SANTA CATARINA LACHATAO, OAX.— Yael corre emocionado hacia una mata que está junto al camino. “Es la vergonzosa. Si la tocas, ¡se cierra!”, dice contento mientras la planta reacciona al estímulo y repliega sus hojas.
Yael tiene siete años y lo secundan otros niños que también se divierten identificando arbustos en los cerros; compiten por demostrar quién sabe más sobre la flora local.
“Este es el cachovenado”, les indica Domitila Contreras Ceballos, anciana chaparrita de cabello canoso peinado en largas trenzas. Muestra también el chamizo y la hoja dulce “que sirve para quitar dolores; hay que ponerla sobre la piel, amarrarla y dejarla dos horas como mínimo”. Montaña arriba toma un pedazo de cactácea ya seco: “Este es el ixtle, con este se hace el mecate”. Entonces deshace las fibras, las separa y maravilla transformando la planta en listón.
Domitila enseña a los niños acerca de plantas autóctonas, les dice cómo se llaman en castellano y también en zapoteco. Con más de setenta años, es una de las pocas personas que dominan la lengua prehispánica en la cabecera municipal de Santa Catarina Lachatao.
Lo que parece un paseo es en realidad una clase, práctica curricular del Centro Formativo Académico Comunitario (Cefac) Benne záa. “Gente que piensa”, significa en zapoteco el nombre de esta escuela que propone un modelo alternativo, comunitario y autónomo respecto a las instituciones oficiales.
A 15 kilómetros del lugar donde nació Benito Juárez, artífice de la educación laica en México, un grupo de familias zapotecas creó una nueva forma de educar a sus niños. Conciencia ambiental, organización comunitaria y rescate de tradiciones ancestrales son los ejes. El objetivo: desescolarizar y formar a jóvenes que miren el presente sin perder de vista el pasado.
CAMINO PROPIO
Es tiempo de cosechas. Los alumnos de Benne záa aprenden hoy cómo moverse dentro de una milpa. “Primero vamos a agradecerle a la Madre Tierra y a Dios por la cosecha”, les dice Rafael Marcos Ramírez entre un maizal que parece seco. “¡Aquí no hay nada ya!”, reclama un niño y Rafael le pide mirar con atención. El amarillo-dorado de las hojas esconde mazorcas que por varios meses darán alimento a humanos y animales.
“Hay que cortar el maíz con cuidado, girándolo —instruye Rafael—. No lo arranquen con fuerza porque, si se rompe el tallo, ya no podrá ser útil como rastrojo”. Termina la explicación, ahora los niños se pierden entre las plantas. Crujen las hojas secas, cada paso alimenta una sinfonía otoñal que también incluye risas. Una hora más tarde regresan al punto inicial; arrastran costales colmados de maíz, compiten para calcular quién cosechó más.
La siguiente clase está a cargo de Paula Marcos Ramírez, hermana de Rafael. Ella les explica cómo deshojar las mazorcas. “No debemos sacar de a muchas hojas porque los animales no pueden comerlas bien. El totomoxtle se tiene que dejar en hojas separadas, pequeñas”.
Entre pláticas de este y otros temas, niños y adultos deshojan una montaña de maíz “amarillito”, la variedad criolla con granos que van del color dorado al anaranjado deslumbrante.
Rafael y Paula Marcos Ramírez, quienes hoy enseñaron a cosechar y deshojar, son padres de tres alumnos del Cefac. En esta escuela los familiares se convierten en maestros: así aprovechan los saberes de cada quien y garantizan la transmisión generacional de las formas ancestrales de trabajar la tierra.
Otro padre les muestra cómo preparar surcos para la siembra y, otro, el manejo del arado con ayuda de una bestia. También hay quien incluye métodos modernos: “Respetamos a nuestros abuelitos que sembraban con yunta, pero ahora también tenemos camas de tierra, viveros y máquinas —explica un padre-maestro—. Usamos invernaderos donde cultivamos tomate, chile de agua y ejote”.
El Cefac Benne záa surgió por necesidad. Comenzó a gestarse en 2010 cuando los niños del pueblo pasaron periodos de hasta tres meses sin clases debido al conflicto entre el gremio docente y las autoridades educativas.
“Empezamos por los paros, pero también por las calificaciones ficticias. Los maestros no estaban o les enseñaban muy poco”, dice Telésforo Ramírez Contreras, uno de los impulsores del proyecto y papá de dos de sus alumnos.
