CUANDO LIZBETH sube la mirada y ve caer del cielo cientos y cientos de bolitas, ya sabe los efectos de esa lluvia: alaridos, vecinos saliendo de sus hogares en la colonia Libertad para ascender desesperados por la barranca y escapar, maldiciones a todo pulmón, baños caseros repletos de gente abriendo los grifos para enjuagar los ojos y salvarse de las atroces sensaciones del humo. Las esferas hacen una parábola y estallan en este violento barrio del norte de Tijuana habitado por célebres polleros (traficantes de indocumentados) al que el muro fronterizo alzado hace 23 años separa de una primorosa reserva ecológica de Estados Unidos, el Pacific Gateway Park.
De lado sur, la podredumbre del abandono; del lado norte, la belleza natural. Parajes contiguos y opuestos que el gobierno de Bill Clinton dividió en 1994 pese a que la geografía los concibió como un solo territorio.
LEE LA PRIMERA PARTE: El viejo muro ya mira al nuevo
Con 21 años y madre de una nena de dos, Lizbeth, hermosa y alta morena de ojos grandes que con un pijama de Mickey Mouse lava la ropa en el patio de su casa esta mañana, llama “bolitas” a los proyectiles. Suave forma para describir las pepper-spray pellet o comprimidos de gas pimienta que los uniformados de la Border Patrol les lanzan desde enfrente —pero ya en territorio estadounidense— apostados en la cima del ultravigilado con cámaras y patrullas cerro Las Canelas, del que los mexicanos pueden ver sus tersas colinas, pero no pisar. “De ese lado (Estados Unidos) tienen malas acciones —dice Lizbeth Prudencia, pobladora de la calle Cañón Emiliano Zapata—: ellos avientan las bolitas con gas lacrimógeno. Apenas había tenido a mi bebé y nos las aventaron, no me podía mover. Todos se estaban ahogando: los niños, los viejitos”.
—¿Cuántas veces ha ocurrido eso?
—Unas cinco veces. El gas se esparce en las casas y tratas de correr, pero vas todo afectado. No puedes respirar.
—¿Y cómo las avientan?
—Se ponen como cinco policías con sus pistolas de paintball en el cerro, apuntan y disparan diciéndonos muchísimas groserías. Los de acá se molestan y les responden con más groserías. Nos dicen ofensas en español y en inglés.
—¿Qué groserías?
—“Pinches mexicanos delincuentes”, lo único que saben de español —se ríe.
Los agentes migratorios atacan con los pequeños comprimidos al detectar que algún aspirante a indocumentado está cortando con un “soso” (una sierra) un círculo para traspasar la malla ciclónica, estupendamente iluminada con faros de halógeno durante el día, pero mal iluminada si a toda esa luz la difuminan la lluvia o la niebla nocturna, fenómenos meteorológicos aliados de la desbandada humana. Los mexicanos usan esa colonia de tierra fangosa con hilos líquidos de detergente como plataforma hacia California.
—¿Qué sientes cuando el gas se expande?
—Tristeza, coraje. Hay niños, personas mayores que no pueden correr. ¿Pero qué haces, qué les dices? Mi abuelita se ahoga por su culpa.
—¿Y qué piensas del nuevo muro de Trump?
—La gente va a pasar. Que hagan otro muro, y otro y hagan mil muros.
Del lado izquierdo, una panorámica impresionante de la colonia Libertad. Del lado derecho, la belleza prohibida del sur de Estados Unidos. Foto: Antonio Cruz/NW Noticias.
LA HORA INDICADA
El salvadoreño Efraín Tejeda tirita envuelto en cobijas mirando el mar de Playas de Tijuana, desde donde cruzará el agua helada para alcanzar el sueño americano. “Espero la hora indicada para pasar al otro lado”, me dice. “¿Cuál es la hora indicada?”, pregunto. “10:30, 11:00 p. m., el cambio de turno de la patrulla de migración”, dice susurrando, como si pudiera oírnos la patrulla que tenemos enfrente, a unos cien metros, del otro lado del tramo de la valla que ingresa en el Océano Pacífico.
En el aire de la esquina más al noroeste del país vuelan sobre nuestras cabezas dos helicópteros grises del gobierno estadounidense. Vigilan ruidosos para que a ningún osado se le ocurra cruzar a la luz del día los cientos de tubos de una valla gris, pero con la mitad negra por el efecto de miles y miles de moluscos que ahí encontraron su hogar.
—¿Y qué pasa en el cambio de turno?
