Su mejor partidario es el silencio de quienes la toleran.
Era la mañana del 23 de noviembre de 2009, y el candidato a gobernador de la provincia de Maguindanao, Esmael Mangudadatu, estaba por firmar su certificado de candidatura en una municipalidad de esta provincia filipina. Mientras tanto, seis vehículos partían del municipio Buluan hacia Shariff Aguak, en donde tendría lugar la presentación de su candidatura.
Maguindanao está compuesta por 36 municipios en donde habitan poco menos de un millón de personas, y desde 2001 sus poderes gubernamentales se encontraban casi en su totalidad controlados por la familia Ampatuan. Durante las campañas para gobernador de la provincia, en 2009, Esmael Mungudadatu se enfrentaba contra Andal Ampatuan Jr. —entonces alcalde del municipio Datu Unsay—. Mungudadutu aprovechó la presentación para invitar a 37 periodistas a cubrir el acontecimiento.
Pocos kilómetros antes de llegar a Shariff Aguak, el convoy de seis vehículos fue detenido por 100 hombres armados (actuando bajo órdenes de la familia Ampatuan), quienes secuestraron, torturaron y asesinaron a la mayoría de los pasajeros. Entre los que viajaban en los vehículos se encontraban la esposa de Mungudadatu, sus hermanas y otros parientes, abogados y casi 40 periodistas. 57 personas —incluidos 34 miembros de la prensa— fueron encontradas enterradas en fosas que habían sido excavadas previamente en un poblado vecino. La masacre, conocida ahora como masacre de Ampatuan, significó el evento aislado que más vidas de periodistas ha cobrado en el mundo, de acuerdo con el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés); el cual ya había declarado a Filipinas como el segundo país más peligroso para los miembros de la prensa, incluso antes del ataque.
Cuatro años después del acontecimiento, solo han sido acusados (no sentenciados) formalmente dos de los miembros de la familia Ampatuan, entre la docena que se especula culpable. Entre los otros 198 sospechosos se encuentran alrededor de 100 culpables quienes tampoco han sido llevados ante la justicia. El juicio no ha avanzado prácticamente nada desde 2010, y peor aún, desde entonces tres de los testigos clave para progresar en la investigación han sido asesinados, y muchos más amenazados.
En este caso, como en cualquier otro, la impunidad es la más trágica secuela que puede resultar de un crimen. El hecho de que no existan consecuencias por atentar contra nuestra vida, violar nuestros derechos humanos y nuestra libertad para expresarnos, es realmente desconsolador. La impunidad en sí misma representa la negación de nuestro bienestar y de reparación de perjuicios físicos, mentales y emocionales como víctimas. Más que un término jurídico, la impunidad también es el clima de temor e impotencia que sufre cualquier persona, por serle negado su derecho inalienable a conocer la verdad.
Es parte de la naturaleza humana buscar respuestas y señalar a responsables cuando se atenta contra nuestra dignidad humana, y es, teóricamente, parte de la naturaleza de los gobiernos, poder proveernos de esta resolución que nos otorga una suerte de redención. Pero cuando vivimos en un escenario en donde no se toman las medidas adecuadas para responsabilizar a alguien por la violación a nuestros derechos humanos, y para evitar que continúe sucediendo, vivimos en un escenario en donde lo que reina no es en absoluto la justicia. Y donde reina la impunidad, también reina el silencio de las víctimas. En parte por miedo, por amenazas y por proteger su dignidad; pero si las víctimas no se atreven a hablar, es urgente que alguien hable por ellas.
Este 23 de noviembre se conmemoran cuatro años del ataque en Maguindanao y, tristemente, también se cumplen cuatro años sin que haya responsables a quienes señalar. Al respecto, la red de Intercambio Internacional por la Libertad de Expresión (IFEX), organiza por tercera vez la campaña del Día Internacional contra la impunidad, para arrojar luz sobre el tema y llamar a la acción para exigir justicia alrededor del mundo. Es indispensable aprender a no vivir con la represión de nuestra libertad para expresar, a no vivir con la injusticia, y a exigir que se nos otorguen respuestas; porque, sin duda, no existe mejor aliado para la impunidad que el silencio de quienes la toleran.