Previamente este otoño, un líder tribal de la provincia de Anbar en Irak cruzó la frontera con Jordania y se dirigió a la ciudad capital de Ammán para una serie de reuniones con los servicios de inteligencia regionales y funcionarios militares. Ahmed al-Shammari había sido parte del movimiento Hijos de Irak, como se le llamó al despertar suní en 2006 que al final le arrebató el control de grandes porciones del Irak occidental a Al-Qaeda. Él y otros líderes tribales a lo largo y ancho de la provincia trabajaron estrechamente con las tropas estadounidenses por esos días, convencidos de que tenían un compromiso a largo plazo: que se podía contar con EE. UU., que ellos eran “el caballo fuerte”, como diría después Al-Shammari.
Estaba equivocado, acepta él ahora, en todo, y en Ammán dejaría en claro su descontento en una reunión con un oficial de las fuerzas especiales de EE. UU. con el que había trabajado. El mensaje que le daría era sencillo: el 5 de octubre, 23 tribus de Irak y Siria declararían su alianza al Estado Islámico (mejor conocido como EI). No los habían atacado —al menos no todavía—, así que no lo hacían bajo coerción. Ellos estaban tomando partido sin que se hubiera hecho un solo disparo. En cierto momento, Al-Shammari sacó las llamadas monedas, o medallas, de unidad que le dieron los varios batallones del Ejército de EE. UU. con los que él trabajó al paso de los años —muestras del aprecio de ellos— y las arrojó al suelo con disgusto. “¿De qué sirven estas ahora?”, dijo él. “Todo lo que representan son promesas incumplidas.”
En la guerra que ahora azota a Irak y Siria, pocas cosas complican más las acciones de los Estados Unidos para derrotar al EI que perder a las tribus suníes como aliadas: personas que, en Irak, fueron cruciales para darle un vuelco a la guerra de Irak cuando esta parecía encaminarse al abismo en 2006. Recuperarlas debería ser una prioridad estratégica de EE. UU., pero no está claro si podrá lograrlo, especialmente si Washington es serio con respecto a minimizar las “botas en el terreno” en esta ocasión.
El dilema es grave: pocos en EE. UU. tienen interés en involucrarse de nuevo militarmente a fondo en Irak. Pero como dicen Sinan Adnan (pseudónimo de un iraquí en Bagdad) y Aaron Reese en un informe reciente para el Instituto para el Estudio de la Guerra (ISW, por sus siglas en inglés), un grupo de investigadores en Washington, “una campaña militar para destruir al EI” que no revierta las lealtades suníes en Irak, lejos de evitar que el país se hunda en una guerra civil sectaria, “más bien acelerará ese hundimiento”.
Los suníes —una minoría en Irak, con poco menos de un tercio de la población, pero una mayoría abrumadora en Siria— ahora ven el gobierno central en Bagdad como un títere del régimen iraní y creen que EE. UU. trabaja de cerca con Irán no solo en contra del EI, sino también en contra de la influencia suní en la región. Ellos creen —a pesar de las negaciones insistentes de Washington— que la influencia crucial de las milicias chiitas controladas por Irán, los recientes ataques aéreos iraníes contra el EI (el mismo día en que bombarderos de EE. UU. atacaron objetivos en Siria) y el deseo evidente de la administración de Obama en llegar a un acuerdo nuclear con Teherán son todas las pruebas que necesitan. “¿En serio estamos discutiendo esto como si fuera materia de debate?”, pregunta un exfuncionario gubernamental saudí.
Esta sospecha —que “se puede magnificar diez veces entre los suníes de Irak”, dice el funcionario saudí— hace que incluso un futuro sin el EI para el país sea en extremo problemático. Fuentes de inteligencia en la región señalan que hay varios grupos suníes armados que ahora combaten junto con el EI —incluidos yihadistas de línea dura como los Jaish al-Mujahedeen— y que tienen pocas probabilidades de reconciliarse alguna vez con un gobierno central en Bagdad. También hay, señalan ellos, tribus suníes importantes bajo el influjo del EI, pero las agencias árabes de inteligencia creen que posiblemente se les pueda convencer, como mínimo, de adoptar una postura de neutralidad con respecto al gobierno central de Bagdad, pero solo si pasan dos grandes cosas: el EI es derrotado y el gobierno del nuevo primer ministro Haider al-Abadi hace un esfuerzo de buena voluntad para ganarse de vuelta a las tribus. “Un acuerdo político en Bagdad que le sea atractivo a la población suní de Irak es esencial”, dice Adnan.
