El modelo económico actual, adoptado generalmente por países de cultura occidental, está caracterizado por la producción en masa, que se refiere a la producción de grandes cantidades de bienes y servicios por parte de las empresas. Tanto pequeñas como grandes empresas comparten el objetivo, hasta cierto punto y en la medida en que cada una pueda, de que su producción sea cada vez mayor porque significa, entre otras cosas, más ingresos económicos.
Para identificar algunos problemas que nos trae la producción en masa y el consumismo desenfrenado, me gustaría retomar algunas ideas sobre el inicio de la producción y el comercio. Como dicta la historia, en la era prehispánica las personas se unían en tribus para realizar actividades básicas para su sobrevivencia, sin embargo, tras el paso del tiempo, se fueron desarrollando otras actividades que podríamos llamar “de segunda mano” como la construcción de armas para la cacería, herramientas para recolección, producción de utensilios, entre otras que eran apoyo de aquellas de “primera necesidad”, como en su momento lo fueron la caza y la recolección.
Se entiende entonces que las tareas que se desarrollaron en un principio se concentraban en la utilidad de sus acciones, pues cada uno se encargaba de hacer algo en pro de su sobrevivencia y la de su tribu.
Muchos años después, en la edad media, comenzaron a salir a la luz oficios y trabajos que desarrollaban productos y servicios no ya de sobrevivencia, sino de nuevas necesidades que derivaban del desarrollo de las habilidades y deseos humanos, una parte que se debió desarrollar por la creatividad del hombre como individuo con capacidad imaginativa y creadora, y de otro lado aquella que ayuda al hombre, como parte de una sociedad y un sistema a realizar sus tareas de forma más práctica y productiva.
Ahora bien, con la creación de los sistemas industriales, que marcan la llegada de la máquina de vapor y el desarrollo de medios de transporte, la producción para satisfacer necesidades tanto de los clientes como las de los mismos productores (incluyendo a aquellas que nos referimos como creativas y no necesariamente llevadas a cabo para cubrir las necesidades básicas) dejaron de ser directas y perdieron la intención de utilidad para convertirse en medios que generan utilidades a los dueños de los medios de producción, excluyendo un tanto el esfuerzo de quien trabaja dichos recursos.
Lo que sucedió después, tras la globalización, fue peor: “empobrecerse el hombre para enriquecer el objeto que él crea, esta es la esencia de la enajenación” (Fromm, 1991). En un principio, las revoluciones industriales y la llegada de la era tecnológica debieron significar progreso, pues ayudarían al hombre a que se dedicara a tareas más elevadas y creativas que dieran paso a su desarrollo individual y a través de él, al del bienestar común. El problema fue aquel desvío que tomamos al confundir la utilidad de aquellos desarrollos tecnológicos, tras el afán de querer obtener lo mayor posible con el mínimo de los esfuerzos, elegimos continuamente la distracción y las trivialidades.
¿Por qué un ser vivo, con capacidad de razonamiento, hace este tipo de elecciones? El hombre, en su forma más primitiva, se conforma con el sentido de pertenencia hacia cualquier grupo, a pesar de poner en riesgo su actividad creativa y única; en primera instancia el hombre debe superar su aislamiento de los vínculos primarios que lo acompañan en sus primeros años de vida, desde la separación de la madre por medio de cortar el cordón umbilical hasta pequeñas pruebas como cuando comienza a caminar o a alimentarse solo.
Pero después, tiene que enfrentarse al mundo, donde se reconocen una infinidad de grupos sociales a los que puede o no pertenecer, las actitudes y visión que va tomando del mundo son influidas por las relaciones que va formando en el contacto con su exterior. Desde pequeños se nos enseñan las actitudes que debemos tomar ante la vida si queremos ser “bien vistos” ante la sociedad desde una sonrisa obligada, un gesto de cordialidad sin explicación alguna, hasta la represión de algunos sentimientos de tristeza cuando escuchamos a los padres decir “no llores”, “no te ves bien llorando”, “¿de qué te sirve llorar?”. Durante nuestros años de formación educativa también aprendemos a dar de nosotros lo que requerirán las personas de afuera, nos dicen las actividades que debemos tener para colarnos en algún trabajo y se nos repite constantemente que debemos preocuparnos por nuestro futuro, principalmente en el sentido laboral y crecemos con ideales de una vida que no cuestionamos con frecuencia.
Esto es, más allá de una crítica, una invitación a que pongamos atención a los sentimientos, acciones, pensamientos y todo tipo de expresión propia de nuestro ser porque en la medida que hagamos de las actividades una proyección real del “yo” individual, es que afirmaremos el valor de nuestras elecciones como parte del mundo en el que nos desarrollamos. “No hay ninguno de nuestros actos que al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser” (Sartre, 1945). Pues hemos visto, a través del transcurso de la historia, innumerables intentos de grandes hombres por asumir la responsabilidad de la existencia y no hay mejor ejemplo que aceptar que el aclamado “destino” está sólo en nuestras manos.