Rogelio, un tratante tlaxcalteca, reclutó a cientos de mujeres de 2000 a 2009. Fue capturado en 2009 tras enamorarse de Mariela, una de sus víctimas. Este es el testimonio que ofreció antes de salir de prisión.
Fuerte, certero, valiente: el pequeño delantero del San Cosme Mazatecochco ya les había perforado el arco demasiadas veces. Un domingo, otro y otro, se había burlado de ellos con las gambetas de su virtuoso cuerpo menudito y un pie salvajemente goleador. En conclusión: el prestigio labrado por años en los campos futboleros de Tlaxcala correría riesgos si el muchacho no era suyo de una vez por todas. Y entonces, habituados a ganar (siempre), a tenerlo todo (siempre), buscaron reclutar al enemigo: el entrenador del Tenancingo se acercó y le dijo algo tan simple como “vente a jugar con nosotros”. Rogelio, de sólo quince años, aceptó. El día en que dijo “sí, señor” sabía que lo menos importante de su cambio de equipo era mejorar su reputación de crack, meter más goles, recibir más porras, sentir los abrazos de sus compañeros. Darle el sí al Club Tenancingo era, ni más ni menos, olvidarse por un rato de las penurias de una familia que se rebuscaba la vida con un padre saxofonista de una banda popular y una madre ama de casa. Con su “Sí, señor” podría ver de cerca la riqueza y la lista de placeres que ella engendra. “Desde entonces me compraron zapatos y todo lo que quería”, dice Rogelio.
Y si vuelve la mente a esos días de hace veinte años, Rogelio revive el momento que definió cómo quería su vida: el entrenador llegando a un partido en un hermoso Chevrolet Cavalier Coupé Z24 1995. No obstante, esa pieza de diseño, velocidad y lujo que pertenecía al jefe del plantel era sólo una pepita dorada en el océano de oro que envolvía al equipo de Los Caifanes, como la gente llamaba a la célebre banda de padrotes tlaxcaltecas: “Admiraba su desmadre, su vicio, sus carros bonitos, sus mujeres. Yo era un chamaco y ya decía: yo de grande quiero ser padrote”.
Rogelio cumplió su sueño, pero su sueño era y es un delito. Hoy, a sus 35 años, vestido en su uniforme beige, entra en una sala de juntas del reclusorio donde fue condenado por trata de menores a quince años de cárcel, se sienta y saluda tímidamente. Sus ojos se posan con una paz mística sobre todo lo que miran.
Rogelio ha salido de su celda en una prisión del DF, le han dado un rato libre para la entrevista. Musculoso, perfumado, afeitado, tendrá un capítulo propio si un día se escribe la historia de la delincuencia en Tijuana: durante una década, con mujeres que enamoraba en pueblos de todo el país, contribuyó a convertir esa ciudad fronteriza en, quizás, el más grande prostíbulo de Latinoamérica.
—¿Cuántas mujeres trabajaron para ti? —le pregunto.
Rogelio no responde.
—Dame un número.
No abre la boca.
—¿Doscientas, trescientas?
Asiente sin gesticular.
—¿Cómo lo hiciste?
—Una mujer enamorada hace todo por ti.
ESO NO ERA VIDA
Mujeres a montones. Delicadas, voluptuosas, altas, bajitas, morenas o de piel clara. En los partidos, en fiestas, en calles y plazas de Almecatla, Papalotla, Xicohtzinco y cualquier pueblo del sur, Rogelio veía a los padrotes rodeados de chicas que los llenaban de placeres físicos y monetarios. Y, por si fuera poco, las mujeres a las que esclavizaban con sus propios cuerpos y los de otros, los amaban. A Rogelio lo deslumbraba ese mundo de excesos que emergía en una región miserable. Encandilado, preguntó: ¿cómo le hacen? Un compañero de equipo le explicó: “Enamoras a una chava en tres días, la llevas a tu casa y la instruyes. Debe estar en el sexoservicio al mes. Ni un día más”.
Rogelio —jura— intentó andar por el camino recto. Con apoyo de su hermana compró diez aparatos textiles y creó una “minimaquiladora” de ropa. Y para que nadie dude, me precisa unos tecnicismos: “Eran máquinas de costura overlock”.
—¿Y?
—Ganaba bien, pero caí en el desmadre: desde los diecisiete iba a los bares y mi mamá me sacaba de las greñas, a punta de cachetadas, “¡hijo de tu tal por cual!”.