El escepticismo entre los vecinos suníes de Irak de que algo de esto siquiera suceda, en este momento, es abrumador. “Tienen que suceder demasiadas cosas en esta etapa para que uno conciba ese tipo de escenario”, dice un alto funcionario de inteligencia en la región. La mayoría del empuje al momento es en la dirección opuesta: una división esencial entre suníes y chiitas que empieza en Irak y se extiende por toda la región.
Cómo llegamos a esto
En la primavera de 2005, conforme la situación en Irak se deterioraba con rapidez, me reuní con un funcionario jordano de inteligencia con quien había entablado una relación en Bagdad. En cierto momento frente a unas copas —la última vez que lo vi en la capital iraquí—, él dijo: “Felicidades. Tu país entró en guerra con Irak. E Irán ganó”.
Él no bromeaba, y estaba en lo correcto. Es difícil exagerar la desconfianza entre los suníes —dentro y fuera de Irak— hacia el gobierno en Bagdad, aun cuando, bajo la presión de EE. UU., Al-Abadi ha nombrado ministros tanto de defensa como del interior más aceptables para muchos líderes tribales. Considere esto: el gobierno de la provincia de Anbar, en el corazón suní de Irak, ahora está considerando comprarle armas a Arabia Saudí y Jordania, en vez de esperar a que Bagdad y las Fuerzas de Seguridad Iraquíes (FSI) los defiendan. El ensanchamiento en la división suní-chiita, dice un oficial regional de inteligencia, “es uno de los hechos geopolíticos determinantes que enfrentamos todos”.
El otro es un Estados Unidos que, con el presidente Barack Obama, ha decidido disminuir su presencia en la región, solo para verse arrastrado (oh, tan renuentemente) de vuelta a Irak y Siria. Obama pensó que ya había acabado con el primero en diciembre de 2011 (cuando se fueron las últimas tropas de EE. UU.), y decidió en contra de atacar al gobierno sirio después de que este usara armas químicas contra su propio pueblo (habiendo dicho previamente que había una “línea roja” que no podía cruzarse).
Ambas decisiones fueron por lo menos defendibles. Funcionarios de su administración señalan el fracaso de conseguir un acuerdo sobre el estatus de sus fuerzas con Bagdad, el cual hubiera dejado una fuerza remanente de EE. UU. en el país y podría decirse que hubiera dado más de una oportunidad para presionar al entonces primer ministro, Nouri al-Maliki, para que se relajara con los suníes. Ellos dicen que al-Maliki no permitió que ningún acuerdo llegase al parlamento iraquí por miedo al voto en contra. Esa es la excusa que la administración de Obama usa para la retirada hecha y derecha, y será la excusa que la exsecretaria de estado, Hillary Clinton, use cuando su esperada campaña presidencial empiece en firme.
Siria era entonces, y sigue siendo, un desastre violento, y una campaña aérea diseñada para decapitar el gobierno de Bashar Assad, de haber sido exitosa, hubiera llevado a un conflicto sangriento y caótico, con EE. UU. sin un bando obvio al cual apoyar, según los defensores de la administración. Aquí, la decisión de deponer a Muammar el-Gaddafi —y el caos en Libia después de ello— fue un preámbulo admonitorio. Según esta visión, que Obama caminase alrededor de la Casa Blanca con el jefe de gabinete Denis McDonough y la subsiguiente decisión de apostarle a los ataques aéreos sirios es un momento de coraje pese a las circunstancias para el presidente. Nadie había respondido convincentemente a la pregunta de “¿luego qué?”, y los defensores del presidente dicen que todavía no se ha hecho.
La visión predominante en los países dominados por los suníes —que son aparentemente aliados de EE. UU.— no podía ser más marcadamente diferente. Decir que ahora desdeñan a la administración de Obama es decir poco. Despreciar es más apropiado. Claro, como nunca fueron partidarios de la decisión original de invadir y ocupar Irak, ahora los vecinos del país están furiosos con el vacío de poder que dejó la administración de Obama, a su parecer, en el país en cuanto se marcharon las tropas estadounidenses. Que Irán llegara a dominar un gobierno descaradamente sectario con Al-Maliki era, dicen ellos, predecible. (Sus defensores, incluidos algunos en EE. UU., argumentan que esto es revisionismo histórico. Ellos señalan, entre otras cosas, que en 2008 Al-Maliki encabezó la Operación Asalto de los Caballeros, una feroz campaña militar para erradicar al Ejército Mahdi, una milicia chiita grande, de la ciudad sureña de Basra.)
