El grupo dominante disminuye sus opciones para continuar prevaleciendo por la vía electoral.
En su obra póstuma, el politólogo Guillermo O´Donnell identificó la aparición en nuestro continente de un régimen político sui géneris —al cual llamó “democracia delegativa”— caracterizado por una combinación de sostenidas contiendas electorales, reforzamiento del Poder Ejecutivo —y sujeción por este de los poderes Legislativo y Judicial— y existencia de diversos grados de polarización política, favorecidos por las estrategias y discursos oficialistas. Nacida en contextos de crisis socioeconómicas y políticas —que acompañaron la irrupción del neoliberalismo en países como Argentina, Perú o Venezuela—, la “democracia delegativa” fue señalada por O´Donnell como un modelo proclive a transitar, mediante una suerte de “muerte lenta”, a un régimen francamente autoritario. Uno como el que hoy rige en Venezuela, donde el deterioro económico1 y los magros resultados de las políticas públicas provocan el incremento del descontento y las protestas sociales, recibiendo, como respuesta oficial, un escalamiento de la represión.
Tal perspectiva explica, en buena medida, lo sucedido en los últimos meses en aquel país. Hasta hace un par de años, el chavismo podía aún permanecer dentro de los patrones democrático delegativos, debido al apoyo popular de que gozaba Hugo Chávez —quien, no se olvide, ganaba arrolladoramente las elecciones—, así como por el dispendioso manejo estatal de la vasta renta petrolera disponible. Sin embargo, en las últimas elecciones presidenciales —abril de 2013— el cuasi empate electoral entre Henrique Capriles y Nicolás Maduro reveló el descontento de crecientes sectores de la población, tras poco más de una década de inéditos ingresos petroleros y esfuerzos en pro de la inclusión social, pero también, de obscena corrupción gubernamental, polarización inducida y sistemática exclusión política de la oposición.
La naturaleza específica del tipo de autoritarismo que hoy se instaura en Venezuela es objeto de debate; dada su propia condición en tanto proceso en desarrollo y por la mezcla de atributos —derivados del modelo institucional, los actores y agendas— e influencias —ideológicas, geopolíticas— que coexisten en su seno. Se habla de un bloque oficialista, que reúne jerarcas militares, empresarios, oligarcas y exponentes de una vieja izquierda leninista. Sin embargo, lo acaecido a partir de abril de 2013 pone en aprietos a ese grupo dominante, disminuyendo sus opciones para continuar prevaleciendo por la vía electoral, lo cual atenta contra la médula misma del modelo delegativo. Y fortalece el sesgo “proto-totalitario”, en la medida en que el ahora inseguro oficialismo, que ve la posibilidad de ser desplazado electoralmente del poder, se ha propuesto deslegitimar —y a la larga eliminar— todo rastro de oposición y sociedad civil autónomas. Para lo cual pone en marcha una estrategia que articula represión selectiva, bloqueo de derechos, captura de espacios de participación y expresión ciudadanos y creación de mecanismos de diálogo y organización subordinados a la agenda política de Miraflores.
Elementos como la reiterada ofensiva para la imposición del anticonstitucional Plan de la Patria —programa de gobierno del finado presidente— y de una currícula educativa ideologizada —calificada como “bolivariana o socialista”—, el cerco financiero y acoso político a las universidades, la compra o cierre de medios de comunicación —dentro del modelo de hegemonía comunicacional— y el énfasis en la creación de instituciones sociales de nuevo tipo—consejos comunales, sindicatos bolivarianos, cámaras empresariales y organizaciones de clase media oficialistas— hablan de un patrón que rebasa los típicos formatos delegativos. Orientándose a una reconfiguración radical de la sociedad e institucionalidad venezolanas, afín a los moldes de un proyecto político con vocación de control total. Dentro de ese modelo, el rol de los militares y la presencia de Cuba resultan clave.
En los últimos años, el proceso de implicación de los militares en la política nacional ha sido creciente. El factor militar fue esencial desde los orígenes del actual proceso, por la procedencia del máximo líder, por el antecedente expresado en los dos golpes militares de 1992 —matrices del movimiento bolivariano y su iconografía— y por su imbricación con aquellos elementos civiles —pertenecientes al universo partidista y societal de la izquierda venezolana— que se integraron a la alianza cívico-militar que accedió al poder, por vía electoral, en 1998. Desde entonces, los militares tuvieron renovado protagonismo —aprovechando sus recursos y capacidad organizativa— en la implementación de diversos planes sociales, labores de vigilancia comicial y labores de reconstrucción tras desastres naturales como los deslaves que afectaron al estado Vargas, al inicio del mandato chavista.
