En su novela The Handmaid’s Tale (El cuento de la criada), Margaret Atwood describe el horror del régimen autoritario de Gilead. En esta teocracia, la autoconservación es lo mejor a lo que la gente podía esperar, ya que no puede hacer nada contra el sistema. Pero en la segunda parte, The Testaments (Los estamentos), plantea la posibilidad de que, con un poco de suerte, valentía e inteligencia, las personas podrían contratacar.
¿Pero es así? En el mundo real existen innumerables ejemplos de regímenes monstruosos del pasado y del presente. Y todos ellos hacen surgir la pregunta de por qué las personas simplemente no se rebelan contra sus gobernantes. Algunos de nosotros juzgamos rápidamente a quienes se conforman con tales regímenes, calificándolos como malvados psicópatas, o al menos, considerándolos como moralmente inferiores a nosotros.
Sin embargo, ¿cuáles son tus probabilidades de convertirte en un heroico rebelde en tal situación, rehusándote a ser cómplice de mantener el sistema, o incluso, de promoverlo?
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Para responder esta pregunta, comencemos por considerar un análisis, que actualmente se considera clásico, realizado en 2004 por el teórico organizacional estadounidense James March y el experto noruego en ciencias políticas Johan Olsen.
Estos expertos afirmaron que la conducta humana está gobernada por dos “lógicas” complementarias y muy distintas entre sí. De acuerdo con la lógica de la consecuencia, elegimos nuestras acciones como un buen economista: ponderando los costos y los beneficios de las alternativas de acuerdo con nuestros objetivos personales. Esta es, básicamente, la manera en que obtenemos lo que queremos.
Pero existe también una segunda lógica, la lógica de lo adecuado. De acuerdo con ella, los resultados, buenos o malos, suelen tener una importancia secundaria; solemos decidir qué hacer preguntándonos “¿qué se supone que debe hacer una persona como yo en una situación como esta?”.
Esta idea está respaldada por varias investigaciones en psicología. Las interacciones sociales humanas dependen de nuestra tendencia a cumplir con reglas no escritas relacionadas con la conducta adecuada. La mayoría de nosotros somos sinceros, corteses, no hacemos trampa cuando jugamos juegos de mesa y seguimos las reglas de etiqueta. Nos gusta que los jueces o árbitros de fútbol apliquen las reglas. En un estudio reciente, se mostró que incluso podemos seguir reglas arbitrarias.
La lógica de lo adecuado se aplica a sí misma, es decir, desaprobamos, aislamos o denunciamos a las personas que mienten o hacen trampa. En varias investigaciones se ha mostrado que, incluso en “juegos” anónimos y experimentales, las personas pagarían un costo monetario para castigar a otras personas por estar poco dispuestas a cooperar.
Por esta razón, la lógica de lo adecuado es muy importante para comprender cómo podemos organizarnos en equipos, empresas, e incluso en naciones. Necesitamos sistemas compartidos de reglas para cooperar entre nosotros: es fácil ver cómo la evolución pudo haber dado forma a esto.
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Las bases psicológicas de ello se establecen en una edad temprana. Los niños pequeños, incluso de tres años de edad, protestan si se violan las reglas “arbitrarias” de un juego. Y todos sabemos lo doloroso que resulta ser “señalados” en el patio de juegos por violar las normas de vestimenta, de acento o de conducta.
Regímenes autoritarios
Ambas lógicas son necesarias para crear y mantener un régimen autoritario. Las principales herramientas de un Estado opresivo para hacer que tomemos las decisiones personales “correctas” son el palo y la zanahoria, es decir, recompensar el cumplimiento y castigar hasta el más mínimo indicio de rebelión.
Pero, por si mismas, las ganancia personales (o la supervivencia) son una base muy frágil para un Estado opresivo. Es fácil ver cómo la lógica de lo adecuado encaja aquí, dejando de ser una fuerza para la cooperación para convertirse en un mecanismo para mantener un status quo opresivo. Esta lógica nos exige seguir las “reglas” y asegurarnos de que los demás también lo hagan, frecuentemente, sin que necesitemos preguntarnos por qué las reglas son como son.