—Se mueven mucho los vehículos: tres patrullas y cinco motos. En ese momento hay que ir por la orilla para que la cámara no te vea y no dejar huellas en la arena: si lo haces te siguen —explica el hombre de 45 años.
Efraín, que recita como un experto las instrucciones recibidas hace solo días, no está huyendo tanto del hambre como de la muerte. Policía en la ciudad salvadoreña de Santa Ana, fue a hacer un cateo a un centro de distribución de drogas. “Los delincuentes de (la pandilla) Barrio 18 descubrieron mi identidad y un amigo mío, que es un mara contrario, me avisó: te dan 24 horas para que te retires o te matan”.
—¿Qué hiciste?
—Le dije a mi madre: “Me voy”. Me dijo: “¿Por qué?”. “Simplemente me voy”, le contesté —cuenta el hombre que está dispuesto a abandonar su vida policial para ser “jardinero o albañil” en una atmósfera sin tiros.
Pero antes de eso hay que esperar “la hora indicada”. Repite como un mantra esa frase que señala una hora que no llega desde hace una semana, cuando pisó por primera vez Tijuana y encontró auxilio en el Albergue de Don Román, refugio semiclandestino donde duerme y come en tres cuartos con treinta migrantes centroamericanos como él. Por cada día, veinte pesos, que dejará de pagar en alguna noche con niebla o lluvia: una utopía en este enero de cielos azules que ayudan a los “migras” que a metros miran a México con atención obsesiva, como hienas al acecho.
—¿Has pensado en que si cruzas vivirás en la era de Trump y… (interrumpe)?
—Que Trump haga y deshaga —hace una mueca de desagrado—; las leyes de California no las puede destruir porque California es demócrata. Aquí adelante (alza el mentón en dirección a San Diego, visible con sus rascacielos desde aquí) él no manda —exclama el hombre de helada nariz roja y acomoda sus montones de frazadas apoyado en un muro frente al mar, como si el enemigo fuera el invierno y no la Border Patrol, ni la torre con cuatro cámaras que se alza como un infranqueable ojo maléfico, ni un amenazante presidente rubio.
Delante del salvadoreño, un señor vestido de cantante norteño, como manda la ortodoxia (botas, cinturón piteado, sombrero), camina sobre la playa con su guitarra y balanceando su corpachón recio, como si fuera a conquistar el mundo. Es migrante, pero interno.
—¿Disculpe, usted de dónde es?
—De donde rompen las olas.
—¿Eso dónde queda?
—Cómo…. (abre los brazos, extrañado de que no me sepa la letra de una canción de El Recodo que habla así de su tierra). ¡Soy del mero Sinaloa!
Fecunda, húmeda, productiva, pero aciaga cuando se trata de ser músico popular sin fama. Por eso, José Luis Quintero enfiló desde Mazatlán en autobús hacia el norte para llegar a esta ciudad fronteriza, cuna de su flamante grupo: Los Playeros de Tijuana. Sobre la arena canta para que le dé unos pesos el que por aquí pase: aspirantes a braceros, parejas enamoradas, turistas deseosos de conocer el codo de la nación, tijuanenses que se animan a un chapuzón en estas gélidas aguas.
—¿Qué piensa de lo que está pasando del otro lado? —pregunto junto al muro.
—A ver de dónde saca gente Estados Unidos para que trabaje. A ellos les convienen los mexicanos, que lo único que quieren es buscarle a la vida.
—¿Y a usted no le gustaría buscarle a la vida?
—No me gusta ser esclavo.
Quintero sonríe, se da la media vuelta y se despide alzando su guitarra.
Ya dijo todo lo que quería: alguna ventaja tiene ser mexicano en México.
Cruzar por el HELADO Océano Pacífico: “Hay que ir por la orilla para que la cámara no te vea y no dejar huellas en la arena: si lo haces te siguen”. Foto: Antonio Cruz/NW Noticias.
CASITA PARA LIMÓN
A las trais, a la pelota, a los papalotes. El cerro del Cuchumá, en sus laderas y las planicies que lo rodean, era el territorio estadounidense donde los niños mexicanos se volvían indocumentados, pero libres y felices. Los pequeños de la ciudad de Tecate alzaban el alambrito de rancho que separaba a su país del vecino, metían su cuerpo en una cerca tan débil como la de cualquier rancho y se adentraban en Estados Unidos. Y ahí estaban los migras, sí, pero que eran casi un adorno para una frontera relajada.