Es innegable que las tensiones sectarias en el país aumentaron constantemente después de la retirada de EE. UU.. Llegaron a un punto álgido en abril del año pasado en Hawija, una ciudad en la provincia de Kirkuk, entre Bagdad al sur y Mosul al norte. Allí se habían dado protestas entre los suníes desde enero, conforme eran más y más marginados por Al-Maliki. El 19 de abril, miembros de la 12ª división de las FSI entraron al sitio de una protesta y dispersaron a la multitud. Lo que sucedió después no está claro. Algunos dicen que manifestantes armados abrieron fuego contra las fuerzas de seguridad. Otros dicen que los soldados dispararon primero. Sea cual sea el caso, docenas de manifestantes fueron acribillados.
El impacto político del llamado incidente de Hawija fue electrizante. Influyentes líderes tribales que todavía buscaban negociar con el gobierno de Al-Maliki se rindieron. Hombres como Abu Bakr al-Baghdadi, el hombre que encabeza al EI, ganaban influencia. E hicieron un llamado a las armas.
El resultado, año y medio después, es sangrientamente obvio. Los suníes entraron en guerra con Bagdad, y las tribus —incluidas varias que previamente buscaron reconciliarse con el gobierno central— se les unieron. De las seis personas que formaban el consejo militar del EI en Irak, cinco provenían de tribus importantes en el corazón suní. De ninguna manera eran todos salafistas de línea dura y yihadistas fanáticos, como Al-Baghdadi. Tres de ellos habían sido oficiales del ejército de Saddam Hussein.
Corte a Siria. Según Hussain Abdul-Hussain, un eminente periodista kuwaití con lazos estrechos con las tribus suníes a lo largo y ancho de la región, el 2 de noviembre de 2013, 14 clanes que habían sido leales al gobierno de Assad le juraron lealtad al EI. Entre ellos hay varias tribus de Raqqa, por entonces controlada por las fuerzas de Assad. Ahora es el cuartel general del EI. El cambio, dice Hussain, “se hizo casi sin derramar sangre”.
¿Qué cambió? Según Hussain, el cálculo fue sencillo. Las tribus buscan al caballo fuerte, y tanto en Irak como en Siria ese era Al-Baghdadi y el EI. “El mito es que hay tribus suníes radicales y tribus suníes moderadas. Las tribus no son moderadas o radicales. Las tribus se protegen y buscan el poder más fuerte”, dice él. Por entonces, menciona él, EE. UU. se burlaba de los grupos opositores que combatían a Assad en Siria como “carpinteros, profesores y dentistas” y dudó en armarlos. Washington no participaba en el juego, así que la decisión fue fácil. “Ellos concluyeron que no éramos serios. Llegamos, nos fuimos. El único poder fuerte al que podían unirse era EI”, dice Hussain.
El dilema que la administración de Obama enfrenta ahora —y dado cuán abrumador es, posiblemente lo enfrente quien sea su sucesor de aquí a dos años— es directo: retomar y estabilizar las vastas porciones de territorio que ahora son controladas o peleadas por EI en Irak y Siria requiere granjearse a las tribus suníes que o están indecisas o apoyan abiertamente a Al-Baghdadi. Pero como argumenta Michael Pregent, un exoficial de inteligencia del Ejército de EE. UU. y ahora parte de la Universidad Nacional de la Defensa, es poco probable que puedan granjeárselas con la “ausencia de un prolongado compromiso militar [de EE. UU.] sin una fecha límite. Idealmente, tenemos que reestablecer la influencia, pero ¿cómo haremos eso si no estamos allí? La respuesta es que no podemos”.