Apenas superada la mayoría de edad, el plantel 9 del CECyTE, donde estudiaba Producción de prendas de vestir, le dijo adiós. “Me corrieron de esa prepa, otra y otra (se ríe). Mis padres ya no aguantaron: ¡no vamos a mantener holgazanes! Ya no me querían en la casa”.
Por esos días le llegó la imagen de una ciudad con rascacielos que iluminaban un río celeste: Minneapolis, hogar de sus tíos. “Me voy”, avisó. “Ve y échale ganas”, le dijeron, y Rogelio contraatacó: “Me voy, pero muchos años”.
En Agua Prieta, localidad sonorense vecina de Arizona, un coyote le halló un cruce libre que le abrió paso a Estados Unidos. Y entonces inició una travesía descomunal: desde la frontera sur de ese país se trasladó 2500 kilómetros hasta Minnesota, estado del extremo norte que lo recibió con techo, empleo y respaldo: una fábrica de cereales le dio trabajo y su tío le prestó un denso fajo de billetes de cien dólares para que arrancara su nueva era.
Pero a los tres meses, en San Cosme, su padre alzó el teléfono. “Me regreso”, le avisó Rogelio.
—¿Por qué decidiste volver? —le inquiero.
—Esa no era vida: de la casa al trabajo, del trabajo a la casa. Me dije: aquí no voy a hacer nada de lo que mi ambición quiere.
—¿Qué ambición?
—Lujos.
Y mujeres.
De regreso en Tlaxcala buscó a Los Caifanes, que para ese entonces habían extendido sus redes a Nueva York. “Quiero ser padrote”, le dijo al jefe, que le respondió, según el propio Rogelio: “Si vas a ser padrote hazlo con categoría, hazlo bien, no seas del montón porque el día que te agarren no sabes cuántos años te van a regalar por eso”. ¿A qué se refería con “eso”? “No darles drogas, no golpearlas, no encerrarlas, no dejarlas sin comer, no quitarles a sus hijos”, precisa el reo. Es decir, debía esclavizar por las buenas.
—¿Les hiciste caso?
—Los veía a los padrotes como ahhh… (hace cara de “eran geniales”). Ahora están retirados, pero eran conocidos y tenían un montón de dinero.
A Rogelio le había llegado la hora de entrar en su nueva cancha. “En el ambiente del padrote hay un vocabulario: ‘irse a mover’. Lo primero que me enseñaron es irme a mover, que es conseguir chicas. Buscas un estereotipo: bonita y voluptuosa”. Una vez detectada, el que se sale a mover no tiene opción: “Le invitas algo y eres caballeroso”.
Irse a mover implica gastos: gasolina, comidas, hospedaje. Rogelio optó por la vía barata: le pidió prestado a un cuñado su Tsuru, metió unos pesos en su bolsillo y un sábado de noviembre del año 2000 viajó 20 kilómetros hacia el sur. “Me fui solo, solo, solo”, repite, como para que yo valore su espíritu temerario.
Rogelio estacionó y llegó al Paseo Bravo, un histórico parque de la ciudad de Puebla en el que, había escuchado, los tratantes seducen chicas jóvenes. A las dos de la tarde comenzó a caminar. “Veía una, otra, otra, con ese temor de ¿le hablo?, ¿me acerco?”. Dieron las tres, las cuatro, las cinco de la tarde. “Nada me agradaba”. A las seis un grupo versátil empezó a amenizar. Con la música de fondo vio a una alta morena de pelo rizado junto a una amiga. “Pensé: de aquí soy”. No iba a ser fácil. “Un montón de padrotes les estaban hable y hable. Me dije: si a esos padrotes ya hechos no les hacen caso, menos a mí. Pero que se me ocurre algo”. Un niño que vendía dulces estaba su lado. “Ven —le dije—, te voy a dar una moneda si vas con esas chavitas y les ofreces algo. En ese momento me voy a acercar para decirles: yo las invito”.
Con ese “yo las invito”, el futuro jefe de la trata en Tijuana ya araba su historia.
“Su prima se rio, pero Nina (la morena de rizos) estaba muy seria”.
—¿Cómo lo resolviste?
—La prima me agarró el hilito: le dije ¿no son de aquí, verdad? Me contó que trabajaban en Puebla en un restaurante, pero que eran veracruzanas. Como les hacía bromas y se reían, me atreví a decirles: yo tampoco soy de aquí, soy de Tlaxcala, y ahorita es la feria. Las invito a cenar.
