En medio de los acontecimientos violentos, de sangre, corrupción e impunidad un personaje hace su aparición: el comisionado nacional contra las adicciones, Manuel Mondragón y Kalb, quien, según datos de la dudosa pero imprescindible Wikipedia, principal recurso en los tiempos de la realidad mediática, es identificado como un funcionario público mexicano, cuyo referente inmediato es la Comisión Nacional de Seguridad, dependiente de la Secretaría de Gobernación, y, siguiendo con las enseñanzas wikipedianas, hoy por hoy el nuevo comisionado nacional contra las adicciones.
El funcionario, cuya trayectoria administrativa y directiva en los espacios policiacos y de seguridad ha sido larga, en el tema de las adicciones ha dejado ver su postura: “No quiero ver un país mariguanero”. Tal pronunciamiento ha llevado a todos los involucrados en el tema a manifestar su preocupación por la presencia de un funcionario con actitudes criminalizantes hacia los consumidores. La prohibición ha resultado moneda de cambio a los intereses políticos y económicos, por sobre los intereses de la salud, y este tinte es claro en la manifestación estigmatizante del nuevo comisionado.
La revisión de la política contra las drogas ha recrudecido los intereses y dividido el bando entre los calificados como progresistas (pro legalización o despenalización) y los connotados conservadores (cero tolerancia y persecución), sin olvidar que esta revisión se da en medio de una ola de violencia y corrupción donde uno de los lubricantes activos son las drogas en su expresión de narcotráfico y crimen organizado. Desde luego que la diversificación de la delincuencia organizada ha dejado las sustancias psicoactivas en lugares menos protagónicos, como sucedió al inicio, pero mantiene un importante papel en el enriquecimiento ilícito y las conformaciones de grupos de poder.
Por tanto, no deja de sorprender y de preocupar cuál será la postura que tendrá esta dependencia federal encargada de “promover y proteger la salud de los mexicanos… con el propósito de mejorar la calidad de vida individual, familiar y social”, al considerar a quienes consumen drogas ilícitas, como la mariguana en este caso propio de la declaración, como mariguaneros, cuyo despectivo pronunciamiento no depara un espacio político tolerante e incluyente.
Esta afirmación prohibicionista deja poco espacio al debate y al diálogo respecto a la mariguana y los avatares que esta está teniendo aun en la realidad mentora del prohibicionismo, como son los diversos estados de la Unión Americana, donde su condición ya no es tan ilegal, y en otras latitudes como Uruguay, donde se permite el consumo legal y recreativo. Estos ejemplos demuestran que la legalización es un fenómeno en ascenso y que involucra más elementos económicos y políticos que los referentes solo a la moralización del comportamiento.
Polemizar si la legalización de la mariguana terminará con la criminalidad y la violencia en México es ya algo que está superado, pues no resolverá tal condición debido a que la violencia y la operatividad del crimen organizado ha variado y se ha vuelto complejo en cuanto a otros procederes cuya rentabilidad se hace más expedita y jugosa: secuestro, extorsión, trata, entre muchos otros. Sin embargo, no mantener la prohibición de tal sustancia sí debilita, en alguna forma, los groseros enriquecimientos ilícitos de quienes controlan los mercados de venta y distribución, para eventualmente orientar los beneficios de esta regulación y sus derramas a la implementación de programas sociales preventivos eficientes y el mejoramiento de los espacios de salud.
De forma lacónica podríamos afirmar que las resultantes de la prohibición se pueden observar y reflexionar claramente bajo y en las siguientes circunstancias: patologización y criminalización.
a) El vínculo de la droga con patología y criminalidad es más complejo que la presencia misma de la sustancia y los daños individuales y colectivos atribuidos a su consumo.
b) La relación drogas y sujetos puede ir desde los más acalorados y lineales discursos ideológicos de las instituciones a desvelar su negatividad, hasta los más complejos vínculos con determinaciones económicas, políticas y culturales que increpan esta linealidad con negatividad bajo enjuiciamientos morales amparados en el poder de la verdad científica.
c) Droga, poder y estigmatización es el terreno analítico que se prefiere para desvelar los intereses de las producciones discursivas de las instituciones en cuanto a la patologización y criminalización.
d) La demonización y la persecución a las drogas y los consumidores no responden más que a los mecanismos doctrinales que las instituciones han logrado imponer, por lo que desvelarlo no es una exageración y, mucho menos, una apología a la libertad de consumo, pero sí una crítica a la conciliación del derecho a decidir.
e) La práctica médico-psiquiátrica lleva a la persona consumidora al sujetamiento de la autoridad disciplinaria, al considerar que los consumos se vinculan con la práctica delincuencial. Esta práctica se observa en cuanto a la dinámica entre medicina y justicia, y su funcionamiento en conjunto cuando un presunto delincuente debe someterse obligatoriamente al examen de un peritaje psiquiátrico que acompaña el dictamen de los juzgados y tribunales.
f) Criterio sobre el mismo funcionamiento de la medicina psiquiátrica es al que se hizo referencia en el análisis en cuanto a que los criterios que lo consideran una patología son impuestos por el poder autoritario de la disciplina bajo funciones normalizadoras allende a la existencia de enfermedades y demandas del usuario o consumidor.
g)Las condiciones históricas del prohibicionismo han dado como resultado procesos histórico-discursivos medicalizados que fortalecen los procesos de estigmatización de los consumidores denotándolo como enfermos, situándolos en el plano de la segregación, diferenciación y exclusión, visibilizando desde la producción discursiva y su difusión sujetos anulados por la producción del discurso hegemónico, cuya actitud de desenfreno sirve como base para representarlos como sujetos anormales y criminales a quienes la medicina debe encausar y retornar al espacio de la moralidad y normalidad, características claras del discurso-monólogo en el que la posibilidad de interpelación por parte de los destinatarios es nula y la ideologización es evidente como práctica diferenciadora y excluyente.
En resumen, el consumo de las drogas es un fenómeno expresivo, irreductible a explicaciones fragmentadas o parceladas por ópticas hegemónicas. El discurso social divulgado por la prensa u otros medios oficiales es el discurso de poder mostrado desde las instituciones por los considerados “expertos” bajo argumentaciones respaldadas en el ámbito del poder de la verdad científica, mediante la cual los intereses personales/institucionales y el ejercicio de las acciones de política preventiva sobre aquellos a quienes los consumos ilícitos, y los irresponsables consumos en los lícitos, les han llevado a perder su credibilidad, autonomía y libertad para ser escuchados y respetados.
Para compendiar esta reflexión, mencionaré que la presencia de las drogas en sociedades como la mexicana está anclada a la moralización del comportamiento de los sujetos consumidores, los cuales son discursados bajo acciones normativas, y conducidos con prescripciones institucionales de sometimiento de la libertad para disponer de la administración de su tiempo y de su cuerpo, es decir, la administración de su propia vida. El concepto droga, desde la perspectiva institucional y prohibicionista, es más una consigna, y esta conlleva en su haber la negatividad y estigmatización en el sentido restringido. El debate, considero, debe existir con inclusión y respeto a la decisión.