El Kremlin siempre ha tratado de dividir Europa para conquistarla. Y parece
que su estrategia en Hungría está funcionando.
HACÍA FRÍO el 8 de abril, pero decenas de miles se dieron cita en las inmediaciones del río Danubio, en Budapest, Hungría, donde aguardaron hasta bien entrada la noche para escuchar las palabras de su héroe. Hacia la medianoche, cuando este finalmente apareció, estallaron en exclamaciones de júbilo. “Hemos ganado”, declaró el primer ministro Viktor Orbán. “Nos hemos dado la oportunidad de defender Hungría”. Los votantes acababan de darle una victoria aplastante, un tercer mandato histórico y una supermayoría en el Parlamento. Orbán había hecho campaña con una plataforma fuertemente antiinmigrante en la que denunció a la Unión Europea como un “imperio”. Así conquistó a la mayoría de los electores. Y también al presidente ruso Vladimir Putin quien, desde hace más de una década, ha apoyado a Orbán para que disemine su divisiva postura anti-UE por todo el continente; un proceso que RT, la agencia noticiosa estatal rusa, celebró como “la Orbanización de Europa”.
Durante años, Rusia ha intentado debilitar y dividir a la UE, patrocinando a grupos que abarcan desde separatistas catalanes en España hasta activistas británicos del brexit. El Kremlin ha ofrecido préstamos al Frente Nacional de Francia y ha utilizado sus canales de propaganda para generar noticias falsas sobre la persecución de las minorías rusas en los países bálticos. Según Political Capital —una organización de expertos, en Budapest—, el Kremlin ha puesto a trabajar troles rusos, bots de Twitter y títeres de los medios sociales para diseminar historias exageradas sobre crímenes perpetrados por inmigrantes y para “vender narrativas pro-Kremlin dentro de un paquete de conspiraciones de tabloide”. En febrero, la vecina República Checa reeligió al presidente populista y promoscovita Milos Zeman, después de que su opositor pro-UE, Jirí Drahos, cayó víctima de una campaña de desprestigio conjunta que lo acusó de pedófilo y colaborador comunista. Según Kremlin Watch —unidad administrada por el grupo de especialistas European Values, sito en Praga—, casi todos los relatos se originaron en unos 30 sitios web checos vinculados con Moscú. ¿Su objetivo? Ayudar a los simpatizantes de Putin, y sembrar duda y cizaña en toda Europa, dificultando que Bruselas imponga medidas punitivas colectivas por las agresiones rusas en lugares como Ucrania.
El Kremlin ha intentado ayudar a muchos partidos y políticos nacionalistas de Europa, pero el apoyo brindado a Orbán no tiene precedentes en escala y alcance. Ha incluido no solo propaganda, sino también acuerdos especiales sobre gas, préstamos multimillonarios, inversiones estratégicas y apoyo encubierto para los violentos grupos de odio de la extrema derecha. La recompensa ha sido enorme, al menos para el Kremlin. Orbán se ha levantado a favor de Putin en Europa, aun cuando el resto de la UE se ha apartado de Moscú a la zaga de la anexión de Crimea y el respaldo para los rebeldes de Ucrania oriental. El líder húngaro ha denunciado las sanciones contra Rusia y, de manera regular, ha recibido a Putin en Budapest en una época en que otros líderes de la UE lo han condenado. Asimismo, en el más puro estilo ruso, ha instalado una élite de compinches oligarcas capitalistas, recurre a empresarios leales para controlar los medios noticiosos de oposición, y aprobó legislaciones para frenar el trabajo de organizaciones no gubernamentales (ONG) y grupos de la sociedad civil. Con todo, lo más importante para el Kremlin es que Hungría se ha convertido en el corazón de una rebelión creciente contra los valores, los principios y las reglas democráticas liberales de la UE. “El surgimiento global del nacionalismo conservador… es la amenaza de nuestra época”, afirma el economista político Will Hutton, de Hertford College, en la Universidad de Oxford. “Europa está reencontrándose con sus demonios más siniestros”.