Nina se quedó en silencio, la prima respondió: “Vamos”.
En medio de las dos, Rogelio fue abandonando el Paseo Bravo: “Todavía me acuerdo de que los otros padrotes se me quedaron viendo como diciendo ¿este qué?, ¿qué les dijo? ¿qué les dio?”. En una hora ya estaban comiendo en la feria de Tlaxcala, con el primo de Rogelio ocupado en la joven que a él no le interesaba. “Bailamos, tomamos, comimos y esa misma noche la hice mi novia. Un padrote enamora así (chasquea), no pierde tiempo. La conocí un sábado, el miércoles la saqué de casa de su tía y me la robé”.
Pero en Tlaxcala, para ser padrote hay que tener autorización de los padrotes. Cuidan el negocio. Dos tratantes llegaron a casa de Rogelio en un Jetta. Sonó el timbre, pasaron y pidieron hablar sin la presencia de Nina.
—¿Que quieres se padrote?
Enseguida le recetaron un manual. “Me dijeron: hay que hablar con sus papás para aparentar que quieres darle una vida bien, hacerla feliz y casarte. Siempre preguntan cuándo es la boda; no hay que dar fecha, luego meten presión. Se dice: en lo que juntamos un dinerito. Queda bien con sus papás ahora que vayas a pedir su mano. “No tengo dinero para viajar”, les aclaró. La sorpresa fue doble: “Todo va por nuestra cuenta, vamos contigo, vamos a ser tus tíos”.
Los papás de Nina los recibieron en el pueblo de Trapiche del Rosario a ella, a Rogelio y a sus “tíos”, un domingo. Los tlaxcaltecas regalaron a la familia de la novia un arcón con “vino, fruta y dinero” (sic). Se sentaron en círculo, Nina alzó la voz: “Papá, este es el muchacho del que te hablé: estoy viviendo con él”.
—¿Cómo actuaste? —pregunto a Rogelio.
—Comprometido, sincero, honesto: una farsa.
Con los lenones, Rogelio volvió a Tlaxcala. Ante el éxito, necesitaba un auto propio. Con apoyo de afuera compró un Mitsubishi Eclipse Spyder convertible. Y rojo, como para que no hubiera modo de que no lo voltearan a ver a él y a su “compadre”, su primer compañero de andanzas. Ir de a dos le convenía: “Tú agarras una, tu compañero a su amiga”. Y entonces sí, con dieciocho años, “carro y verbo”, comenzó su vida motorizada.
Viajaron a Veracruz, Tabasco, Campeche, Michoacán. Conquistaban a las mujeres y las llevaba a San Cosme. La chica recién “robada” arribaba a casa de Rogelio, donde su familia cómplice simulaba para ella un entorno “cálido”. Otras mujeres que Rogelio atraía eran organizadas por la red de lenones, que las hacían vivir en domicilios separados. De este modo, una ignoraba la existencia de la otra y, por lo tanto, no había reclamos, celos ni riesgo de ruptura. Iniciada la convivencia, Rogelio repetía el catálogo con que las sujetaba amorosamente: prometía matrimonio, bienestar económico, casa propia e, incluso, la posibilidad de estudiar. Entonces surgía un problema. ¿Qué se necesitaba para que ellas tuvieran todo eso? Dinero. Y como trabajo no había, las chicas tenían que ayudarlo a alcanzar la plenitud con el único recurso para el que no se necesitaban estudios ni adiestramiento: su cuerpo. Siempre “por un tiempo breve”, siempre “en lo que juntamos el dinero”, Rogelio les pedía mantener relaciones sexuales con otros. ¿Qué no querían? “Si me amas, lo vas a hacer”, era su sentencia definitiva.
Sus mujeres se multiplicaban, y los padrotes estaban felices con su discípulo de diecinueve años. “En Tijuana tenemos casas para ti y ellas”, le avisaron, y él se animó. Desde 2000, Rogelio hizo una vida itinerante con tres puntos clave. El sur de Tlaxcala, tierra de su familia y los tratantes que lo apadrinaban; el barrio defeño de La Merced, donde iniciaba a las mujeres en la prostitución, y Tijuana, su destino idílico, el imperio de su fortuna, al que llegó a vivir a una de las zonas más ostentosas: Playas de Tijuana. Al borde del Océano Pacífico, entre callejuelas con residencias, Rogelio fue recibido en ese barrio de lenones que regurgita lujo. Abría los ojos a cualquier hora, tomaba su auto y en tres minutos llegaba al epicentro de la “zona de tolerancia”: el norte de la ciudad. Sobre la calles Coahuila y las que la circundan —a sólo doscientos metros del International Park de San Diego, donde los estadounidenses viven entre verdes colinas, campos de golf y hermosos chalets— surge el tormento. Cuadras y cuadras con bares de luces neón, hoteles fúnebres y prostíbulos mal disimulados. Afuera, mujeres con minifaldas que apenas cubren lo más alto de sus muslos esperan sobre la pared que algún turista sexual gringo o un mexicano pague 300 pesos por quince minutos de sexo. Las “paraditas”, como se les llama a las jóvenes, sostienen hasta cincuenta relaciones cada día.
