La ostentación de lo que en principio solo debería ser un evento privado e íntimo es una tácita provocación para ser objeto de críticas y ataques por parte de la sociedad
Todas las personas tienen derecho a gozar de una vida privada y reservar para sí y para su entorno más íntimo ciertas actividades y facetas de su vida que no conciernen a los demás. Esto, más que un simple deseo o aspiración, constituye una verdadera necesidad en el desarrollo de la personalidad.
El respeto que los demás deben a la vida privada y a la intimidad personal constituye un verdadero derecho humano objeto de tutela y protección por parte del orden jurídico. No es cosa sencilla arribar a un concepto específico y claro de lo que debe entenderse por derecho a la intimidad; de hecho, se trata de un tema que, para ser comprendido, requiere de una conexión con otros derechos específicos como el derecho a la propia imagen, a la inviolabilidad del domicilio y a las comunicaciones privadas.
La tutela al orden privado de las personas no es solo una moda de reciente boga, sino que se trata de un aspecto de la vida humana que ha sido percibido como indispensable desde hace tiempo. Este derecho es abordado en importantes cuerpos normativos internos e internacionales, los que suelen redundar en el reconocimiento de que toda persona tiene derecho a su honra y al reconocimiento de su dignidad.
En estas épocas el concepto de vida privada ha adquirido connotaciones que hasta hace una generación eran impensables. Las redes sociales han revolucionado la manera en que las personas se presentan y vinculan socialmente.
Hay quienes no tienen empacho en exponer ante quien sea gran parte de su vida a través de estos medios, pero también hay quienes no encuentran alguna manera eficaz para escapar del voyerismo posmoderno que nos invade y permanece atento a lo que hacemos, decimos o dejamos de hacer.
Lo único cierto es que el control de nuestra intimidad no está plenamente sometido a nuestra voluntad, al grado de que resulta inevitable ser objeto de acechanza digital por cualquiera que tenga algún motivo para ello.
Si a todas esas complicaciones que la era digital ha generado se contrapone el derecho a la información y la libertad de divulgación de ideas, pensamientos y opiniones, los límites del derecho a la privacidad y estos últimos comienzan a difuminarse, a grado tal que no resulta fácil identificar hasta dónde llega uno y en dónde comienza el otro.
Regular el internet no es cosa sencilla, y es claro que el mundo del derecho va muy por detrás de los avances tecnológicos digitales. En esta amplitud de posibilidades, cualquier persona “sube” a la red prácticamente lo que quiera, aun cuando ello signifique un evidente exceso al ejercicio de la libertad de expresión.
La protección a la imagen propia y la de la familia se ha tornado un tema de la mayor relevancia, pero cuando las personas lastimadas en su imagen y honor son personas públicas, como artistas, deportistas y políticos, la ya de por sí tenue línea que divide los derechos, termina por borrarse.
En la legislación estadounidense ha cobrado vigencia la figura del right to be let alone, lo que podría traducirse como el derecho a ser dejado en paz, pero este principio solo aplica para aquellos que no están obligados a participar en la vida pública y colectiva; es el derecho a permanecer voluntariamente en el anonimato y no sufrir intromisiones en la vida íntima.
En el caso de las personas cuyas actividades necesariamente las convierten en el objetivo central de las miradas, este principio no aplica de la misma manera que para quienes no viven rodeados de reflectores y del escrutinio público.
La misma Suprema Corte de Justicia de la Nación ha interpretado que hay personas sobre las que recae el carácter de “noticiable”, por su relevancia pública en función de su situación histórica, política, económica y social.
Hay casos en que las propias personalidades públicas permiten ya expresamente o de manera tácita, a través de su conducta, convertirse en objeto de las miradas. Al respecto, los gatilleros de las redes sociales se han cebado en estos últimos días sobre la fiesta de la boda de un personaje que no puede evitar su carácter público, dado su protagonismo en la vida política y su cercanía con el próximo presidente de la república.
¿Es justo o no que se le haya colocado en la mira del escrutinio público? A final de cuentas, él mismo ha querido colocarse en la palestra, de manera que está impedido para abstraerse de la invasión mediática y de los juicios sumarísimos de las benditas redes sociales.
La ostentación de lo que en principio solo debería ser un evento privado e íntimo es una tácita provocación para ser objeto de críticas y ataques por parte de la sociedad. Con su conducta, el señor César Yáñez renunció no solo a su derecho a la intimidad, sino también al derecho a la credibilidad basada en la congruencia entre el discurso y la conducta.
“El matrimonio es un error que todo hombre debería cometer”. Deseable que un funcionario de la cuarta no cometa el de la incongruencia en el mismo evento.