No le pidamos a la democracia aquello que no le hemos dado.
La violencia que hemos padecido en los últimos años es producto del desajuste provocado por el proceso de transición, el cual ha supuesto la modificación de las reglas del juego, mientras que los actores ven esos cambios como amenazas a su estatus compuesto de privilegios y prebendas.
Así, por ejemplo, la situación en Michoacán, Tamaulipas o últimamente en Guerrero son de suyo preocupantes porque no son circunstancias que se resuelven mediante represión y desde el autoritarismo natural de esos gobiernos o del federal, son disfuncionalidades mucho más complejas donde la penetración de la corrupción en la sociedad, la gran impunidad y las ineficiencias institucionales son el común denominador. A todo ello se le llama ingobernabilidad.
A mediados de la década de 1970 se utilizó por primera vez el término gobernabilidad bajo la voz inglesa “governance”.Michael Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki, sus autores, habían realizado un diagnóstico de los problemas y causas que —desde su perspectiva— eran centrales para el desempeño eficaz del sistema político y económico en las sociedades occidentales democráticas.
El concepto pronto se puso en boga entre políticos y politólogos, pues parecía iluminar el camino hacia la comprensión de las nuevas realidades mundiales: las crisis entre economías desarrolladas, el surgimiento de nuevos movimientos sociales y el agotamiento del llamado “Estado de bienestar”.
Hoy, a cuatro décadas de distancia y en el contexto de la transición hacia la democracia que vive México, la gobernabilidad vuelve a ser un tema clave para los protagonistas del cambio nacional. De hecho, hoy el reto más serio y profundo del gobierno actual es precisamente el de gobernar democráticamente. Gobernar autoritariamente no tiene ciencia, cualquier inútil y cualquier nostálgico del poder puede hacerlo, pero gobernar con la ley y democráticamente solo algunos.
Pero la gobernabilidad, así como muchos otros conceptos en ciencia política, no posee una definición única. Para Antonio Camou es “el estado de equilibrio dinámico entre las demandas sociales y la capacidad de respuesta gubernamental”, mientras que Luciano Tomassini nos explica que “no solo se refiere al ejercicio del gobierno, sino además a todas las condiciones necesarias para que esta función pueda desempeñarse con eficacia, legitimidad y respaldo social”. No obstante, para Daniel Kaufmann es un “conjunto de tradiciones e instituciones mediante las cuales se ejerce la autoridad en un país en pos del bien común”, y para Angel Flisfisch “es la calidad del desempeño gubernamental a través del tiempo”.
Estas definiciones igualmente van encaminadas a responder la misma pregunta: ¿qué o quién es el responsable de la gobernabilidad? Los dos primeros autores plantean un enfoque social (que incluye a los ciudadanos en su conjunto), y los dos últimos dan mayor peso a la eficacia del gobierno para hacer realidad la gobernabilidad (mediante la imposición de reglas monopólicas y autoritarias).
¿Gobernabilidad autoritaria…?
En culturas proclives al autoritarismo se establece automáticamente un vínculo mental entre gobierno y gobernabilidad, como si esta última dependiera exclusivamente del gobernante en turno o del Estado.
Lo cierto es que bajo un gobierno autoritario sí puede haber gobernabilidad. La Alemania de Hitler, la Cuba de Castro o la Venezuela de Chávez son ejemplos de lo anterior. No obstante, lo fácil que puede parecer gobernar bajo principios y reglas autoritarias, y lo rentable que puede ser (recordemos que no se consideran los medios para conseguir los resultados) en el corto plazo, termina por ser altamente costoso para una sociedad que inevitablemente pagará los excesos. El aparato del Estado lo controla todo reprimiendo, sofocando y creando un clima de temor, inhibiendo cualquier tipo de organización y participación social que clame por derechos como la libertad política y de expresión o simple cumplimiento de la ley.
La gobernabilidad democrática presupone la inclusión de la sociedad, pues la legitimidad está dada por la coparticipación entre ciudadanía y Estado. A diferencia de la autoritaria, aquí las responsabilidades se comparten y existen mayores posibilidades de organización por parte de los ciudadanos. En este caso, la balanza no ha de inclinarse ni al anarquismo irresponsable ni al autoritarismo paternalista, pues representa el equilibrio entre participación ciudadana y capacidad de respuesta gubernamental.
