Tokio reconsidera su constitución pacifista, alarmando a sus vecinos.
En febrero de 1946, apenas seis meses después de que dos bombas atómicas devastaran las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, dando fin a la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, el Cuartel General de los Aliados en Tokio —a iniciativa de su líder, el general Douglas MacArthur— discretamente propuso una idea tan radical que, al momento de su adopción nueve meses después, algunos miembros conservadores del gabinete japonés “lloraron abiertamente”, como lo escribió el historiador John Dower en su libro ganador del Pulitzer en 1999, Embracing Defeat.
MacArthur había insistido en que Japón adoptase una “Constitución de paz”. En su preámbulo renuncia rotundamente a la guerra, y en su famoso “Artículo 9” el país se compromete formalmente a seguir un curso pacifista. Las limitaciones militares que así se le impusieron a Japón han enfurecido por seis décadas a los miembros más belicosos del Partido Democrático Liberal que gobierna en aquel país.
Al paso de los años, conforme Japón floreció económicamente, hombres como el exprimer ministro Nobusuke Kishi han tratado de impulsar a las fuerzas armadas japonesas sin violar la Constitución. Así, en 1960 —a pesar de una oposición implacable de la izquierda (por entonces una fuerza política mucho más potente que hoy día) —, Kishi firmó el Tratado de Seguridad EE UU-Japón con Washington, obligando a Tokio a tener un papel activo en la autodefensa durante la Guerra Fría.
Hoy, el nieto de Nobusuke Kishi, Shinzo Abe, es el primer ministro de Japón, y él también es belicoso. Y el 1 de julio, siguió, a su propia manera, los pasos de su abuelo. Él le encargó a su gabinete una “reinterpretación” de la Constitución de la paz que le permitiese a Japón enviar tropas y equipo para ayudar a sus aliados en tiempos de guerra. “No se puede construir un país pacifista solo predicando la frase”, dijo Abe en una conferencia de prensa. “Creo que se lo debemos a los esfuerzos de nuestros antepasados que actuaron audazmente ante los cambios en el ambiente internacional”.
La medida tenía poco que ver con el pacifismo, y los críticos tomaron el comentario de Abe como la más clara evidencia disponible de la hipocresía de los belicosos cuando se trata de la Constitución. Pero Abe estaba indudablemente en lo correcto al indicar que la medida se da en medio de cambios verdaderos en el equilibrio del poder en Asia. Específicamente, una China ascendente (con los aumentos en los presupuestos de defensa que han acompañado su ascenso económico) ha empezado a pavonear su poderío militar por todo su vecindario.
Pekín está en un punto muerto eternamente tenso con Tokio por unas islas disputadas en el mar de China Oriental que los japoneses llaman Senkaku y los chinos reclaman como Diaoyutai. Hizo valer su fuerza con las Filipinas en una disputa por otra serie de islas en el mar de China Meridional, llamado el Arrecife Scarborough. Y recientemente movió una inmensa plataforma petrolera en aguas cercanas a la costa de Vietnam, enfureciendo a Hanói.
Durante y después de la Guerra Fría, el Pacífico ha sido, militar y geopolíticamente, un “lago estadounidense”. Pero el surgimiento de China coincide con la incertidumbre sobre qué papel tendrá en adelante Washington, el garante de la seguridad de Japón. El presidente Barack Obama ha proclamado un “giro” estratégico hacia Asia —y lejos de los conflictos en Oriente Medio—, pero hasta ahora ese cambio ha sido más retórico que real.
Cierto, los presupuestos de defensa de EE UU están bajo presión, y Obama simplemente no tiene ganas de compromisos militares que puedan evitarse de alguna manera. Solo la presión constante de Pekín por las Senkaku —y su perfil militar más alto en la región en términos más generales— provocó que el Presidente estuviese junto a Abe el 24 de abril y dijera que EE UU cumpliría con sus obligaciones del tratado y defendería a Japón en caso de un conflicto por las islas. (EE UU tenía la esperanza de guardar una sana distancia del conflicto por miedo a enfurecer a Pekín).