Yara, una mujer que ahora supera los treinta años, pero que antes de la valla era una niña, saca las pruebas de la vieja paz fronteriza: “Los ‘migras’ nos llevaban a la marquetita (tienda) que está cruzando a comprar nieve. Era bien suave pasear en sus motos”, recuerda. Pagaban en dólares en el negocio del homónimo pueblo californiano de Tecate, y volvían a su país de pesos. “Pero de repente, ¡pum!, no nos quisieron ni tantito”.
Llegó 1994 y, con él, “los troques donde traían las láminas”, dice Emilia López, mamá de Yara. En días, el muro arrancó a su familia y multitud de vecinos la vista y la inmensa tierra de enfrente que, no en la ley, pero sí en los hechos, sentían suya. “Llegó la valla y se me fue parte de mi vida”, lamenta Emilia. Si abre su ventana, ya lo único que hay es una hilera de láminas con un absurdo anuncio oxidado que el Instituto Nacional de Migración colocó para persuadir a los mexicanos de no cruzar: “Peligro, zona de barrancas”.
A mitad de cada una de las vallas, sin excepción, hay huecos (por ahí se pueden ver senderos de tierra estadounidense) que hace poco la Border Patrol abrió con sierras para poder observar territorio mexicano. Con odio acumulado, grupos de jóvenes mexicanos se colocaban ante el muro, oían las cuatrimotos y arrojaban una artillería de piedras. Cansados de los daños a sus cuerpos, cascos y vehículos, los estadounidenses serrucharon el muro para crear ventanas, detectar a los atacantes y “aventar bombas (de gas pimienta) hacia esta calle”, dice Carmen Fuerte, joven madre cuyo balcón emerge hasta casi rozar el muro.
A la orilla de tierra de la valla limítrofe los vecinos la han adaptado para que ese sablazo metálico no sea tan violento.
Ahí, al pie de la lámina hay casitas para Limón, Tyson y otros perros de la colonia, floridos jardines lineales y hornos de piedra para camotes, panquecitos, pasteles y tortitas de canela que se disuelven en el paladar de Yaretzi, Rodrigo, Nick y otros niños de la colonia. “Ponemos sillas, mesas y horneamos. Bien suave”, dice Yara, mirando contenta su horno de piedra de muro fronterizo.
Al pie de la lámina hay casitas para Limón, Tyson y otros perros de la colonia, floridos jardines lineales y hornos de piedra para camotes, panquecitos, pasteles y tortitas de canela. Foto: Antonio Cruz/NW Noticias.
JUGAR A LA PELOTA AL OTRO LADO
Teresa Valentín ha usado para adornar su casa lo que la colonia Libertad usa para casi todo: llantas. Viejas llantas le sirven de macetas, son el cercado de su predio y con ellas afianza las láminas de su techo. En toda la zona las llantas sirven como escalones para ascender por la barranca contaminada, atestada de fango. Los pies necesitan algo sólido para ascender, y eso se llama caucho.
Sentada en una banca esta mañana de viernes, contempla su patio como a un oasis en la descomposición de su colonia, habitada por gente buena, pero también por ladrones de autopartes y polleros míticos como La Pingüi o Los Pelones. “El arroyito está contaminado —señala la verde agua estancada junto al hogar donde vive con sus dos hijas y su nuera—, pero tengo mi guayabo, un manzanito, un durazno, una parra, matitas de plátano. Se acaba una cosa y llega otra”, se consuela dando la espalda hacia el muro, del que es vecina. La valla le despierta sensaciones amargas. Antes de 1994 la división fronteriza era solo “un cerco de púas, piquitos. Con la mano levantabas la cuarta línea de alambres y pasabas. Ibas caminando allá como quien va a turistear, y mis hijos se iban a jugar a la pelota al otro lado: no decían nada los de migración. Solo del cerro para allá (señala una loma del lado gringo) no nos dejaban pasar”.
—¿Qué les decían?
—“Para allá no. Si no hacen respeto los echamos pa’ su México”.
—¿No había agresiones?
—Ninguna. Los “migras” traían juguetes a los niños: eran muy buenos. Mataban conejos y los traían diciendo: “A ustedes les gustan los conejos” —sonríe.
Las tierras que mediaban entre México y Estados Unidos se llenaban de puestos de víveres, ropa y zapatos para los braceros que intentarían cruzar y que poblaban por centenares este último punto de México rumbo a San Diego, su tierra prometida, punto fundacional del paraíso.