—¿Qué te pedían los padrotes que te recibieron?
—Nada: haz las cosas bien, sé el mejor, no seas como los miles de padrotes de Tenancingo. Trataban bien a la mujer: me dieron esa escuela. Los primeros tratantes, Los Caifanes, eran de una estirpe especial. Las leyes (contra la trata) se revolucionaron porque muchos operaron con violencia.
Pero el buen trato versión Rogelio no era tan equitativo. “Trescientos pesos una relación”, me cuenta. ¿Y cómo se distribuía? “Todo para mí”.
—¿Todo?
—Todo. Bueno, les daba de comer a las chavas, las vestía, salíamos al cine, pero todo el dinero lo mueve el padrote. Todo yo.
—¿Cuántas mujeres trabajaron para ti? —pregunto a Rogelio, que sólo asiente cuando me aventuro a decirle “¿doscientas-trescientas?”.
—¿Cómo lo hiciste?
—Una mujer enamorada hace todo por ti.
—¿Cuánto ganabas?
Guarda silencio diez segundos: “Una chica me daba diario 3000 dólares”.
En las calles Primera, Revolución y otras, los prostíbulos con menores de edad, niñas y niños, presentan cortinas estampadas con caricaturas, visibles desde el exterior. La persona que busca un menor ingresa a la casa cuyas ventanas muestran esa señal infantil. Los clientes estadounidenses son recogidos por los propietarios y llevados a sus establecimientos.
—¿Qué trámite hace un padrote para que su chica dé sexoservicio en Tijuana?
—La llevas al municipio, por 800 pesos les hacen estudios de sangre y con su “tarjeta de salida” trabajan libremente, así sean menores. Supernegociazo para el municipio, todo por debajo del agua.
En el norte de Tijuana son esclavizadas tres mil mujeres, 20 por ciento de las cuales son menores de edad, en estimaciones de la Comisión Unidos Vs. Trata.
Y la mayoría de ellas, narra Rogelio, son prostituidas en los hoteles Cascadas y Hong Kong, así como los bares Adelitas, Las Chavelas y La Valentina. Las mujeres también son centroamericanas y europeas del este.
—¿Ustedes conocían a los dueños?
—Hay una sarta de prestanombres y chingaderas ahí dentro que, para dar con los verdaderos dueños, ¡nooo! —se ríe.
—¿Y en el municipio hay corrupción?
—Mi compadre tenía una menor, dieciséis años. La sacaron (de la calle) por no tener tarjeta. Pagó 3000 dólares y se la dieron. Tú dirás. Si a mí la policía me hubiese agarrado con Mariela en Tijuana y no en el DF, nada hubiese pasado.
VUELVE A TRABAJAR
Sus mujeres trabajaban de 8 a. m. a 8 p. m. Rogelio pasaba a supervisar con su auto tres veces al día y volvía a casa. “El poder ya me volvía loco: carros, casas, viajes, joyas, bailes”. Y en la calle, su esfuerzo era mínimo. Sus ojos eran los de la madrota, una mujer contratada por los lenones de Tijuana que le notificaba “irregularidades” (“que comadreaban demasiado, por ejemplo, algo que les tenía prohibidísimo”). “Nunca tuve que ponerles una mano, nunca a güevo. Lo hacían bien por su voluntad”. Pero hubo excepciones. Un día, Alejandra, una sexoservidora, le avisó: “Ponte verga, mi amor, un güey fue por Carolina”. Rogelio le marcó: “Estoy trabajando” —le mintió—, pero él alcanzó a oír algo como viento entrando por la ventanilla de un auto. Discutieron y Carolina colgó. “Mandé a buscarla con las otras chavas: pónganse vergas”.