En zonas rurales como esta, muchas veces las escuelas públicas solo funcionan entre lunes y miércoles, las clases se reducen con efectos nocivos sobre el alumnado.
Según datos oficiales, Oaxaca tiene el segundo peor lugar de rezago educativo a escala nacional, con 48.6 por ciento, cuando la media del país es de 34.1 por ciento, de por sí elevada respecto a parámetros internacionales (en la lista de 113 países evaluados en calidad por la Unesco, en la cual el mejor calificado es el Reino Unido, México ocupa el lugar 49, claramente desaprobado).
Oaxaca tiene, además, un analfabetismo de entre 12 y 15 por ciento, las cifras varían según quién haga las mediciones, pero en general triplica el promedio nacional. De cada cien personas de más de 15 años, solo 16 terminan la educación media superior y 11, la superior (censo INEGI 2010 y encuesta intercensal 2015). Es un estado donde muchos niños como Yael —el experto en plantas— cursaron dos años de primaria con promedio de 8.5, aunque no sabían leer ni escribir.
“Hasta aquí”, dijeron los padres de varios estudiantes de Lachatao. Hicieron reuniones, lecturas y pláticas que terminaron en un gran acuerdo: la educación oficial no nos representa, no nos gusta, ni da buenos resultados. Nació entonces el sueño de una escuela a su medida, el Cefac Benne záa, que dio su primera clase el 18 de agosto de 2014.
“Tenemos un proyecto distinto al de nuestro gobierno —explica Alfonso Marcos Ramírez, otro de los impulsores—. Nosotros queremos rescatar saberes tradicionales, que las familias sean autosustentables y que nuestros hijos estudien, pero también conozcan su comunidad”.
Quieren que los alumnos tengan conocimientos universales básicos, pero también les importa mucho que dominen geografía local, gastronomía tradicional, trabajo del campo y lengua zapoteca. El Cefac deja atrás la idea de que educación equivale a horas en bancas dentro un salón: lo reemplaza por semanas de tres días en el aula y dos afuera de ella, en prácticas.
“Los alumnos llevan un diario de campo”, explica Addis Batylle de Espaigne, la maestra de primaria, quien acompaña las salidas. No solo observa lo que enseñan los padres, en su cuaderno toma notas que luego se transformarán en preguntas dentro para exámenes o insumos para explicar matemáticas, biología y otras disciplinas.
También dirige el esfuerzo por “sistematizar lo que vamos investigando”. Por ejemplo, con lo aprendido en Gastronomía Tradicional escribieron un recetario y con ideas de todas las familias redactaron una fábula sobre los riesgos de la deforestación.
Aspiran a más: “Trabajamos con los libros de la SEP, pero también buscamos hacer nuestro propio material didáctico, lo estamos elaborando”, cuenta la maestra Addis, licenciada en educación primaria y de nacionalidad cubana (llegó a Oaxaca en 2009 para un proyecto oficial; se quedó para formar su familia y sumarse al proyecto del Cefac).
El de Lachatao es “un modelo sui géneris,no existe en las teorías que yo conocía”, comenta Hia Márquez Coronado, doctora en ciencias de la educación y asesora pedagógica del proyecto.
Con los padres fundadores “se llegó a la conclusión de que querían un modelo versus el oficial”, un plan alterno a la escolarización pública que más bien busca intrincar saberes: “Por ejemplo, si vamos a hablar de matemáticas, no solo será en el aula, sino en el campo: medir el terreno y calcular cuántos hoyos deben hacerse para sembrar el frijol. Y como los grupos son multigrado, observación e investigación son las principales herramientas (con exigencias diferenciadas según la edad). Es decir, la ciencia se traslada al campo, a la vida cotidiana, y de ahí de regreso al salón para una interacción entre saberes propios de pueblos originarios y ciencia”.
La experta admite que no es fácil pasar de las intenciones a un programa sólido: “El plan de estudios está en desarrollo todavía. Ya existe un documento marco (contextual y teórico), ahora se trabaja en lo que sigue”: recolección de datos por medio de entrevistas a padres y abuelos de la comunidad para luego definir contenidos con mayor precisión.
LA PRIMERA PRUEBA
Hay una casa abandonada en el camino que lleva al cerro del Jaguar. Enfrente, otra igual con candados y tablas que sellan la puerta. “Son de abuelitos que murieron; nadie de su familia ha regresado”.