Rusia no es responsable del contragolpe populista europeo (y, si a esas vamos, tampoco del estadounidense). Pero el Kremlin está más que dispuesto a aprovecharlo. Y al menos en la Hungría de Orbán, la estrategia está funcionando.
EL RENEGADO HÚNGARO
Orbán no siempre fue amigo de Moscú. Comenzó su carrera como un disidente liberal, antirruso y anticomunista. En 1988, le escribió a George Soros (financiero húngaro-estadounidense, quien después sería su acérrimo enemigo) pidiéndole ayuda para conseguir una beca en la Universidad de Oxford. Obtuvo la beca, y cuando regresó a Hungría tras el colapso del comunismo, ayudó a fundar Fidesz, un partido político dirigido a los estudiantes que favorecía el mercado libre. En aquellos tiempos, Orbán —igual que muchos jóvenes liberales de Europa Oriental— creía que la membresía en la UE y la OTAN sacaría a Hungría de su estancamiento económico; y que también libraría al país de la influencia de Moscú.
En 2004, el sueño de Orbán cristalizó cuando Hungría fue aceptada en la UE. “Creímos que, una vez uniéndonos a Europa, se acabarían todos nuestros problemas”, explica Tamás Farkas, editor de Budapest y un desilusionado partidario inicial de Fidesz. “Mucha gente estaba acostumbrada a que el gobierno se hiciera cargo de sus problemas. Pensaba: ‘Podemos tomarlo con calma y Bruselas nos volverá ricos sin que movamos un dedo’”.
En vez de ello, la apertura de las fronteras y el comercio libre provocaron la fuga masiva de cerebros húngaros jóvenes que buscaban una vida mejor en el extranjero, mientras que la economía seguía estancada. Para 2016, casi 4 por ciento del producto interno bruto del país consistía en subsidios y ayudas de la UE, destinados al desarrollo de los ciudadanos más pobres de Hungría. Hoy, el país es uno de los mayores beneficiarios netos de fondos de la UE, pues recibe 4,500 millones de euros (5,500 millones de dólares), en tanto que contribuye con menos de 1,000 millones de euros (1,230 millones de dólares) al presupuesto anual de la organización.
Al mismo tiempo, Hungría se ha convertido en uno de los países más corruptos de la Unión Europea, solo superada por Bulgaria en términos de sobornos y robo oficial, según informes de Transparencia Internacional, una ONG anticorrupción. “La gente enfureció al darse cuenta de que la UE no era un viaje gratuito”, apunta Farkas. “Empezaron a votar por los políticos que afirmaban que todos sus problemas eran provocados por extranjeros, no por ellos”.
Apenas en octubre de 2008, a resultas de la invasión rusa de Georgia, Orbán —entonces, el líder de la oposición del país— despotricaba contra la agresión rusa. “Lo ocurrido [en Georgia] es algo que no hemos visto desde que terminó la Guerra Fría”, declaró. April Foley, la entonces embajadora estadounidense en Budapest, informó a Washington que, en opinión de Orbán, la mayor amenaza para Hungría era “la supervivencia y el regreso de Rusia y la extrema izquierda”, según consta en documentos del Departamento de Estado divulgados por WikiLeaks. “Tal vez Orbán no sea un ángel —escribió Foley—, pero, en estos asuntos, está del lado de los ángeles”.
Sin embargo, mientras hacía campaña para las elecciones de 2010, Orbán descubrió que la retórica populista y xenófoba era muy exitosa entre los votantes. Al mismo tiempo, su antiguo asesor económico, György Matolcsy, lo persuadió de que su visión liberal del mundo era anticuada. Según un importante proyecto investigativo del grupo periodístico independiente húngaro Direkt36, Matolcsy logró convencer a Orbán de que Oriente muy pronto se convertiría no solo en el actor económico más importante de mundo occidental, sino también en el modelo político dominante. En noviembre de 2009, Orbán viajó a San Petersburgo para entrevistarse con Putin; el siguiente mes, fue a Pekín para ver a Xi Jinping, actual presidente de China.
Parece que los dos líderes impresionaron al húngaro porque, en breve, Orbán comenzó a utilizar a Rusia y China como modelos ejemplares; y con la convicción del converso, declaró su intención de construir en Hungría un “Estado iliberal basado en principios nacionales”. Orbán es como “Benito Mussolini, el exreportero socialista convertido en dictador fascista”, afirma Vladimir Tismaneanu, profesor de política en la Universidad de Maryland. “Conoce la tradición liberal y el valor que cifra en el pluralismo. Proviene de la sociedad civil y hace lo que sea para aniquilarla”. En abril de 2010, después de una campaña fundamentada en su nueva plataforma nacionalista, Orbán fue electo primer ministro.
A todas luces, Putin quedó muy impresionado con Orbán; al menos, con el potencial trastornador de su entusiasmo repentino por los valores nacionalistas. Pero ¿qué podía hacer Rusia para ayudarlo a diseminar su mensaje incendiario?
MILES DE MILLONES EN GANANCIAS PERDIDAS
Muy pronto, la respuesta se hizo evidente. Ya como primer ministro, Orbán regresó a Rusia en noviembre de aquel año para reunirse con Putin, y trataron un asunto espinoso que solo podía resolver el mandatario ruso. En 2009, Surgutneftegas, gigante energético del Estado ruso, había comprado 21.2 por ciento de Mol, la petrolera más grande de Hungría. El gobierno que precedió a Orbán había impedido que los rusos ejercieran sus derechos como accionistas, lo cual enfureció al viceprimer ministro ruso, Igor Sechin. Según los documentos de WikiLeaks, la embajada de Estados Unidos informó a Washington que Sechin amenazó al CEO diciendo que “no solo estaba enfrentándose contra Surgutneftegas, sino también con el Estado ruso, el cual dispone de herramientas que no tiene ninguna compañía”.
Tras su reciente elección, lo que menos deseaba Orbán era un enfrentamiento con Moscú. Así que propuso que Hungría comprara las acciones de Mol que tenía Surgutneftegas. La medida no solo serviría para que Orbán afianzara su control en la empresa, también lo apuntalaría en el país. Como director del banco más grande de Hungría y vicepresidente de Mol, Sándor Csányi era uno de los hombres más ricos del país. Si el Estado húngaro compraba la compañía, se limitaría la influencia de Csányi; y también se allanaría el camino para que Orbán controlara el mercado energético de Hungría. Pero, para eso, era necesario que Sechin, el guardián de la industria petrolera de Rusia, entregara sus acciones. Putin tenía que elegir entre las ganancias económicas y las geopolíticas. Y la geopolítica ganó. Para abril de 2011, las acciones de Moscú en Mol se encontraban en manos del Estado húngaro.
El otro favor que Orbán pidió a Putin tenía que ver con MET, la comercializadora de gas húngara. Fue fundada por Mol, pero cuando Orbán llegó al poder, la estructura de propiedad era confusa. MET tenía acuerdos para importar gas de proveedores occidentales y del gigante ruso Gazprom. En 2011, el gas que suministraba Occidente resultaba más barato que el ruso, lo cual permitía que los intermediarios de MET obtuvieran muchas más ganancias si se libraban de los contratos con Gazprom, suscritos hacía muchos años. Según un estudio del Centro para Investigación de la Corrupción en Budapest, una serie de decisiones del gobierno de Orbán permitió que MET aumentara los suministros de Occidente, generando miles de millones de dólares a la compañía. Pero, lo más importante, permitió que cayera el precio al consumidor, haciendo que Orbán fuera más popular entre los votantes.