Tras el breve golpe de Estado de abril de 2002, la presencia de jefes militares en instituciones clave —en la administración y la estratégica producción petrolera— y en las candidaturas oficialistas a los gobiernos de disputadas regiones opositoras —o en el comando de autoridades paralelas, creadas por el presidente para disputar los gobiernos regionales y locales opositores— se incrementaron de forma exponencial. Al unísono de la expansión del gasto militar —mejoras salariales, compra de armamento, activación de nuevas unidades— y de la mayor presencia de lo militar —marchas, celebraciones, desfiles, lenguaje— dentro del activismo y discursos chavistas. La ideologización del estamento militar se hizo visible tanto en los contenidos de la Ley Orgánica de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana2, como en la imposición de lemas y discursos calcados del modelo cubano. Además, en los últimos meses, ha cobrado vigencia el empleo de grupos paraestatales armados —vinculados a las instituciones castrenses y de orden interior— que cumplen el rol de amedrentar y reprimir a las manifestaciones de la oposición; en una estrategia que pretende desviar la responsabilidad estatal de la represión, presentándola como “enfrentamiento entre grupos de civiles”.
Para el avance de este esquema autoritario, y sobre todo en la actual coyuntura, el aporte cubano es crucial. Se trata de una relación de influencia política particularmente bizarra —una pequeña “metrópolis” controlando una inmensa “neocolonia”—, toda vez que Venezuela es un país nueve veces más grande, tres veces más poblado y con muchos más recursos que Cuba. Lo que permite a La Habana obtener diariamente más de 100 000 barriles de petróleo en condiciones preferentes —pagados con servicios varios— y un estimado de ayuda anual que ronda los 9000 millones de euros.
Los patrones ideológicos y organizativos del partido-Estado cubano han sido implantados en Venezuela: en el bloque juvenil del chavismo —el Frente Francisco de Miranda—; en consignas como “Patria, socialismo o muerte” y “Comandante Presidente, ordene” adoptadas por organizaciones populares, instituciones estatales y cuerpos armados. Mediante la contribución de especialistas y tecnologías cubanos en propaganda, inteligencia, control de comunicaciones y bases de datos, así como con su nutrido personal, visible en aeropuertos, ministerios y dependencias militares; el oficialismo ha obtenido una suerte de proyecto llave en mano de control y hegemonía política. Este aparato, que tiene en el Servicio Bolivariano de Inteligencia (SEBIN) un foco neurálgico, otorga al oficialismo ventajas decisivas sobre sus adversarios, que se suman a la colonización de poderes del Estado y a la subordinación de buena parte de la sociedad civil popular.
La académica venezolana Colette Capriles ha identificado, en tal proceder, todo un patrón de relacionamiento internacional específico. Según la analista, La Habana provee a gobiernos aliados como el venezolano un conjunto de servicios de control social a cambio de convertirse en socio estratégico de los negocios medulares de la economía asociada. Además de las antes mencionadas asesoría y presencia cubanas en áreas de defensa y seguridad, Capriles destaca las iniciativas —atención primaria de salud, importación de medicamentos, planes educativos y deportivos— que permiten captar el apoyo y voto popular y la implementación de un sistema de propaganda dirigido a la creación y distribución de mitos políticos e identitarios, en los que el nacionalismo ocupa un lugar prominente. Cuba, según la autora, exporta hoy la capacidad para construir un sistema de dominación con pedigrí de durabilidad.
No obviamos las diferencias que existen entre un régimen postotalitario –según la clasificación de Juan Linz— como el cubano y otro crecientemente autoritario, como el venezolano. Estas distinciones abarcan, para el caso cubano, la ilegalidad de la oposición partidista y social, la consagración constitucional del monopartidismo de corte soviético y la estatización cuasi total —salvo algunos medios de la Iglesia y alternativos— de las comunicaciones públicas. A contrapelo, Venezuela exhibe, todavía, la legalidad acosada de su oposición venezolana, la vigencia de una Constitución y arquitectura institucional formalmente democráticas y la supervivencia de diarios y canales de radio y TV en manos privadas. Sin obviar la tradición democrática —participación en elecciones periódicas, libres y competitivas; ejercicio del derecho de manifestación y expresión públicas— y la existencia de canales autónomos para la información —como internet— en manos de los ciudadanos, frente a la precariedad de la ciudadanía insular.
