Desde la toma de posesión, el índice de ataques aéreos de EE UU en Irak y Siria, la disposición a lanzar incursiones de operaciones especiales en países como Yemen y el uso de retórica burlona contra los adversarios, aumentaron en comparación con la administración de Obama.
Pero este mes las cosas parecen haberse acelerado a todo motor. Donald Trump autorizó un ataque aéreo punitivo y simbólico contra una base militar siria, una intensificación seria que no tuvo autoridad legal.
La administración también amenazó con entablar una guerra preventiva con Corea del Norte si ésta seguía adelante con una sexta prueba nuclear. Trump ordenó que un grupo de ataque con portaaviones navegara a 300 millas de la costa norcoreana en una muestra de fuerza destinada a reafirmar esta amenaza.
Y finalmente, la inclinación de Trump por el militarismo se exhibió cuando la más grande bomba no nuclear en el arsenal de EE UU, nunca antes usada en combate activo, fue soltada sobre Afganistán.
Es difícil decir si estas son señales de una clara doctrina Trump emergente, o si esta intensificación del activismo militar simplemente refleja la personalidad de Trump. Uno puede recordar fácilmente las advertencias de los opositores al candidato Trump, del bando demócrata pero también de muchos de su propio partido, de que él era temperamentalmente inadecuado para el puesto.
En la edición más reciente deSurvival, François Heisbourg, presidente del Instituto Internacional del Consejo de Estudios Estratégicos, el cual publica la revista, compara a Trump con el Káiser Wilhelm II, el líder de Alemania de 1888 a 1918.
Wilhelm II entró a la historia como el hombre que llevó a Alemania por el sendero de la expansión naval, el engrandecimiento colonial y el militarismo agresivo, al final contribuyendo al estallido de la Primera Guerra Mundial, gracias a las posturas militares que se alejaban muchísimo de aquellas del más contenido Otto von Bismark, a quien el káiser despidió en 1890. Heisbourg cita a un historiador alemán, quien describe así a Wilhelm II:
[Él tenía] un gusto por lo moderno —tecnología, industria, ciencia— pero al mismo tiempo [era] superficial, impetuoso, impaciente, sin un grado profundo de seriedad, sin un deseo de trabajo duro… sin un sentido de la sobriedad, o el equilibrio y los límites, o incluso de la realidad o los problemas reales, incontrolable y apenas capaz de aprender de la experiencia, desesperado por el aplauso y el éxito…
Él quería que todos los días fueran su cumpleaños; inseguro y arrogante, con una confianza en sí mismo inmensurablemente exagerada y un deseo de jactarse.
Tal vez no sea una comparación injusta con el Presidente Trump. Da la casualidad que encontré otra descripción del káiser que parece igualmente relevante, esta vez enOn the Origins of War and the Preservation of Peace, de Donald Kagan, historiador de Yale, quien cita a un biógrafo del líder alemán:
La característica más pronunciada —y más fatal— del último káiser era su inclinación habitual a actuar casi enteramente con base en sus sentimientos personales…
Su implementación a mediados de la década de 1890 de un régimen local reaccionario, y la campaña pocos años después para construir una armada gigantesca se pueden rastrear a la vanidad o al rencor.
Esta tendencia inefable a personalizar todo se revela en la correspondencia del káiser… o sus comentarios al margen… en incontables documentos, los cuales exhiben pasión pero rara vez juicio.
Se podrían llenar librerías completas con explicaciones del estallido de la Primera Guerra Mundial, y el temperamento y carácter del káiser posiblemente constituyan una fracción insignificante de ellas.
Pero uno ciertamente podría argumentar que la política prudente, sobria, hábil y contenida que Alemania siguió con Bismark desde la unificación en 1871 hasta el despido de Bismark en 1890, contribuyó a una era de paz europea que muchos contemporáneos no pensaban posible.
Y en contraste, la mezquindad de Wilhelm II, su falta de prudencia, su obsesión con el honor y el estatus y sus tendencias militaristas ayudaron a llevar a Alemania por el sendero de la guerra y, con el tiempo, al final de su gobierno, a la ruina en 1918.
Las analogías históricas son inexactas por naturaleza. Y no creo que la política exterior de Trump sea tan desastrosa como para llevar a la devastación de la Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial.
Pero la personalidad y el temperamento importan y, desgraciadamente, los controles y equilibrios que supuestamente limitan los poderes bélicos del presidente se han ido reduciendo al paso de muchos años.
Con suerte, esta administración aprenderá que, al lidiar con adversarios duros y peligrosos focos de tensión geopolíticos, los palos de la política exterior tienen que ser equiparables a las zanahorias. De lo contario, aumenta el riesgo de una guerra.