Gazprom pagó el precio de buena gana. La compañía rusa tenía un acuerdo de “toma o paga” con MET que, en teoría, obligaba a los húngaros a cubrir el total del gas que se habían comprometido a comprar por contrato, lo usaran o no. Y si bien Gazprom se quejó, amargamente, cuando la energética alemana E.ON incumplió con su acuerdo, guardó silencio ante la infracción húngara. Esa decisión costó a Rusia miles de millones de dólares en ganancias perdidas. Pero, nuevamente, la compensación fue política: los precios energéticos bajos fueron un factor determinante para la segunda victoria electoral de Orbán, en 2014.
Más o menos por esa época, Rusia también decidió ayudarlo con la energía nuclear. El gobierno húngaro pretendía construir dos reactores nuevos para complementar una estación de energía del periodo comunista, localizada cerca de la población de Paks, en la región central de Hungría. Delegaciones de la compañía nuclear estadounidense Westinghouse, de la francesa Areva, y contratistas japoneses y surcoreanos visitaron Paks con miras a participar en la licitación. No obstante, en agosto de 2013, Orbán se entrevistó en privado con el director de Rosatom, una corporación de energía nuclear del Estado ruso. Aunque el resultado de la entrevista se hizo público hasta que Putin y Orbán lo anunciaron, en enero de 2014, el primer ministro húngaro había decidido otorgar a Rosatom el proyecto de expansión de Paks sin recurrir a una licitación pública. Un factor crítico para su decisión: el gobierno ruso ofreció a Orbán un préstamo de 10,000 millones de euros (12,300 millones de dólares), la inversión más grande que Hungría había recibido en muchos años.
EL MANUAL DE ESTRATEGIAS DE PUTIN
Mientras se llevaban a cabo las negociaciones secretas del reactor de Paks, una oleada de inmigrantes se agolpó en las fronteras de Europa. La crisis provocó controversias e introspecciones entre los líderes más prominentes del continente. “La nueva política no es izquierda contra derecha”, dijo Steve Bannon, exjefe de estrategias del presidente Donald Trump, dirigiéndose a un público de Washington. “Es globalismo contra nacionalismo”. En 2013, Orbán emergió como la voz antiglobalista más estentórea de Europa complaciéndose en ridiculizar a la élite de Bruselas, para el júbilo del Kremlin.
Durante una celebración que conmemora la Revolución Húngara de 1848 contra el Imperio de los Habsburgo, dijo a una nutrida multitud de admiradores que la Europa cristiana y Hungría estaban librando una “lucha civilizadora” contra una oleada de migración masiva organizada por una red de alborotadores y “oenegés a sueldo de especuladores internacionales”. Como parte del segundo grupo señaló, de manera específica, a Soros —su antiguo benefactor, quien subsidia a numerosos grupos de la sociedad civil y a una universidad de Budapest—, utilizando términos que rayaban peligrosamente en el antisemitismo. “Muchos consideran que esas tácticas son burdas, vulgares y hasta racistas, pues evocan recuerdos desagradables de la década de 1930”, comenta Adam Lebor, corresponsal exterior veterano y residente de Budapest. “Pero funcionaron porque se centraron en conceptos que desafían los tabúes liberales de Occidente: soberanía, fronteras eficaces, la importancia de una historia y cultura compartidas, y el sentimiento de unidad nacional”.
Liberales y periodistas húngaros están librando una batalla perdida contra el mensaje de excepcionalismo nacional de Orbán, indiscutiblemente popular. “Su visión intolerante me deja avergonzada de ser húngara”, escribió en su blog hace poco Kata Karáth. “Lo que más aborrezco es que el gobierno húngaro pretende definir lo que debe ser un ‘verdadero’ húngaro… blanco, heterosexual, cristiano o al menos, no musulmán”.
