¿Quieres evitar que Facebook y Google vendan tus datos a publicistas y se los entreguen a la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos? Toma un martillo y estréllalo con dureza contra tu teléfono inteligente. Luego haz lo mismo con tutablet, laptopydesktop. Ahora exhala. Estás a salvo.
La palabra “privacidad” no está en la Constitución de Estados Unidos, aunque varias enmiendas y decisiones de la Suprema Corte le ordenan al gobierno que se mantenga alejado de sus asuntos personales a menos de que tenga razones irreprochables para entrometerse. Pero como lo demostraron las filtraciones de Edward Snowden, los federales recopilan datos sobre nosotros.
¿Y qué? ¿Por qué es buena la privacidad? Tal vez queramos ocultar ciertas actividades, pero ¿necesitamos hacerlo? No puedo pensar en una buena razón para poner la privacidad por encima de valores como la honestidad y la urbanidad. Cierto, una falta total de privacidad sería perjudicial. Pero ¿lo opuesto es mejor?
Como argumentó el influyente jurista Richard A. Posner después de las bombas en el maratón de Boston, la privacidad es “en realidad solo un eufemismo para la ocultación”. La mayoría de nosotros oculta acciones (no inmorales ni ilegales) que no estamos dispuestos a admitir. No quiero que la CIA ni la persona en el siguiente cubículo sepan que acabo de ver el video de “Shake It Off” de Taylor Swift por decimoséptima vez seguida. Sin embargo, si mi privacidad se viera comprometida, no resultaría en un daño serio.
A veces tales violaciones son necesarias, porque la privacidad digital oculta el comportamiento ilegal de terroristas, pedófilos o narcotraficantes. Invadir la privacidad para conservar el bienestar público es el gobierno cumpliendo con su parte del contrato social, asegurándose de que no se permita que la privacidad de unos cuantos comprometa la vida y la libertad de muchos.
El sirviente de la privacidad, el anonimato, puede usarse para actividades relativamente inocuas: visitar Pornhub, por ejemplo, o publicar un comentario desagradable en un artículo sobre Scott Walker sin tener que revelar que eres el presidente republicano de Palookaville. Pero algunos tipos de anonimato son dañinos. Digamos que una profesora es acosada por troles en Twitter que amenazan con violarla y matarla (¿recuerda el Gamergate?). Twitter tal vez no tenga la obligación legal de revelar las identidades de los troles, pero ¿no tiene una obligación moral?
A veces el equilibrio entre la privacidad y la apertura va a tambalearse demasiado en alguna dirección. Sin embargo, parece imposible tener una sociedad abierta en la que todos siempre usen máscaras, en la que nuestras acciones no conlleven consecuencias.
Finalmente, está el problema del consentimiento implícito. Cuando tú subes a un auto, estás consciente de que un oficial de policía con un radar podría tomarte el tiempo cuando rebasas el límite de velocidad. De forma similar, cualquier usuario de Google tiene que esperar que su información sea usada con fines comerciales. Después de todo, la tasación de 200 000 millones de dólares de Facebook no es un tributo a su espíritu igualitario. Tú aceptas un contrato y pagas tu parte.
Nada de esto quiere decir que la expectativa de privacidad sea errónea. Pero cuando la privacidad y el anonimato son usados para evadir la responsabilidad, internet se separa del sueño libertario y se acerca a la pesadilla anárquica. Algo de privacidad es esencial. La privacidad total es un delirio peligroso.