Pero, por insólito que suene, en 1994 la flexibilidad de los gobiernos republicanos se acabó con la Operación Guardián de Bill Clinton. “Tumbaron el cerquito, empezaron a levantar esa lámina, y los árboles y las nopaleras las tumbaron también para que no se escondiera la gente”.
—¿Sirvió para que no pasaran los indocumentados?
—No. Buscaron otra salida, por Playas (de Tijuana) o la (colonia) Soler.
—Y usted que conoce bien el muro, ¿qué piensa del nuevo muro?
—Es hacernos sentir menos. Lo que son ellos, lo que tienen, es también gracias a los que se fueron a trabajar de aquí. Los nazis nunca quisieron a los judíos; Trump no quiere a los mexicanos. Y su cara: nunca contento, nunca complaciente con la gente. Tan déspota. Su mamá (la escocesa Mary Anne MacLeod) también era migrante. Que no se haga.
—¿Y México ayuda a querer quedarse?
Teresa se queda callada. Cambio la pregunta.
—¿Cómo hace para vivir? —cuestiono a la mamá de tres jóvenes.
—Coso ajeno: faldas, cierres, bastillas, vestidos para bailables de escuelas. Vendo colchas, cuido niños. Mire cómo vivimos —observa el tendedero de su patio rodeado del llanterío—. Vivimos a lo que Dios da.
Carmen fuerte es una de las decenas de víctimas cuyos hogares y calles son bombardeados por la Border Patrol con comprimidos de gas pimienta. Foto: Antonio Cruz/NW Noticias.
ES UNA LOCURA
En la colonia Nido de las Águilas no fueron necesarios los mexicanos para frenar el muro. Bastó que la orografía de Tijuana y sus barrancos les dijeran “hasta aquí” a los ingenieros y soldados estadounidenses que laboraban a centímetros del límite norte de México alzando la valla.
Hoy, en 2017, casi un cuarto de siglo después de aquella instalación, aquí concluye el muro. Uno puede dar un paso dentro de Estados Unidos con el riesgo de que una de las tres cuatrimotos de la Border Patrol que recorren la zona día y noche lo descubran, y entonces: persecución, esposas, arresto y pronta deportación.
Pero el presidente Trump ha jurado que ahora sí no habrá un milímetro sin valla, incluso aquí, en el límite septentrional de Latinoamérica, donde según filtraciones a los medios comenzará a construirse el poderoso muro de más de 3000 kilómetros lineales que iría de Baja California a Tamaulipas. “Es una locura. Mire la zona como está —dice Miguel Delgadillo, habitante de este barrio y trabajador temporal de la granja de San Diego Suzie’s Farm—. Es muy accidentado: pura peña, precipicio, (Trump) no sabe lo que dice. Ni siquiera ha venido a andar”.
El padre de familia recrimina al presidente que no se haya dado una vuelta por este barrio, epicentro de distribución del cristal, “la droga de los pobres” como se suele llamar al clorhidrato de metanfetamina por cuyo monopolio en esta región se baten los grupos criminales.
Aunque cueste creerlo, en el Nido de las Águilas infunde menos temor a los migrantes la Border Patrol que los “tumbadores”, delincuentes que roban a sus compatriotas que pretenden llegar al país del norte.
—¿Aquí cómo andan los cruces fronterizos? —cuestiono al hombre de cincuenta años que se cubre del sol con su gorrita de agricultor de la John Benson Farms, donde también trabajó con sus manos la tierra.
—Esto es un desmadre, es tierra de nadie. De donde está ese tráiler para arriba —señala un punto elevado de la vecina colonia San Patricio— andan bandas de cinco, seis, robando. Desde ahí ven al que se sube (a los cerros de Otay de Estados Unidos) y le bajan lo que lleva —explica.
Ni eso importa para que los cruces cesen. Pese a los recorridos de la policía migratoria y los criminales mexicanos, solo de octubre a enero en los cerros de Otay fueron arrestados cerca de mil indocumentados. Entre ellos, 39 polleros que intentaban que sus clientes (quienes les pagan hasta 5000 dólares cada uno) avanzaran, ocultos entre arbustos, rocas y árboles, hasta pueblos como Jamul, a casi treinta kilómetros de Tijuana. “Otay es el área de San Diego más transitada por migrantes y polleros, donde más agresiones hemos tenido contra agentes; es un área peligrosa y remota”, declaró al semanario Zeta el comandante Matthew Dryer, líder de Fuerza Especial Otay.