Con todo, los implacables ataques de Orbán contra los refugiados y los inmigrantes han resultado en un mensaje exitoso no solo en su país, sino en toda Europa central. El canciller austriaco, Sebastian Kurz, y el ministro del Interior alemán, Horst Seehofer, se han hecho eco de su discurso de línea dura contra la inmigración, y lo han recibido públicamente como invitado de honor. “Cada vez más líderes políticos europeos llegan a la misma conclusión”, señala el portavoz de Fidesz, Balazs Hidveghi. “Viktor Orbán tiene razón”.
El húngaro también ha copiado algunas páginas del manual de estrategias de Putin: llenó con simpatizantes las instituciones antaño independientes, y creó una red de compinches vinculados con él mediante la corrupción. Utilizó su mayoría parlamentaria para poner bajo el control de Fidesz a diversos sectores estatales y sociales que alguna vez fueron independientes, incluidas las fiscalías, los auditores gubernamentales y los medios húngaros. La UE respondió con indignación. “[Usted] suscribió los valores de la Unión, pero ha violado cada uno de ellos”, dijo Guy Verhofstadt, principal negociador del brexit en el Parlamento Europeo, en una declaración de marzo. “[Usted] quiere conservar los fondos de la UE, pero no quiere nuestros valores”.
Entre tanto, Soros ha acusado a su antiguo protegido de convertir Hungría en un “Estado mafioso” como el de Putin. Por su parte, la UE también ha descubierto abundantes pruebas de que han desviado sus fondos para enriquecer a los amigos y parientes de Orbán. Este año, el monitor antifraudes de la UE halló “graves irregularidades” y “conflictos de interés” en la adjudicación de contratos para modernizar el alumbrado público en ciudades y poblaciones, los cuales ascendían a más de 40 millones de euros (49 millones de dólares) y fueron otorgados a compañías controladas o en propiedad de Itsván Tiborcz, el yerno de Orbán. Lorinc Mészáros es fontanero de oficio y amigo del primer ministro desde la escuela, pero hoy es el alcalde de la población natal de Orbán, además de propietario de editoriales, hoteles, una compañía de ingeniería nuclear y un banco. Durante el mandato de su camarada, se ha convertido en uno de los hombres más ricos de Hungría. Tanto Tiborcz como Mészáros han negado todo delito.
Pese a ello, como dijo el ex primer ministro húngaro, Peter Balázs, entrevistado en abril por CNN: “Orbán está siguiendo el modelo ruso. Ha dado un giro muy cerrado hacia la dictadura oriental”.
UN AMIGO BUENO Y CONFIABLE
En marzo de 2014, la amistad de Orbán y el Kremlin comenzó a dar frutos jugosos. Fue entonces cuando los soldados rusos, en uniformes sin distintivos, invadieron la Península de Crimea. Para la mayoría de los líderes europeos, aquella acción transformó a Putin de un vecino rebelde en un paria. Y ese estatus se consolidó en julio de 2014, cuando unos rebeldes utilizaron un sistema de cohetes Buk del Ejército ruso para derribar un Boeing de Malaysian Airlines que volaba sobre la región oriental de Ucrania. La UE y Estados Unidos impusieron una serie de sanciones, cada una más severa que la anterior, las cuales impidieron que casi todas las compañías rusas obtuvieran créditos internacionales e imposibilitaron que los cortesanos clave de Putin mantuvieran activos en Occidente.
La postura de la UE requería del voto unánime de sus miembros, y Orbán —junto con Grecia y Chipre, aliados tradicionales de Rusia— se mostró escéptico de las sanciones. Grecia y Chipre cedieron gracias a un importante esfuerzo diplomático que dirigió la canciller alemana, Angela Merkel. “A veces tienes que recordar a la gente quién paga sus malditas deudas”, dice un diplomático de la UE al tanto de las negociaciones, pero sin autorización para tocar el tema de manera oficial. “Merkel estaba decidida a formar un frente europeo común contra la agresión rusa”.