Rogelio la encontró. “En mi departamento le dije: ‘hija de tu madre, a mí no me vas a… para pronto: cuando quiera te desaparezco’. Como me amenazó con un cuchillo yo le aventé una mesita desmontable. Y que le pega y se le hace todo esto (desliza su índice en la frente como un hilo de sangre)”. Carolina se desmayó y comenzó a convulsionarse. “Me dije: ¿qué hice? ¡Me pasé de verga!”. Rogelio sintió que Carolina tenía pulso; la mujer empezó a reaccionar. “Camino al hospital le dije: si te preguntan qué pasó, te caíste de las escaleras. Si no lo haces, en tu pinche madre te doy a ti y tu familia”. Carolina le contestó: “Sí, no te preocupes”. En Urgencias ella no mencionó el golpe. Al salir del hospital llamó a Rogelio para que la buscara. Él le pidió que volviera en taxi.
“Al día siguiente —afirma— le pedí que volviera a trabajar”.
ETAPAS VIOLENTAS
En Playas de Tijuana los padrotes vivían sin riesgos. Jugaban fútbol, andaban en carros ostentosos, gozaban fiestas delirantes, movían chicas de arriba abajo e, incluso, vivían en poligamia.
—¿En tu departamento con cuántas?
—Siempre con dos o tres, desgraciadamente: (vivir con varias mujeres) no le conviene al padrote. De Veracruz, Tabasco y Guadalajara.
—¿Estaban enamoradas de ti?
—Creo que sí.
—¿Y ellas cómo vivían esa intimidad?
Rogelio se calla veinte segundos.
—Yo no tenía escrúpulos, conciencia, sentimientos. Las veía como objetos, pasaba por encima de ellas. Tenía maldad y astucia.
—¿Pero aceptaban esa vida?
—Muy difícil que ellas lo entendieran: pero yo estaba con ellas para darles cariño. Les decía: “Vamos de compras”, “No trabajes unos días”.
—¿Por qué las mujeres que explotabas no se te escapaban?
—Estaban en un círculo vicioso muy cabrón: dependían de mí, del padrote.
—¿Y si una te decía “yo me voy”?
—Te repito: estaban enamoradas. Difícilmente se pueden salir. Las amenazas: si te vas te lleva a ti y a tu familia tu pinche madre.
—¿Alguna vez se te intentó escapar alguna?
—Varias veces, tienes que estar ahí para no dejarlas.
—Cuéntame un caso.
Rogelio resopla y guarda veintiún segundos de silencio: “Ya no tiene, ya no, cómo te explico, ya no. Son etapas violentas”.
https://newsweekespanol.com/2015/10/si-me-amas-lo-vas-a-hacer/
ES UN PADROTE
No necesitaba más dinero, pero quería más. En septiembre de 2008, cuando la fortuna acumulada en ocho años superaba el sueño más absurdo, volvió a Tlaxcala desde Tijuana. Y, como era su hábito cada vez que volvía a casa, decidió “irse a mover” para llevar mujeres al norte del país. Enfiló hacia Veracruz y fue a dar a la plaza del pueblo de Acayucan. “Vi una chava muy desarrollada haciendo la tarea con una amiga”.
—Disculpa, ¿no sabes dónde puedo divertirme? —le preguntó a Mariela, una joven de diecisiete años.
Unas evasivas más tarde, la estrategia fue frontal. Se presentó como vendedor de ropa (“siempre iba con ese paro”), poblano (no quería que su origen tlaxcalteca despertara sospechas), “ansioso de conocer gente nueva” y de paso en Acayucan “por compras”. “Le solté ese choro de primera y le dije: si gustas te invito un refresco”.
Aunque el refresco no se concretó, Mariela mantuvo comunicación telefónica. Ella se fue enamorando. A fines de año, el robo estaba cerca de consumarse: Rogelio se presentó con su padre ante la mamá de Mariela para pedir la mano. Aunque recelosa, la señora aceptó. “Lo más fácil es quitarle una chica a sus padres. Te la dan sin problema. De todas las que me robé, cien por ciento de los padres no sabían ni dónde vivía yo”.
—¿Por qué las dejaban ir?
—Por ignorancia, porque cuadras bien una mentira, y por pobreza.
—¿Pobreza? ¿Mandabas dinero a las familias?
—Siempre. Dos mil, 5000 pesos. Estos señores (sus maestros padrotes) me enseñaron: queda bien con la familia porque cuando tengas problemas con la chica la familia te va a ayudar a ti. Cuando tenía problemas con Mariela le hablaba a su mamá. Luego ella le decía a su hija: “No seas así con Rogelio”.
