El nuevo régimen de López Obrador parece haber olvidado al Sistema Nacional Anticorrupción (SNA). Las referencias a esta instancia durante su gobierno son pocas e irrelevantes, pese a que la lucha contra la corrupción ocupa la parte más importante de su agenda, y parece que será a partir de la voluntad presidencial como se afronte.
El 27 de mayo de 2015 fue publicada la reforma constitucional que creó el SNA. El 18 de julio de 2016 se publicaron las reformas a las leyes secundarias para complementar las disposiciones constitucionales. Se crearon la Ley General del Sistema Nacional Anticorrupción, la nueva Ley General de Responsabilidades Administrativas, la nueva Ley Orgánica del Tribunal Federal de Justicia Administrativa y la Ley de Fiscalización y Rendición de Cuentas de la Federación.
También se reformaron la Ley Orgánica de la Procuraduría General de la República, el Código Penal Federal y la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal.
La vigencia de todas esas disposiciones supuestamente delimitaría con claridad el camino jurídico para institucionalizar la lucha contra las enquistadas prácticas corruptas del poder público mexicano. La pregunta es si, a más de tres años de vigencia, realmente este complejo entramado ha reportado avances reales y eficaces en la lucha contra el grave problema de la corrupción. Desafortunadamente no hay manera de dar una respuesta positiva a esa interrogante.
Parece que, en todo el tiempo transcurrido, pasar de la intención a la acción y a los resultados ha resultado más complicado de lo que se esperaba. El diseño jurídico para instrumentar una estrategia no ha pasado de ser solo eso, frente a una realidad que cotidianamente se topa con fuerzas inerciales contrarias difíciles de resistir.
Desde luego que el entramado jurídico resulta indispensable, al menos para partir de un punto determinado. Sin embargo, cabe también cuestionar el enmarañado diseño que se dio a todo el SNA, el cual, si bien es cierto que la intención era coordinar a todas las autoridades federales, estatales y municipales para prevenir y sancionar los hechos de corrupción, la verdad no ha pasado de ser una estrategia que no necesariamente ha funcionado ni reportado los resultados deseados por quienes participaron en el diseño.
Resulta hasta cierto punto inexplicable cómo es que, tras haber dado pasos importantes en el esquema legal para garantizar la lucha contra la corrupción, hoy en día, lejos de avanzar, México haya caído tres lugares en percepción de corrupción, colocándose apenas por encima de Guatemala y Nicaragua. Ocupamos el nada honroso puesto 138 de 180 países evaluados.
Entre los países miembros de la OCDE la cosa resulta aún más vergonzosa: México se ubica en el último lugar. De hecho, no obstante los esfuerzos y los sofisticados sistemas de control que se han pretendido instalar, siempre hemos seguido una tendencia a la baja. Los resultados no podrían ser peores; parece que daría lo mismo con reformas constitucionales y legales que sin ellas.
En definitiva, el SNA, incompleto como está, parece no cuajar ni enterarse de que en realidad no funciona como debería. Se trata de un diseño jurídico sumamente intrincado donde participan una serie de instancias ciudadanas y burocráticas de los tres niveles de gobierno que, en realidad, no hacen honor al verbo coordinar.
Entre tantos participantes que lo integran, las fugas de responsabilidades son muchas y nadie asume plenamente el compromiso de liderar la lucha contra la corrupción y acicatear a los demás integrantes a que hagan lo mismo.
Con independencia de la esclerosis que parece afectar a este paquidermo en que se ha convertido el SNA, la verdad es que tampoco la sociedad civil ha realizado su tarea ciudadana con una mayor y más intensa participación.
Los organismos ciudadanos que estaban destinados a supervisar el funcionamiento y los avances se encuentran cooptados por las instancias oficiales, que han limitado su influencia escamoteando recursos y desestimando su participación.
Tampoco es que sea un absoluto fracaso ni mucho menos; después de todo, es mejor contar con el SNA que no tenerlo, pero parece que las expectativas sobre su funcionamiento y resultados habrían sido muy elevadas. La realidad de las cosas es que cada instancia sigue sus propios destinos, realiza sus propias acciones y la coordinación no aparece.
El nuevo régimen de López Obrador también parece haber olvidado que ahí está el SNA. Las referencias a esta instancia durante su gobierno son pocas e irrelevantes; no se vislumbra un impulso destacado desde el nuevo régimen, pese a que la lucha contra la corrupción del presidente ocupa la parte más importante de la agenda presidencial. Parece que la estrategia del gobierno no hará uso del SNA, sino que será a partir de la voluntad presidencial como se afronte.
Tantas reformas legales, una gran cantidad de organismos involucrados, comités ciudadanos y todo para que las decisiones terminen centralizadas en manos del presidente, quien se ha erigido, él solo, como la personificación misma de la lucha contra la corrupción. Al diablo con las instituciones.