La gobernabilidad democrática enfatiza la eficiencia y considera los medios utilizados para conseguir sus fines. Esto la lleva a obtener resultados más sólidos y perdurables y a diferenciarse radicalmente de la gobernabilidad autoritaria, cuyos resultados suelen ser efímeros.
Durante más de 70 años, la gobernabilidad mexicana estuvo basada casi exclusivamente en el gobierno. Los ciudadanos teníamos la aparente comodidad de que el Estado era el encargado de resolver todos nuestros problemas, incluidos los económicos y sociales. Sin embargo, tras la alternancia en 2000, y quizás desde 1997, quedamos, para bien y para mal, como adolescente en orfandad. Como ciudadanos, no hemos entendido qué hacer para fortalecer un sistema con ansias de adultez democrática.
Así, hemos vivido una transición esquizofrénica con reglas democráticas y de apertura, pero también con actores autoritarios que han abusado de esas reglas. Así llegamos a los procesos electorales de 2006 y 2012, los cuales pusieron a prueba a las instituciones y la cultura de legalidad.
Hoy el sistema es más sólido, pero debemos seguir fortaleciendo nuestra democracia. Como señala José Woldenberg, nuestra transición “es la historia de cientos de procesos que acabaron ‘pluralizando’ al Estado y (…) erosionando al autoritarismo y las palancas, las prácticas y la cultura de la época del partido hegemónico”.
La situación por la que atraviesa recientemente Guerrero no solo es un tema del actuar irresponsable del gobierno formal, sino de la sociedad en su conjunto. Los altos niveles de corrupción —que no es un tema cultural como lo señalara un insigne político— solo ha sido el contexto perfecto para que la impunidad institucional y la degradación social reine en el caos de la ingobernabilidad.
La definición clásica de gobernabilidad nos dice que esta es o consiste en la capacidad que tiene el sistema para resolver el conflicto sin recurrir a la violencia. Cuando se habla de sistema, hay que aclararlo, se habla de instituciones y sociedad y por tanto se está diciendo que es un tema de corresponsabilidad la construcción de una gobernabilidad democrática, mientras que la responsabilidad monopólica de la gobernabilidad autoritaria solo le pertenece al gobierno en el sentido tradicional.
El reto pues, no ha terminado: consiste en asumir responsabilidades antaño aparentemente resueltas por el gobierno. Mientras que la economía comenzó a abrirse a mediados de la década de 1980, como consecuencia de las demandas de la sociedad, la política no ha transitado por el mismo camino. Ya tenemos elecciones democráticas, libres, limpias y confiables, pero las prácticas políticas permanecen en el ámbito de los privilegios y los autoritarismos. Necesitamos menos cultura electoral y más cultura ciudadana.
La gobernabilidad democrática está sustentada en la corresponsabilidad de todos los actores, tanto económicos como políticos y sociales. Dejemos las simulaciones: las democracias sin demócratas simplemente no existen. Con gobiernos apegados a la legalidad y con sociedades participativas y responsables se construye la gobernabilidad democrática, condición fundamental para el desarrollo económico y social. No le pidamos a la democracia aquello que no le hemos dado.
Para cualquier gobierno y sociedad, gobernar la ingobernabilidad es propio de un sistema democrático. La incertidumbre es propia de la democracia. Solo las certezas son propias de la dictadura. La gobernabilidad no llegará solo porque votamos por este o aquel candidato. Está en las manos de todos. Si como ciudadanos nos distanciamos del gobierno, cabe la posibilidad de que este caiga en políticas autoritarias o anarquismos. El bienestar social y económico depende de que impulsemos más y mejores políticas públicas. Debemos moldear la nación que queremos. La responsabilidad es nuestra.
Agustín Llamas Mendoza es analista político y social, profesor del área de Entorno Político y Social del IPADE y asesor en estrategia y gobernabilidad.