La delincuencia nacional, involuntario refuerzo de la Border Patrol, es para los migrantes uno de tantos enemigos. Otro es la tecnología. Porfirio Hernández, joven maquilador en la estadounidense Plantronics Wireless Headsets, ocupa con su hija de dos años y su esposa la casa que está justo frente a la última lámina de la valla. Es decir, vive en México, pero de cara al descampado estadounidense de Otay. Unas bocinas caseras aniquilan este sábado de enero por la mañana el silencio de Nido de las Águilas. Suena la voz de El Tigrillo Palma: “El amor de un pobre no hay quien lo comprenda / mujeres ingratas, / no saben amar. Prefieren tener la ilusión del dinero / aunque un día de tantos les pueda pesar”.
Porfirio alza su voz para que sea audible entre la tambora que llega hasta el que ha sido su hogar (pura lámina y madera) desde los cinco años, y en cuya puerta hay una bandera mexicana.
Cada semana, observa ahí, como en un mirador, los cruces de indocumentados, inútiles en su mayoría. Porfirio sabe que una razón para buscar el sueño americano es el hambre; otra, el terror. “Los malandros se están disputando la plaza porque aquí se vende de todo: está bien caliente el terreno”, confiesa. Pero el miedo y las penurias económicas conmueven poco a los detectores de movimiento que hace seis meses, asegura, instaló la patrulla fronteriza. “Mucha gente se avienta por aquí, pero está muy vigilado y los sensores están enterrados. Uno puede pasar, andar pisoteando y ni cuenta se va a dar: cuando menos piensas tienes atrás tres motociclistas de migración y un helicóptero. Lo veo seguido: los encuentran, les revisan lo que cargan y se los llevan en una camioneta”.
—Tus vecinos son los “migras”. ¿Qué más hacen?
—Se paran en la terminación de la lámina y se quedan observando este lado. Hablo con ellos, me preguntan dónde vivo. Cuando estaba en la secundaria (hace siete años) no me decían nada si me aventaba dos, tres horas, turisteando con mis compas. Conejeábamos con rifles de postas y nos aventábamos unos buenos conejones para asarlos en salsa roja. Los “migras” nos veían y no decían nada —recuerda.
Hay confianza entre el mexicano y los policías. Pero desde el 20 de enero, cuando Trump asumió, el desprecio se ha reforzado. Porfirio tiene una prueba: los vuelos de helicópteros sobre la valla que no se dan ni una hora de tregua, igual que las cuatrimotos gringas que cimbran su casa en un infinito ida y vuelta: “Mucho pinche racismo contra los mexicanos”.
Viejo recuerdo de la construcción: “Los gringos batallaban para poner el muro y ayudamos a cargar”. Foto: Antonio Cruz/NW Noticias.
LOS VAQUEROS
David Mosqueda, dueño de una casa elevada donde vive con 15 de familia, ha colocado su sala al aire libre con una vista única: la vieja valla fronteriza. Tras ella, si no existiera la loma desde la que inspecciona la Border Patrol, vería el residencial barrio Ocean View Hills, con preciosos jardines, casas con alberca, palmas en bulevares. Hasta un punto cerca de ahí, la Otay Mesa Freeway, en la adolescencia llegaba caminando con sus cuates. “Los ‘migras’ nos decían: Hey, ¿qué hacen? Vinimos por hamburguesas a McDonald’s —les decíamos”.
Y volvían muy campantes a su colonia mexicana. Pero eso es historia.
Padre de tres a sus 31 años, lanza de inmediato una teoría de por qué los mexicanos no acceden a mejores vidas: “Si Estados Unidos hubiera tenido un solo año a un (presidente Carlos) Salinas u otro de nuestros gobernantes, no se levanta. A México lo desfalcan, lo dejan moribundo y desde ahí, quién sabe cómo, nos levantamos”.
—¿Cómo se vive en la colonia Libertad?
—Al filo de la vida, somos los más olvidados. Los políticos tocan tu puerta, te dicen “yo soy el bueno”. La labor del político mexicano es: “saludamos, dimos despensas, prometimos miles de cosas y nos olvidamos”.