De esta manera, los regímenes proporcionan recompensas y castigos mediante normas, reglas y convenciones autoaplicables. Un “buen” camarada del partido, miembro de un culto religioso o de un grupo terrorista aprenderá que debe seguir órdenes, erradicar a la oposición y no cuestionar a la autoridad, además de hacer que sus iguales cumplan también con estas normas.
Por ello, al Estado autoritario le preocupa, sobre todo, preservar la ideología, que consiste en definir la forma “correcta” de pensar y de comportarse, de manera que podamos adaptarnos a ella sin cuestionarla.
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Ciertamente, esto podría ayudar a explicar los horrores vividos en la Alemania nazi, ya que muestra que no se trata principalmente de un tema de maldad individual. Como afirmó la filósofa Hannah Arendt, las atrocidades del Holocausto fueron posibles gracias a personas normales que fueron manipuladas para ajustarse a un conjunto de normas de conducta horriblemente anormales.
¿Y tú te rebelarías?
¿Cómo nos comportaría amos tú y yo en Gilead? Podemos estar bastante seguros de que la mayor de nosotros nos conformaríamos (con mayor o menor incomodidad) y que nos resultaría difícil quitarnos la sensación de que la manera en que se hacen las cosas es la forma correcta y adecuada.
Pensemos en el fervor con el que las personas hacen cumplir los estándares de vestido, las previsiones contra el lenguaje soez o las normas alimentarias, sin importar lo arbitrarias que podrían parecer. De hecho, podríamos sentir la “obligación moral” de proteger al partido, a la nación o a la religión, cualquiera que sea su carácter.
Sin embargo, un pequeño número de nosotros se rebelaría, pero sospecho que no lo haría basándose principalmente en diferencias en su carácter moral individual. Los rebeldes también necesitan utilizar la lógica de lo adecuado; necesitan encontrar diferentes normas e ideales compartidos con otros miembros de la resistencia o inspirados por la historia o la literatura. Para romper con un conjunto de normas, es necesario tener una alternativa a mano.
Dicho lo anterior, es posible que algunas personas tengan una personalidad naturalmente más inconformista que otras, al menos, en ciertos períodos de su vida. Sin embargo, el éxito que logren estos rebeldes podría depender, en parte, de qué tan convincentemente puedan justificar ante ellos mismos, y ante los demás, el hecho de no querer adaptarse.
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Si esto es así, esperaríamos que la tendencia a adoptar normas no convencionales se relacionara con una habilidad verbal, y quizás con una inteligencia general, en las personas que realmente se rebelan, y existen algunas pruebas que así lo demuestran.
La manera en que reaccionamos ante la injusticia también podría influir en nuestra propensión a revelarnos. En un estudio, se encontró que las personas que presentan aversión al riesgo y confían fácilmente en los demás tienen menos probabilidades de reaccionar con energía ante la injusticia. Aunque esto no se demostró en el estudio, ello podría hacer que tales personas tuvieran mayores probabilidades de adaptarse.
Otro factor son las circunstancias sociales. En las décadas de 1920 a 1940, las clases alta y media en Alemania tenían casi dos veces más probabilidades de unirse al Partido Nazi que aquellas con un status social más bajo. Entonces, podría ser que las personas que tienen más que perder y/o que desean ascender en la escala social son particularmente propensas a adaptarse y desde luego, si otros miembros de tu círculo social se adaptan, es posible que tú pienses que eso es lo “adecuado”.
Pocas personas se opondrían al sistema de Gilead después de valorar cuidadosamente las consecuencias; después de todo, el resultado más probable es el fracaso y la destrucción. Lo que impulsa a luchar contra una sociedad opresiva es una visión rival: una visión de igualdad, libertad y justicia, y la sensación de que estos valores deben ser defendidos, sin importar las consecuencias.
Nick Chater es catedrático de ciencias conductuales de la Facultad de Negocios Warwick, Universidad Warwick, Reino Unido.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek