Los ricos del Líbano que no pueden volar al extranjero tienen a su alcance un lujoso remanso, ajeno a la crisis que azota al país, donde corre el champán y en el que proliferan los automóviles de lujo.
Sentada en un restaurante de este muy selecto club privado, el Faqra, ubicado a 1,600 metros de altura sobre el Mediterráneo, Zeina al Jalil disfruta del lujoso lugar.
“La atmósfera en Beirut es deprimente, estamos con la cabeza hundida en la realidad. Aquí nos sentimos en otro país”, asegura la mujer, de unos 50 años, de tez bronceada por el sol.
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Privada de Costa Azul francesa y obligada a seguir en el país por la pandemia de COVID-19, la ‘jet-set’ libanesa no tiene realmente mucho donde elegir, en este verano boreal.
Unas 200 familias, entre las más ricas del país, han hallado refugio en el Faqra Club, cuya divisa es “La vida en la cumbre”.
El contraste es radical con la inmensa mayoría de la población del Líbano, la mitad de la cual vive en la pobreza, y donde más de medio millón de niños luchan por sobrevivir solamente en la capital, según la ONG Save the Children.
Como lo fueran las estaciones alpinas de Megève en Francia o Davos en Suiza, este club fue siempre un refugio para la elite libanesa, incluso durante los sombríos años de la guerra civil (1975-1990).
Zeina, su marido y sus cuatro hijos viven ahí desde principios de junio.
“Solemos pasar el verano en el extranjero, pero este año no podemos por razones a la vez financieras y sanitarias relacionadas con el COVID-19” explica.
El derrumbe de la economía libanesa ha hecho perder un 80% de su valor a la divisa nacional en algunos meses, y generado serias restricciones bancarias. Esa crisis financiera ha sido agravada por la pandemia, todo ello bajo un calor tórrido y una acumulación de basura en las calles.
Contraste
En Faqra, en cambio, las calles están perfectamente asfaltadas e iluminadas, y las pistas de tenis, los paseos, la práctica de la equitación o el cine en 3D ofrecen diversión y remanso de paz a esta feliz élite.
En torno a una piscina con bar flotante, bronceados personajes descansan en tumbonas, o disfrutan de sus cócteles, al ritmo de la música.
“La vida debe seguir” asegura Sara, sonriente y joven abogada de 26 años.
Sélim Heleiwa, que administra una tienda de alcohol de gama alta, se congratula de que la temporada sea “satisfactoria”.
“La clientela aquí padece menos la crisis. Es a menudo gente que trabaja o posee cuentas bancarias en el extranjero” explica.
L’Auberge de Faqra, emblemático hotel del club, está lleno todos los fines de semana.
Cada noche cuesta 795,000 libras libanesas, más de 500 dólares al tipo oficial de cambio, pero apenas 100 dólares para quienes tengan divisas para cambiar en el mercado negro.
“Muchos de nuestros clientes tienen dólares. Para ellos, la noche es menos cara”, explica una empleada del establecimiento.
“Resistir”
Para Zeina al Jalil, las numerosas críticas a la clase pudiente y a la élite son “infundadas”.
“Toda la gente que está aquí trata de ayudar a los más necesitados. Y si siguen haciendo su vida (…) no hay que ver eso de forma negativa” asegura esta directora de la ONG “Teach a child” que escolariza a los niños más pobres.
“Estar físicamente aquí no quiere decir que estemos desconectados” subraya Chérif Zakka, de 38 años, que alquila un chalet a 2,500 dólares por mes. “Nuestros amigos, nuestros familiares, todo el mundo está impactado por la crisis y ello nos afecta”, dice.
Para la propietaria del club, Liliane Rahmé, las actividades organizadas este año han permitido “preservar el empleo de más de 200 personas, especialmente jóvenes”
“No queremos morir. Los libaneses aman la vida. Es nuestra manera de resistir”, concluye