Hasta el día de 1994 en que los soldados gringos llegaron con tráileres y láminas para soldarlas en la frontera, David vendió ropa a los hombres que se apostaban en esta zona para cruzar al otro lado. “Te voy a traer algo”, me dice, y al minuto me muestra una foto sepia de 1984 donde se observa esta zona con cientos de mexicanos entre changarros esperando para cruzar. En algún punto de la foto podría estar su padre, Pedro Martínez, un hombre que pasó cuarenta años en la cárcel de las Islas Marías por un doble homicidio. “Estuvo tan solo que tenía de esposa a un burro. El problema es que una cobra le comió la mejor parte”, bromea a los gritos Pedro, hermano de David e hijo de ese reo que tras salir de prisión se asentó en Tijuana, donde se casó.
Desde ese momento, para sostener a una familia que tenía tantos niños como un equipo de futbol, se volvió pollero. “Lo agarraron en La Joya en 1988 porque estaba entregando centroamericanos y eso era muy penado. Lo deportaron y lo metieron en la cárcel de La Mesa. Tenía yo sola a todos mis niños chiquitos, fue difícil. Cuando salió, lo siguieron persiguiendo por pollero: nos quemaron la casa donde vivíamos, que estaba allá (señala un punto de la barranca). Poco después murió”, relata su esposa María Eugenia Mosqueda. No dice nada más y se mete a su cuarto.
“Háblame de la llegada de los americanos”, le pido a David. “Los gringos batallaban para poner el muro y ayudamos a cargar”, responde.
—¿Mexicanos ayudando a estadounidenses que ponían el muro contra mexicanos?
—Así: nos iba a afectar, pero ayudábamos. Decíamos: están batallando, no pueden. No nos entendían, pero al ver los taquitos que les llevábamos, ¡sí entendían! —se carcajea—. En realidad, el problema eran los vaqueros.
—¿Vaqueros?
—Venían vaqueros en caballos y lazaban a los indocumentados. Los arrastraban hasta que llegaban los “migras”.
—¿Nunca pensaste cruzar?
—Aunque me dieran una mica, ni regalada la quiero: me van a juzgar de ladrón y terrorista. ¿Qué problema tiene Trump? Allá los mexicanos trabajan. Para cortar un tomate un gringo necesita una máquina; el mexicano entra en el campo, se espina y hace los frutos que llegan a la mesa del americano. Como dicen en la tele: “Al muro de 15 metros lo vamos a subir con una escalera de 16”. Y desde ahí vamos a saltar para caer en paracaídas en San Francisco. O Nueva York, no le hace, donde esté la familia —bromea David y se queda mirando la loma gringa tras el muro. Dos agentes de la Border Patrol miran a México con binoculares.
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EL MURO ENRIQUECERÁ A LOS CÁRTELES MÁS EFICIENTES
Jeffrey Jones, especialista mexicano en relaciones internacionales, exsubsecretario de Agricultura y expresidente de la Comisión de Asuntos Fronterizos del Congreso de la Unión, percibe que el nuevo muro de Trump robustecerá a los grupos más fuertes del crimen organizado.
—¿En la lucha contra las drogas tendrá algún efecto el nuevo muro?
—[El economista] Milton Friedman lo dijo ante la guerra contra el narco de [el presidente Richard] Nixon: aumentará los costos del tráfico ilegal. [El nuevo muro] daría más dinero a los grupos del crimen organizado más eficientes. Es como los retenes carreteros en México: ¿frenan el tráfico de drogas? No. Solo son un filtro contra los operadores más ineficientes y enriquece a los más eficientes. Y, en lo que respecta a migración, lo vimos con la primera barda de San Diego [y Tijuana]: empujó el flujo a Arizona. Los migrantes buscaron el desierto, donde muchos mueren.
—¿A Trump lo mueve un odio racial?
—”El político se vuelve estadista cuando piensa en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”, dijo Winston Churchill. Trump tiene visión de corto plazo. Los estados donde ganó, El Rust Belt, rechazan el libre comercio. Son las viejas industrias que han perdido competitividad —no Google, Apple o Microsoft—, Trump compró a esa gente y los complace diciendo: ¡nos afecta el TLC, que los mexicanos no ocupen sus trabajos! Su discurso jaló votos, pero aumentará los costos a sus consumidores. Confío en que en cuanto Estados Unidos sienta los efectos de una guerra comercial con México se le volteará a Trump la tortilla y los sectores afectados lo presionarán [para revertir sus políticas].
—Si ese muro poderoso se alza, ¿cuál será la realidad de ambos países?
—Negativa. Me gusta la integración, el matrimonio, y no el divorcio. Trump manda un mensaje de divorcio que no atrae las bondades de ambos países. Haz tu muro, pero no insultes a México diciendo: “Tú lo pagas”. Eso es bullying. Tiene un problema: su lengua larga.