Pero si bien ambos procesos han tenido génesis y desarrollos distintos —en tanto las respectivas evoluciones históricas, complejidad de sus sociedades y diferentes culturas políticas— sus trayectorias recientes podrían hacerlos confluir en cierto escenario con rasgos comunes, que supondrían mayor pragmatismo económico combinado con un persistente control político. En Cuba, a partir de una reforma de mercado que expande ciertos derechos de la gente, bajo un esquema de gobernabilidad autoritaria; donde se anuncian la separación de cargos gubernamentales y partidistas o la limitación de mandatos, al tiempo que se expanden, precariamente, el activismo y el debate cívico, el uso de las redes sociales y la aparición de sujetos sociales y económicos autónomos. En Venezuela, enrumbándose hacia una consolidación y endurecimiento del autoritarismo, con menos espacios para la oposición.
Las pasadas semanas fueron escenario de un incremento de la represión —injustificada y desmedida— no ya contra barricadas violentas o cortes de ruta perturbadores del trafico, sino contra campamentos pacíficos como el que montaron jóvenes ante la sede de la ONU en Caracas. Una operación de madrugada protagonizada por la Guardia Nacional y el Sebin, que se saldó con varios cientos de detenidos —incluidos adolescentes—, provocando la protesta del alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos3. Al unísono, el imaginativo ministro del interior presentó un conjunto de “pruebas” que ligaban a defensores de derechos humanos, dirigentes de la oposición y líderes estudiantiles en una supuesta campaña desestabilizadora planificada desde México con apoyo de funcionarios estadounidenses. A contrapelo, informes de Human Rigth Watch, Amnistía Internacional y diversas organizaciones venezolanas4 revelaron, con pruebas contundentes, la existencia de un patrón represivo alejado de cualquier estándar de respeto a los derechos humanos, que coordinaba agencias del Estado y grupos paramilitares.
Con semejante trasfondo, enmarcado dentro del ciclo de protestas y represión abierto desde febrero pasado, el mantenimiento de la unidad opositora resulta crucial. Pese a las divergencias, a ratos agudas, entre una directiva de la MUD encabezada por Ramón Guillermo Aveledo y Henrique Capriles —que privilegia el recurso electoral y el debate institucional— y el grupo conformado por Leopoldo López, María Corina Machado y demás promotores de la llamada “Salida” —que apelaron a protestas masivas y pacíficas como forma de provocar la dimisión del gobierno—, el acuerdo entre ambos sectores respecto a elementos estratégicos parece vivo. La idea de combinar diálogo y protesta, de fortalecer las instituciones democráticas —designando los sustitutos de aquellos titulares de poderes públicos con cargos vencidos— y del conseguir la amnistía de los presos políticos son elementos, al parecer, compartidos.
La visibilización de la terrible crisis socioeconómica, legal e institucional que vive Venezuela ha llevado incluso a gobiernos de la región —tradicionalmente reacios a cualquier manifestación que incomodara a Caracas5— a fomentar un proceso de diálogo entre gobierno y oposición que luce, a la fecha, tan promisorio como incierto. Y las últimas encuestas dignas de consideración6 demuestran una caída de aceptación del gobierno, un incremento del apoyo opositor y un rechazo a la narrativa “golpista” y “conspirativa” —propagada por los voceros oficialistas— como explicación de la grave coyuntura nacional.
La concepción oficialista de “irreversibilidad del proceso revolucionario” y su búsqueda de hegemonía política son antagónicas con cualquier comprensión democrática —esto es, simultáneamente, progresista, liberal y republicana— de lo electoral como el mecanismo pacífico por excelencia para el acceso, la ratificación o la salida del poder. Tal concepción atenta contra el pluralismo —reconocido por la Constitución vigente— como marco referencial para la coexistencia y competencia de actores políticos y desconoce la participación autónoma y no partidizada en la gestión pública como derecho y deber de los ciudadanos. Hoy, Venezuela continúa signada por la conflictividad social y el deterioro de las instituciones y normas democráticos; frente a lo cual se yergue el diálogo —acompañado por la protesta pacífica ciudadana y la necesaria (auto)contención de las acciones represivas— como una ruta insustituible —más llena de obstáculos, dada las asimetría, agendas y diversidad de actores en pugna— para la paz y reconciliación nacional.
En tanto los diversos modos y ritmos de las transiciones políticas dependen estrechamente de la interacción entre las capacidades de los diferentes estados y de la agencia de sus ciudadanos, los contornos del autoritarismo poschavista se harán más nítidos conforme el actual ciclo de movilización-represión tienda a aplacarse o agravarse. Puede que veamos estabilizarse los mecanismos de diálogo y control político afines al proyecto oficialista. Pero sí, por el contrario, prevalece el elemento democrático, el autoritarismo será superado por la protesta ciudadana, la negociación política y la condena internacional de los desmanes de Miraflores. Ojala así sea.
Armando Chaguaceda es académico y analista político, autor de numerosos libros y artículos sobre historia y política latinoamericana. Es integrante del Observatorio Social y coordinador de Grupo de Trabajo, ambos en el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.