Mariela vivió en San Cosme con su nueva “familia”, que le hizo sentir que era la novia de Rogelio. El trato fue muy cariñoso.
En marzo de 2009, Mariela, estudiante de preparatoria con aspiraciones de abogada y buen nivel socioeconómico, comenzó a prostituirse en La Merced bajo las órdenes de quien asumía como su novio. La justificación de Rogelio: es mientras juntamos para casarnos. “Le pedí su apoyo y accedió. Todo bien. Pensé: que trabaje en México unos días y me la llevo a Tijuana”.
El primer viernes juntos, Mariela estaba destrozada tras una semana con un promedio de cincuenta relaciones sexuales al día. Se reunieron en la noche en el hotel Universo, donde era explotada, y ella le entregó los más de 6000 pesos recibidos. “Mariela me pidió —recuerda Rogelio—: quédate en el cuarto conmigo”.
—¿Aceptaste?
—Nunca, te lo juro, me había quedado en un hotel donde se ejercía la prostitución, porque sabía que en un operativo iba a salir bailando. Si las chicas me decían “quédate conmigo”, me negaba. Pero a Mariela le dije: bueno.
—¿Por? ¿Te habías enamorado?
—Sí.
El amor lo condenó. A la medianoche del viernes 13 de marzo de 2009, las puertas del hotel Universo se cimbraron: ¡Policía Judicial! Como pudo, Rogelio le pidió a Mariela que negara ante el MP que estaba prostituyéndose. Rogelio fue detenido y arraigado treinta días junto a otros diez padrotes, y ella debió declarar ante el Ministerio Público. En ese periodo Mariela negó que él fuera su tratante. Pero uno de esos días en que lo defendió a ultranza, la joven espió en la Procuraduría General de Justicia del DF un expediente con la declaración de una hermana de Rogelio: este, indicaban los dichos de la familiar del lenón, había contratado a Mariela para tener sexo una noche; la chica era una prostituta. Atónita ante lo que sintió como una traición de una familia que le hizo creer que la quería, Mariela decidió decir la verdad: ante la PGJDF declaró contra Rogelio. “Dijo lo que tenía que decir —admite él—, lo dijo: es un padrote”.
—¿Estás aquí por la denuncia de una sola mujer? —le pregunto.
—Nadie más.
NO EXISTE PERDÓN
En prisión, Rogelio lee la Biblia y cumple en un gimnasio una rutina sin piedad. Sus hombros y brazos hacen presión contra la tela beige.
Su primera condena fue de quince años, pero por una apelación bajó a nueve. El delito: trata de una menor de edad.
Pese al odio hacia su verdugo, Mariela aceptó un encuentro con Rogelio como parte del sistema de justicia restaurativa del Gobierno del DF que busca cerrar el círculo entre agresor y agredido.
La joven entró en una sala. “Y ese instante fue como si llegaran todas las chicas que yo exploté”, dice Rogelio. Ella le preguntó por qué le hizo eso: “Le respondí: por ambición, por no tener escrúpulos, por no valorar la vida de la mujer. No tengo perdón”.
Dos años antes de ser detenido, Rogelio tuvo un hijo con Nina, la primera mujer a la que esclavizó y quien entregó el pequeño a sus abuelos. Hasta hace poco, ellos le explicaron que por trabajo su padre no tenía tiempo para verlo. Pero meses atrás el niño de ocho años leyó en internet el nombre de su papá y supo que era un delincuente. “Le expliqué por teléfono: me porté mal, hice cosas mal, mentí. ¿Ya sabes dónde estoy, hijo? ‘Sí, en la cárcel’ —respondió—. ¿Y qué piensas? ‘En su momento hablaremos’. Mi hijo sólo me dijo eso”.
Rogelio quiere seguir hablando, pero es hora de volver a la celda: “Ahora entiendo cuánto daño se causó… causé (corrige)”. Rogelio habla a toda prisa de su vergüenza por lo que fue, como si los cientos de mujeres que esclavizó se le agolparan en la mente, fueran una tortura y no hubiera consuelo si alguien no le dice: estás perdonado. En segundos, escoltado por un guardia, entrará a su celda queriendo que le crean su arrepentimiento. Él no sabe si le creen.
En dos años eso no importará: será un hombre libre.
*El nombre real de los protagonistas fue cambiado a petición de ellos.
**Aquí puedes leer la PRIMERA PARTE de esta historia:“Si me amas lo vas a hacer”