A JUCHITÁN de Zaragoza arriban cada mayo las Fiestas de las Velas, las celebraciones tradicionales más importantes que visten de gala la etnia zapoteca del sur de Oaxaca y que ponen a beber, comer y bailar a toda una región.
A Tomás Matus le tocó ser mayordomo de la Vela Biadxi (que significa ciruelo, en zapoteco), una de las 17 que este año se celebraron en distintos barrios de Juchitán. Su familia preparó distintos bocadillos típicos (a los que llaman “botana”) para las 120 personas que invitaron a su “puesto”, un lugar exclusivo dentro de la fiesta. Estos invitados, a su vez, aportaron 120 “ampolletas” (botellitas de cerveza de un cuarto de litro), para así comer y beber en comunidad “hasta que el cuerpo aguante”, refieren pobladores de la zona.
El convite, que se realizó a un costado del panteón de Cheguigo, en la Octava Sección de esta localidad, dio cabida a 33 puestos como el de Tomás. Se calcula que en la Biadxi hubo cerca de 3,960 asistentes, a los que se sirvió el mismo número de raciones de comida, y quienes, al tiempo que bailaban sones regionales tocados en vivo por distintas bandas de música, acabaron con igual cantidad de cartones de cerveza.
Entre todos los ahí reunidos —incluidos los “gorrones”— arrasaron con casi cuatro toneladas de comida y alrededor de 95,040 “ampolletas”.
Como cada año, las Velas se desplazaron en torno a una misma órbita que conjunta dos principios básicos: preservar una cultura y facilitar la convivencia comunal.
El ritual de preparación de las juchitecas puede durar horas y suele hacerse en grupo. FOTO: OLLIN VELASCO
TRADICIÓN DE RAÍCES PROFUNDAS
En la actualidad atraen a visitantes de otros países, pero antaño, hace unos 150 años, se limitaban a ser un pequeño festejo, eminentemente religioso. Con el tiempo han devenido en fiestas más eclécticas y etílicas. Se honra a todas las cosas que proveen vida —el agua, los campos, el sol…—, y se realizan con tal fervor que siguen siendo únicas en su tipo.
La mayoría surgió por distintos motivos y fechas. La Biadxi, por ejemplo, vio la luz bajo la sombra de un ciruelo, al lado de la capilla que hace 112 años fuera la más importante del actual barrio de Cheguigo. Alrededor del árbol, que todavía existe, la gente realizaba convites que fueron cobrando relevancia, adquirieron la categoría de Vela y movieron su locación unas cuantas cuadras, hasta la explanada donde se lleva a cabo actualmente.
Los pescadores tienen una propia, al igual que los queseros, los joyeros y hasta quienes tienen apellidos afines. Algunas son apadrinadas por políticos. Otras, las más, siguen haciéndose exclusivamente en nombre de un santo. La principal es en honor a San Vicente Ferrer y cierra con broche de oro el periodo mensual de la “pachanga”.
A pesar de sus diferencias, varias Velas comparten la característica de haber surgido como una festividad que se realizaba al lado de las muchas capillas de la Santa Cruz, diseminadas por todo Juchitán, y fueron puestas en los lugares donde, en tiempos de la Revolución Mexicana, murieron caudillos importantes.
Aceptar una mayordomía no es cosa simple. Implica ser, al mismo tiempo, depositario de una gran distinción y de una mayor responsabilidad. Los preparativos comienzan desde un año antes. Se debe conseguir el dinero para la música, las viandas, la pirotecnia, el alquiler de carpas y sillas para todo el pueblo. Aunque los gastos se reparten entre los organizadores, o socios de la fiesta, es la familia “distinguida” la cual desembolsa más dinero: por lo menos 100,000 pesos.
Ser anfitrión de un evento de tal envergadura solo ocurre una vez en la vida. Por eso, cuando llega la oportunidad, la única opción es “tirar la casa por la ventana”.
Según Tomás Matus, “encabezar una celebración como esta es uno de los mayores orgullos que alguien que vive en Juchitán puede experimentar. La planeación quita el sueño a veces, pero todo el desvelo vale la pena cuando todo está dispuesto y la gente empieza a llegar”.
