johnson pudieron lograr. El otro cambio importante fue que se diera prioridad en la concesión de visas a los migrantes con lazos familiares en Estados Unidos. Johnson y los partidarios del proyecto de ley apoyaron un sistema que habría dado prioridad a las habilidades, que terminaron siendo secundarias en la nueva ley.
Cuando Johnson firmó la Ley de Inmigración y Nacionalidad a los pies de la Estatua de la Libertad, hecho que cumplirá cincuenta años el próximo mes de octubre, declaró que la nueva ley que descartaba el antiguo sistema de cuotas “no es un proyecto de ley revolucionario. No afecta las vidas de millones de personas”. Pero sí lo hizo. El nuevo sistema, que abrió al mundo la inmigración hacia Estados Unidos, ha cambiado notablemente la mezcla de personas que entran en el país, al tiempo que contribuye a la oleada de inmigrantes provenientes de México y América Latina que entran en Estados Unidos sin documentos, y ninguna de estas consecuencias fueron previstas por sus autores.
Se desencadenó “toda una serie de consecuencias” debido a esta nueva ley, afirma Hiroshi Motomura, profesor de derecho de la UCLA y autor de Americans in Waiting: The Lost Story of Immigration and Citizenship in the United States (Estadounidenses en espera: la historia perdida de la inmigración y la ciudadanía en Estados Unidos). Aunque la ley de 1965 eliminó los límites máximos en la concesión de visas para personas de orígenes étnicos específicos de toda Asia y África, mantuvo un límite para el Hemisferio Occidental, el cual abarcaba a migrantes de Europa, África y Asia. Como una concesión, también estableció por primera vez un límite a la inmigración del Hemisferio Occidental. Así es: Estados Unidos solía permitir la inmigración ilimitada desde México. Aun cuando las personas a favor de los límites han establecido cada vez más acotaciones a los inmigrantes, comenzando con los chinos en la década de 1880, los japoneses alrededor del fin del siglo XIX, y el resto de Asia, África y gran parte de Europa en la década de 1920, Estados Unidos permitió el libre flujo de inmigrantes provenientes de Canadá y de las naciones del Sur, como parte de lo que se consideró una política de “buen vecino”.
Los conservadores que apoyaban un sistema que otorgaría la mayoría de las visas a los familiares de ciudadanos estadounidenses “pensaban que se produciría una expansión en la inmigración del sur y el oriente de Europa”, señala Tichenor. “Nunca previeron realmente el notable aumento en la inmigración asiática y latinoamericana” que se produjo gracias a las reglas de unificación familiar. Esencialmente, la nueva ley permitía que los ciudadanos estadounidenses obtuvieran visas no sólo para sus hijos pequeños y sus cónyuges, sino también para sus hermanas y hermanos y sus hijos adultos, que a su vez se convertían en ciudadanos e iniciaban de nuevo el mismo proceso.
Eso dio inicio a una progresión lenta pero constante de emigración asiática y latinoamericana, de la cual sólo existían poblaciones pequeñas en Estados Unidos antes de 1965. En la década de 1950, los europeos constituían 56 por ciento de los inmigrantes que obtenían la residencia permanente legal en Estados Unidos, mientras que los inmigrantes de Canadá y América Latina constituían 37 por ciento, y todos los inmigrantes asiáticos apenas conformaban un magro 5 por ciento, de acuerdo con estadísticas del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Sin embargo, durante la década anterior, la inmigración de europeos se redujo a sólo 14 por ciento de nuevos residentes permanentes legales, en comparación con 35 por ciento de asiáticos y 44 por ciento provenientes del continente americano.
Otro factor que tuvo un impacto muy importante: al mismo tiempo en que la ley de inmigración cambiaba en 1965, entraba en vigor una nueva política de mano de obra nacional. Un año antes, en 1964, el gobierno federal dio por terminado lo que se conoce como el Programa Bracero, puesto en marcha durante los periodos de escasez de mano de obra de la Segunda Guerra Mundial para emplear temporalmente a peones provenientes de México en granjas y campos estadounidenses. Pero el programa estuvo plagado de abusos contra los trabajadores, y los sindicatos obreros se oponían fervientemente a él, pues pensaban que los emigrantes hacían que los sueldos para los estadounidenses se redujeran. Esta oposición finalmente logró dar fin al Programa Bracero en 1964, para consternación de la industria agrícola.
Los defensores del movimiento en el Departamento del Trabajo y en otros organismos pensaron que podían privar a los agricultores de la mano de obra mexicana. Pero “muchas de las mismas personas que venían a Estados Unidos bajo el Programa Bracero o sus parientes o las personas que estaban en esas redes seguían entrando al país”, señala Peter Skerry, catedrático de la Universidad de Boston, un experto en inmigración y política técnica. Sólo que ahora entran ilegalmente. Durante las siguientes décadas, esa realidad combinada con los nuevos límites y el número de inmigrantes provenientes de América Latina hizo que lo que antes era una inmigración legal ahora fuera ilegal.
Las tendencias económicas en América Latina y Estados Unidos también fomentaron una mayor emigración. Como explica Motomura, 1965 fue “el inicio de un desequilibrio entre sistema de inmigración legal y las exigencias de la economía”. Específicamente, la urbanización y la dislocación económica hicieron que los mexicanos y otros centroamericanos de zonas rurales viajaran al norte para buscar trabajo, mientras que los estadounidenses obtenían niveles más altos de educación y abandonaban los trabajos de menor nivel. “En 1950, más de la mitad de la fuerza laboral está formada por alumnos desertores de la escuela secundaria. Ahora conforma menos de 5 por ciento”, afirma Tamar Jacoby, presidente de Works USA, una coalición respaldada por empresas. Los redactores de la ley “no lo previeron”. Esto es decir poco.
La lección de las consecuencias no previstas es algo que reconocen los defensores de ambos bandos en el debate actual sobre la inmigración. “La primera lección es: no creas todo lo que un político te dice. Como hemos visto con todo tipo de innovaciones sociales desde las décadas de 1960 y 1970, las garantías de sus promotores resultan ser incompletas o falsas”, afirma Mark Krikorian, director del Centro de Estudios de Inmigración, quien está a favor de establecer controles de inmigración más estrictos. Él y Jacoby están de acuerdo en que las provisiones de emigración de familiares han hecho que el sistema se salga de control. Pero discrepan respecto a si el país todavía necesita una inmigración sólida, y si la demanda insatisfecha de mano de obra es la raíz del exceso de inmigrantes indocumentados en Estados Unidos.
Los desacuerdos sobre la inmigración se reducen, en última instancia, a un debate sobre la manera en que Estados Unidos debe ser y cómo debe funcionar su economía. Aunque el presidente Johnson prometió que la ley “no daría una nueva forma a nuestra vida cotidiana”, los cambios posteriores en los patrones de población y emigración han significado “grandes cambios en la vida estadounidense”, afirma Skerry, para bien y para mal. La última vez que los políticos hablaron acerca de un nuevo sistema de inmigración no sopesaron completamente esas implicaciones. A los líderes de hoy les conviene pensar en las repercusiones antes de meterse con las fronteras.
Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek.