Durante la primera fase de la pandemia me sucedieron algunas cosas. La primera es que por un par de meses volví a vivir en la casa familiar de la que me había ido a los 20 años —narra Alaíde Ventura—. De pronto, vinieron a mí los sonidos: el agua, la estufa, cucharas, perros, aves, puertas, pasos, martillos, alarmas de celular, la mañanera, el bóiler, la lavadora y las voces humanas, así como esta sensación de acecho constante, todos al tanto de todo todo el tiempo: “¿Ala? “¿Fuiste tú?” “¿Saliste?” “¿Dónde estás?” “¿Moviste algo?”. Y los fantasmas.
Porque otra cosa que sucedió es que se murió mi abuela.
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Pero antes de morir, comenzó a morir, y hubo que decidir en qué tiempo verbal referirnos a ella. Yo, por ejemplo, a veces decía: “Mi abuela guisaba riquísimo”, frase verdadera, ya que mi abuela no guisaba más; pero también decía: “A mi abuela le gustaba guisar”, y de inmediato me arrepentía de la selección de tiempo gramatical porque mi abuela seguía viva, atrapada en un cuerpo inservible.
Ahí, en su cuerpo cárcel, ¿seguiría gustándole guisar?
Es posible matar a alguien con el lenguaje, yo lo he hecho.
Me refería a ella en pasado. Ahora, al invocarla, le hablo en presente.
LA RESPIRACIÓN DEL MUNDO
Lo primero que escribí fue una escena de mesa: dos chicas se sirven guisados y evitan comerlos. Una halaga los ángulos afilados de la otra, poder distinguir su esqueleto como si la piel estuviera hecha de tela. La segunda responde a los estímulos, que considera positivos, abandonado el bocado que tenía preparado. También había diálogos: “¿Siempre comes todo con cuchara?”, y “tan linda, mi salvajita”. Los platillos al centro de la mesa eran los mismos que preparaba mi abuela.
Mientras tanto, mi abuela se asfixiaba en el cuarto contiguo, solita en su cárcel de tejidos orgánicos, en su esqueleto chipotudo y también visible, narra Alaíde Ventura.
Esa fue otra cosa que sucedió: empecé a fijarme en la respiración del mundo.
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“Lo más importante es controlar la respiración”. Lo dijo mi maestra de yoga. También lo dijo mi maestra de poesía. Además lo dijeron los neumólogos en las conferencias nocturnas de Gatell. Lo decía mi abuela, la verdadera, cuando me daban ataques de hipo y de llanto a los cinco años. Lo decía mi abuela, la imaginaria, cuando, ya en la edad adulta, comenzaron a darme ataques de ansiedad.
No me quedó otra opción que fijarme en mi propia respiración.
La hipomanía se vive a bocanadas cortas y jadeando. La catatonia, en cambio, es silenciosa y regular. Los procesos orgánicos, el corazón, el intestino, van marcando la pauta. ¿Estoy hablando de la respiración o de la escritura? A menudo son una y la misma cosa.
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De observar el cuerpo de mi abuela inflarse y desinflarse adquirí conciencia de mi propia corporalidad. Del espacio que ocupo en el mundo, y que intento reducir al mínimo posible, espacio prestado, robado o expropiado a base de lucha gremial. Mi feminismo me grita que tengo derecho a ocupar espacio. Luego paso cinco horas en la bicicleta intentando sudar mis excedentes.
Algunas personas conocemos el tipo de dolor autoinflingido que es placentero, como apretar un músculo después de haberlo llevado al límite.
“Mete la panza, camina con pasos cortitos, cuida tu olor y no hagas ruido”, ¿quién habla? ¿Así se convierte una en su propia cárcel?
“ME AYUDÓ LA OBSERVACIÓN EN SÍ MISMA”: ALAÍDE VENTURA
En la pandemia estábamos enjauladas y desarrollamos comportamientos repetitivos, como animales de zoológico que se rascan hasta hacerse daño. Para mantener la cordura opté por el yoga y la meditación, esas cosas siempre ayudan. También, por supuesto, la terapia, las conversaciones en zoom, las dinámicas virtuales de conexión social, las caminatas y la bicicleta, sobre todo la bicicleta.
A lo mejor lo que más me ayudó haya sido la observación en sí misma. La atención es un arma transformadora. Eso no lo dije yo, lo dijo Simone Weil.
Igual que el espíritu se aleja de la materia al momento de la muerte, me propuse desconectar mi propio yo mediante ejercicios de meditación activa. Verme desde la esquina del cuarto y desconocerme; interrogarme por el puro ejercicio de la curiosidad, sin expectativa de conversación. Las respuestas no llevan a nada, son las preguntas las que abren puertas.
Abandonar la primera persona. Abandonar la voz juiciosa y proverbial de la escritora resoluta que alguna vez acudió a terapia para hablar de sus duelos, relata Alaíde Ventura.
Abrazar la tercera persona como un regreso pleno y triunfal al ejercicio de fabulación. El desdoblamiento, la transmigración, esas serían mis rutas. Quería que la pulsión autobiográfica dejara de colarse en mi escritura; poder hablar de los cuerpos, de un cuerpo, de mi cuerpo, pero desde una tercera persona y con una respiración atropellada.
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No es casualidad que los mecanismos de supervivencia se parezcan tanto, ahora lo veo, a las estrategias narrativas: la respiración, la conversación, la atención, la conciencia plena. Yo tenía una conversación inacabada y la necesidad de correr hacia un vacío. Más: de crearlo. Me puse a escribir una novela. Esta. N
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Alaíde Ventura es una escritora veracruzana. Ha ganado el Premio de Literatura Juvenil Gran Angular 2018 y el Premio Mauricio Achar-Random House 2019. Estudia el doctorado en Escritura Creativa en español en la Universidad de Houston.