Después del ataque de 2014, Orbán manifestó su apoyo tácito para Putin recibiéndolo no menos de tres veces en Budapest. Putin fue de visita con las excusas más triviales. Por ejemplo, en agosto de 2016 asistió al Campeonato Mundial de Judo, donde los dos líderes bromearon y rieron mientras presenciaban los combates; y aun cuando habían obtenido permisos para organizar demostraciones, los manifestantes tuvieron que mantenerse muy alejados del convoy presidencial ruso.
De manera invariable, Orbán hacía patente su escepticismo respecto de las sanciones, así como su desprecio de los intentos colectivos de la UE para condenar al Kremlin. “La parte occidental de [Europa] ha manifestado una postura y unas políticas muy antirrusas”, dijo Orbán durante una conferencia de prensa conjunta celebrada en Budapest, en febrero de 2017. “La era del multilateralismo ha llegado a su fin”.
En respuesta, Putin declaró que Hungría era un “socio importante y confiable” para Rusia. Y ser bien acogido para una visita en Europa central, durante una época en que Bruselas etiquetaba a Rusia como un Estado deshonesto, suponía una ventaja diplomática tremenda. Putin “quiere demostrar a la OTAN y a la UE que tiene un amigo bueno y confiable”, señaló Géza Jeszenszky, exministro del Exterior húngaro, entrevistado por The Financial Times durante la visita que hizo Putin en 2017. “[Hay] un Caballo de Troya dentro de la alianza”.
Sin embargo, algo impide que Orbán se rebele abiertamente contra Bruselas en el tema de las sanciones. Tal vez la mayoría de los votantes húngaros simpatice con la visión conservadora de Putin; pero muchos —sobre todo la generación mayor, que compone el electorado principal de Orbán- siguen considerando a Rusia como la potencia colonizadora que suprimió al gobierno húngaro electo democráticamente en 1956. Por ello, en marzo, cuando 23 países expulsaron a más de 160 diplomáticos rusos a raíz del intento de asesinato del exoficial de inteligencia militar ruso Sergei Skripal, en Salisbury, Inglaterra, Hungría también expulsó a uno.
Las sanciones de la UE contra Rusia se renuevan cada seis meses y, hasta ahora, Orbán —pese a su retórica— ha seguido la postura de Bruselas en cada votación desde 2014. “Ni un solo elemento de nuestras decisiones o políticas sugiere que estemos más próximos a Rusia o al Sr. Putin que cualquier otro país occidental”, insiste el portavoz del gobierno húngaro, Zoltán Kovács.
Quizá Putin quiera más apoyo por parte de Orbán. Pero, como demuestra la apuesta que hizo el Kremlin hace una década, Rusia está dispuesta a ser paciente. Y su inversión ya ha empezado a rendir dividendos. La victoria arrolladora de Orbán, en abril, demuestra que el nacionalismo conservador está firmemente arraigado en Hungría y que empieza a diseminarse, como puede verse en el crecimiento constante de los partidos populistas, los cuales abarcan desde Alternativa para Alemania hasta el Partido Popular Danés. Ágoston Mráz, científico político húngaro, considera que el mayor temor de las élites europeas es que la visión de Orbán resuene mucho más profundamente entre los votantes que cualquier alternativa que pueda ofrecer Bruselas. “El egoísmo nacional empieza a ser una alternativa atractiva a la integración”, previno Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, en una carta dirigida el año pasado a todos los jefes de Estado europeos. “En un mundo lleno de tensión y confrontación, lo que hace falta es… la solidaridad política de los europeos. Sin [ella], no sobreviviremos”.
Con una economía debilitada por las sanciones, Rusia no puede desafiar económicamente a la UE. En términos militares —a pesar de las recientes declaraciones de Putin sobre nuevas generaciones de armas nucleares y el enorme incremento del Kremlin en el gasto militar—, el apoyo de Estados Unidos para la OTAN garantiza que la alianza tenga una superioridad masiva sobre Moscú. No obstante, tratándose de propaganda, Putin ha demostrado ser el maestro. Sabe que la mejor manera de precipitar la desintegración de la UE es actuar desde adentro.