Pekín, en la forma de una nota en el servicio estatal de noticias Xinhua, etiquetó de manera predecible la “reinterpretación” de Abe como un “coqueteo con el fantasma de la guerra”. Pero China no era el único vecino que miraba de cerca. Corea del Sur, la cual Japón ocupó por décadas hasta el fin de la guerra —y con la cual sus relaciones son, a lo más, frías—, respondió diciendo simplemente que Tokio no podía enviar ayuda militar a Seúl “sin una invitación”. Coincidentemente, Corea del Sur se preparaba para recibir al presidente chino Xi Jinping en una visita de Estado, la primera vez que un presidente de la República Popular de China, en una visita a la península coreana, irá primero a Corea del Sur y luego a Corea del Norte, el único aliado formal de Pekín por sus tratados.
Aun así, el ambiente general de seguridad en el Oriente Lejano hace menos controvertida la medida de Abe de lo que hubiera sido en otras circunstancias. Y de ello, Pekín solo puede culparse a sí misma. En unos comentarios hechos el 30 de junio, Malcolm Turnbull —un ministro del gabinete y aliado clave del primer ministro australiano Tony Abbott— dio una reseña mordaz (y en su mayoría correcta) de lo que ha provocado en la región el comportamiento de China.
Acusando a Pekín de “dar muestras de su fuerza” a cada uno de sus vecinos, él dijo que su actual política exterior es “curiosamente contraproducente”. “En verdad es extraordinario”, añadió él, “ver cómo los vietnamitas son empujados cada vez más y más hacia Estados Unidos en términos estratégicos. Eso es un logro considerable para los intérpretes de la historia”.
El nerviosismo cada vez mayor en la región por Pekín ha significado que la cautela de Japón propiciada por la Segunda Guerra Mundial (atizada, ciertamente, por las disculpas poco sinceras de Tokio por los crímenes de guerra, así como las visitas que Abe y su gabinete han hecho al controvertido santuario Yasukuni, donde están enterrados los restos de criminales de guerra convictos) haya empezado a menguar, por lo menos relativamente. Si Pekín hubiera refrenado más su comportamiento en los mares de la China Oriental y Meridional, el anuncio de Abe hubiera sido más controvertido en la región. “No hay duda de ello”, dice un embajador occidental en Pekín.
Más bien, hoy Tokio y Canberra aumentan rápidamente su cooperación en defensa, y el presidente filipino, Benigno Aquino, dijo, tras el anuncio de Abe el 1 de julio, que las “naciones de buena voluntad solo pueden beneficiarse si el gobierno japonés se fortalece para asistir a otros”. En fecha tan reciente como la década de 1990, era prácticamente impensable que el líder del país donde se dio la infame “Marcha de la Muerte de Bataán” durante la guerra, dijera tal cosa.
Aun así, recuerde: en medio de los peligrosos cambios constantes que ahora son evidentes en el Oriente Lejano, una cosa que no parece estar cambiando mucho es la cautela del pueblo japonés con respecto a cualquier cambio significativo a su Constitución. Este fue el segundo intento de Abe de modificar la Constitución.
Cuando él fue primer ministro en 2006, buscó enmendar formalmente la Constitución, no solo “reinterpretarla”, para permitir que Japón acudiese en auxilio de sus aliados bajo ataque. Eso fue tan impopular, que ayudó a reducir la duración de su mandato. Esta vez, tres encuestas diferentes en periódicos japoneses mostraron una mayoría rotunda oponiéndose a la reinterpretación, con solo un tercio o menos de los encuestados aprobándola.
Que al pueblo japonés todavía le guste —y busque mantener— su Constitución “de paz” impuesta por extranjeros es, a su manera, notable. Muchísima gente creía, tanto dentro como fuera del país, que Tokio, bajo la presión de convertirse en una nación “normal”, algún día haría a un lado la Constitución. De hecho, desde hace mucho se ha vuelto un tropo de la izquierda el que la Constitución algún día será reescrita.
“En Japón ha surgido un debate peligroso con respecto a si es hora de echarla por la borda”, escribió Norma Field, autora japonesa-estadounidense, en su libro de 1990, In the Realm of a Dying Emperor. Semejante ruta sería peligrosa, creía ella, porque quienes buscaban mantenerla serían “superados en número” por quienes quieren remplazarla con la realidad de un ejército, una armada y una fuerza aérea poderosos.
Japón hoy tiene un ejército, una armada y una fuerza aérea modernos y poderosos. Pero también tiene todavía su Constitución, la cual —como lo entiende Abe, el primer ministro más belicoso desde su abuelo— seguirá restringiendo el desarrollo de la fuerza militar de Tokio, incluso con la “reinterpretación” del 1 de julio.