Hoy dejo el nombre de Adanowsky, como también se me conocía, y soy simplemente Adán. Eso sí, de aquel tiempo guardo grandes recuerdos. De mis personajes queda una huella, un tatuaje, pero ya no vivo a través de ellos, ni sus canciones más oscuras como “Estoy mal” y “Me siento solo”, aunque todavía las canto. Tengo otra visión de la vida, otra moral, otra ética. Ya no tengo nada que ver con lo que era antes y antes tenía mucho miedo de ese salto en el vacío. Dejé de ver a muchos amigos muy cercanos, pero era necesario porque los amigos de la infancia te atrapan al pasado y no puedes avanzar, tienes que dejarlos. Cambiar de pensamiento, soltar lo que eras. Cuando das ese paso te das cuenta de que sigues siendo la misma persona, pero mejorada. No hay muerte, es una mutación hacia algo mejor.
FOTO: MARCO SOTOMAYOR/NW NOTICIAS
Llegué a esta conclusión porque me deprimía mucho y la gente a mi alrededor también estaba muy deprimida. Veía que toda la gente que estaba así era porque tenían o una sensualidad descontrolada o veían mucha pornografía. Yo también antes veía porno y salía mucho a centros nocturnos a bailar. Todas esas energías descontroladas te llevan hacia el fondo. Dejé de ir a antros, pues me di cuenta de que eran lugares de vampiros que te chupaban la energía todo el tiempo. También controlé mi sexualidad. El sexo es un acto poético creativo increíble donde vas a poner una semilla, y aunque no pongas la semilla es un intercambio energético de una profundidad extrema. Entonces me deshice de todo eso y nunca me volví a deprimir más. Encontré una mujer, hice un hijo y estoy feliz. Por si fuera poco, salvo en una ocasión, no me enfermé de nada en tres años.
Además de cantar también actúo. La primera vez fue para mi padre, en la película Santa sangre(1989). Recuerdo que llegué y me dijo: “Tienes que actuar bien”. “Sí, voy a actuar bien”, y ¡pam!, me dio una cachetada: “Eso es para que te acuerdes de que tienes que actuar bien”. A mí nunca me habían pegado en la vida, fue la única cachetada que me dio. En la primera escena que hice me subieron en un elefante, recorría la calle de Tepito rodeado de prostitutas verdaderas, enanos, payasos, un circo. Era una experiencia alucinante, mi introducción al cine fue surrealista. Pero no tanto como participar en Poesía sin fin (2017), la segunda parte de las cintas biográficas de mi padre. En ella lo interpreto a él mismo en su juventud y mi hermano Brontis interpreta a mi abuelo, con quien yo me tengo que reconciliar para aliviar el árbol genealógico. Hicimos un acto de psicomagia todos en familia.
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Mi hijo se llama Alión y lo amo mucho. Intento estar lo más presente posible. Hay tantos casos de padres ausentes que yo no quiero ser parte de eso. Quiero que mi hijo sepa que siempre estuve ahí para él. Intento transmitirle también toda mi pasión. A Alión no le interesan los juguetes, solo toca guitarra, tambores, batería. Tiene un año cuatro meses y le encantan. Yo no lo obligué, solo vio quizá que tenía un padre apasionado y lo entusiasmó ver eso, lo inspiró. Hay que transmitir la pasión a los hijos sin obligarlos. La misma pasión que me transmitió mi padre, esa que lleva en las venas mi hermano Brontis, yo y, posiblemente, las futuras generaciones de mi familia.
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