Incluso si EE. UU. y sus aliados pueden deteriorar al EI desde el aire —y hay un escepticismo significativo en la región de que puedan hacerlo, en especial sin la cooperación de las tribus— el siguiente problema serán los otros grupos suníes armados que se oponen a Bagdad y no quieren tratar con las FSI en el corazón suní. Y por una buena razón, según argumentan sus vecinos suníes: con Al-Maliki, las FSI en los últimos cuatro años pasaron de ser 55 por ciento chiitas y 45 por ciento suníes a ser 95 por ciento chiitas. “Eso tiene que cambiar radicalmente, pero la cuestión es: ¿los iraníes le permitirán a Abadi hacerlo?”, dice un funcionario regional de inteligencia.
Los grupos suníes armados —algunos yihadistas salafistas, algunos (como la facción del Partido Baath iraquí de Izzat Ibrahim al-Douri, quien era una figura de alto rango en el régimen de Saddam) más seculares— continuarán impulsando el conflicto sectario en el país sin importar lo que suceda con EI. Eso es parte, según creen muchos en la región, del legado de la retirada de EE. UU. en 2011. Alrededor de 300 representantes de estos grupos se reunieron en Ammán en julio pasado para tratar de dilucidar si cooperan con el EI o lo enfrentan, y para tramar su propio futuro. (El gobierno jordano afirmó públicamente que no tenía nada que ver con la conferencia.)
El tenor de las deliberaciones del grupo —y un atisbo de lo que depara un futuro posterior a EI— provino de la declaración que el grupo de Al-Douri publicó al final de la conferencia. Pedía la eliminación de la nueva constitución iraquí, el desmantelamiento de las fuerzas de seguridad del país y la anulación de las leyes antiterroristas que el grupo percibió como antisuníes. En esencia, el grupo pidió “una continuación del Irak de 2003”, dice Adnan, autor del informe del Instituto para el Estudio de la Guerra sobre los grupos insurgentes suníes. La conclusión es, según dijeron varias fuentes a Newsweek, que ahora estos grupos tienen la legitimidad a los ojos de los principales suníes de la que ahora carecen muchos de los políticos que cooperaron por un tiempo con Al-Maliki. “Ellos ahora son los principales suníes”, dice un funcionario militar medio oriental que recientemente fue asignado a Bagdad.
La administración de Obama y sus aliados ahora están enfocados en reducir los logros del EI tanto en Irak como en Siria. Funcionarios militares de EE. UU. ven al EI como el de mayor ambición en general de todos los grupos suníes armados, una manera tácita de decir que ellos tratarían encantados de la vida con otros grupos cuando llegue el momento. Las otras facciones de la rebelión armada suní podrían, en otras palabras, en realidad ser el “Jayvee”, como Obama describió incómodamente al EI previamente este año. (El término se refiere a un equipo de preparatoria, o sea, de segunda línea. Obama usó el término en una entrevista con The New Yorker, distinguiendo al EI de Al-Qaeda.)
Por ahora, la campaña de bombardeos se ha intensificado, y lo que parecía ser un enfoque centrado en Irak de la guerra contra EI ahora se ha expandido. Más de 3000 soldados de EE. UU. han sido desplegados como asesores, y este mes el secretario de Estado, John Kerry, dijo que Washington seguiría en la lucha contra el EI por “el tiempo que se necesite”.
Fuentes suníes en la región aceptan que sintieron un poquito de motivación en septiembre, cuando Obama designó al general retirado de los marines John Allen como envido especial a la coalición mundial para derrotar al EI. Allen fue un asesor clave en Irak del general David Petraeus, el arquitecto del aumento de tropas y el despertar de Anbar de 2006 a 2008. Pregent, el exoficial de inteligencia del Ejército, dice que las tribus de Anbar prácticamente “rogaban” por el regreso de Allen a la región para “reiniciar” el despertar. El problema, dice él, si Allen “tendrá el poder” para hacer eso.
Los gobiernos dominados por suníes en la región creen en privado que ello requerirá de un aumento significativo en el número de “botas [estadounidenses] en el terreno”, y son escépticos de que Obama —o su sucesor— lleve a cabo eso. Un líder tribal de Anbar lo dice con franqueza: “Tenemos que creer que EE. UU. y la coalición son el bando ganador. Que [las tribus] pueden confiar en Estados Unidos, y que este es un compromiso a largo plazo. ¿Pueden hacer eso? Pensamos que no. Y a menos que lo hagan, ya no son el ‘caballo fuerte’; los yihadistas lo son. Entonces, estamos afrontando la realidad”. Y esa realidad, concluye él con cansancio, “probablemente signifique otra década de guerra”.