Cuando llega la medianoche, el baile hace coincidir a todos los que aún no se conocen. FOTO: OLLIN VELASCO
LAS LEYES DE UNA FIESTA
Visto del otro lado, el ser invitado a una Vela refiere un honor mayúsculo. Las reglas de admisión al evento, que comienza al filo de las diez de la noche y termina, por lo menos, a las seis de la mañana del día siguiente, son estrictamente observadas. De ello se encargan los organizadores y los elementos de la Policía Municipal que, apostados en la entrada, con sus fusiles al hombro, hacen respetar sus costumbres, deciden quién sí y quién no entra.
No importando si se trata de un habitante de Juchitán, un extranjero o un periodista, la norma es igual: solo se puede ingresar con vestimenta de gala (guayabera blanca y pantalón negro, los hombres; huipil y enagua típica regional, con olán blanco, las mujeres). El boleto de entrada para ellos es un cartón de cervezas; el de ellas, una “limosna” (aportación de dinero en efectivo) voluntaria, de 50 pesos en adelante, que son entregados directamente al responsable del puesto que los acoge.
Adentro, al ritmo de la música, y en medio de los miles de cuerpos que bailan a pesar del aire que incendia lo que toca, se entiende el papel que funge el código de vestimenta. En especial el de las mujeres que, dicho sea de paso, tienen fama de beber más que los hombres y de ser quienes llevan las riendas en Juchitán.
Los sones con que se inaugura la noche son la oportunidad anual de las mujeres para lucir ante la sociedad sus nuevos huipiles y faldas de terciopelo bordado a mano, su ostentosa joyería de oro y su cabello trenzado con flores frescas. Para este tipo de ocasiones, muchas hasta se enrolan en “tandas”, con tal de pagar los cerca de 20,000 pesos que puede costar un traje confeccionado artesanalmente.
Al respecto, Andrés Henestrosa, el gran narrador y poeta istmeño, solía decir que por eso las Velas son consideradas españolas por fuera e indias por dentro. En otras palabras, que tienen la cáscara blanca y cobriza la pulpa.
Entre canciones, brindis y abanicos, las horas pasan a prisa durante una noche de Vela. Al filo de las tres de la mañana se hace el cambio de mayordomía y, quien se queda con el cargo (recibiendo de forma simbólica un ramo de flores), realiza con los asistentes un recorrido hasta su casa, desde donde empezará la fiesta el año entrante.
Los invitados al “puesto” de la familia Matus Gómez llenaron muy pronto todas las sillas disponibles. FOTO: OLLIN VELASCO
FESTEJAR PARA SOBREVIVIR
Bianni y Michael son hijos de Tomás Matus y ahora tienen la estafeta en sus manos. Fueron protagonistas de las tradicionales “regada” y “lavada de olla”, las fiestas adjuntas a cada Vela que se realizan los dos días siguientes. Ambos tienen un año, a partir de este mes, para perpetuar dignamente la tradición que empezó en el barrio gracias a su tatarabuela.
El pueblo entero espera que la ola de robos a mano armada y los asesinatos que asolan la región (y que este año hicieron a los visitantes de otras partes hospedarse en hoteles lo más cerca posible de la fiesta) cesen antes del próximo mayo.
A pesar de todo, no es sino hasta ver las flores que le dan identidad al pueblo, las amplias faldas que cubren los pasos firmes de sus mujeres, los olores únicos de su mercado, los murmullos en zapoteco que se levantan por doquier y los atardeceres que pintan de rojo sus palmeras, que alguien puede comprender una parte mínima de su mística cultura centenaria.
Los hijos de la familia Matus Gómez, recibiendo la mayordomía del año entrante. FOTO: OLLIN VELASCO
Hasta testificar que en Juchitán coexisten el cielo más diáfano y el infierno más ardiente, uno entiende por qué estas fiestas de Velas son, más que un lujo, una cuestión de supervivencia.
Los juchitecos trabajan durante un año para seguir solventándolas, por una sencilla razón: mantenerlas vivas los mantiene vivos a ellos también.