Santa Catarina Lachatao ha sufrido varios éxodos. La cabecera municipal tiene ahora 252 habitantes, pero su población ha variado en las últimas décadas: en 2005 llegaron a ser 151 debido a la migración hacia Estados Unidos y la ciudad de Oaxaca. Estos son datos del Sistema Nacional de Información Municipal de la Secretaría de Gobernación.
Quienes se van del pueblo no solo buscan un mejor sueldo: niños de 11 años lo abandonan para continuar sus estudios porque aquí no hay secundaria oficial, muchas veces toda su familia los acompaña. “Lachatao se está quedando sin gente”, admite Alfonso Marcos Ramírez. Ahí otra de las razones que fundan la existencia del Cefac: tener una secundaria propia.
“A los 11 años yo me fui a Ixtlán (a hora y media de camino). Tenía que viajar sola. Mis papás tenían preocupación porque estaba chiquita”, cuenta Itza Berenice Bautista Álvarez, una muchacha de largo cabello negro. Usa un jean estrecho, tenis con agujetas rosa neón y uñas largas pintadas de azul celeste.
Cuando ella empezaba el segundo año en Ixtlán cambió el panorama en su pueblo: se fundó el Cefac con preescolar, primaria y secundaria. “Regresé por decisión de mis papás, pero no me arrepiento. Estoy contenta, les evité gastos y era chiquita para viajar”.
Dice que no le costó el cambio al sistema alternativo: “Me fui adecuando. Siento que es mejor porque empecé a tener un maestro personalizado que me seguía más, podía resolver mis dudas”. Una experiencia diferente a los salones de escuela pública donde los alumnos se cuentan por decenas.
Itzel y su compañero Raymundo Contreras son la principal bandera de este proyecto: los primeros egresados. El 2 de septiembre de 2016 acreditaron sus estudios de secundaria ante el Instituto Estatal de Educación Pública de Oaxaca (IEEPO).
“Fuimos a Oaxaca. Yo rendí segundo y tercer año; fue una semana de exámenes a diario —recuerda sin angustia—. Se me hizo fácil excepto laboratorio (física y química), fue lo que me faltó”. Sacó 7.5 y 7.4 en sus pruebas; ahora cursa la preparatoria a 40 minutos de camino, pero no se mudó: sigue en el pueblo y planea instalar una peluquería.
La pisca, aprender a cosechar maíz. Ajolote Producciones
EL DESAFÍO DEL ZAPOTECO
“En aquel pueblo y en aquel también, en toda la región se hablaba el zapoteco”, recuerda Domitila mientras señala los cerros alrededor. Es su idioma natal, pero siendo niña la obligaron a reemplazarlo por el castellano: “En la escuela y en la casa de uno nos pegaban si hablábamos en zapoteco. Nos pegaban y llorábamos. Fue muy muy doloroso”.
A consecuencia de la prohibición, en esta zona hay varias generaciones que no dominan la lengua prehispánica. Y aunque es una de las diez más vivas del país, con unos 425,000 hablantes (INEGI, 2010), está prácticamente extinta por estos cerros, incluso cerca de aquí se contabiliza un solo hablante de la variedad zapoteco del rincón.
Mayor es el desafío cuando ni maestros ni padres manejan el idioma. “Estamos aprendiendo palabras, pero todavía los niños no son capaces de mantener un diálogo”, reconoce la encargada de primaria. La asesora pedagógica explica que “en este momento se apunta solo al vocabulario, después se va a trabajar la evolución para que los alumnos tengan lectoescritura, fonética y gramática”. Desde este mes se aplicarán convenios con centros de idioma de universidades oaxaqueñas a fin de perfeccionar la enseñanza.
“Yo les pido a los niños que investiguen palabras en su casa, con sus abuelos —explica Guadalupe Contreras Vargas, la docente de preescolar—. También les enseño el zapoteco por medio de canciones”. Entre sus alumnos está el menor de sus hijos, Roberto. Dibuja un rostro y nombra las partes de la cabeza en las dos lenguas: “oreja” se dice “naga”, los “ojos” se llaman “belulú”.
En este pueblo de calles empedradas y muros de adobe, donde el internet escasea y hay poca señal de celular, los impulsores de la escuela autónoma buscan rescatar lo mejor de las tradiciones antiguas sin quedar desfasados del presente.
“En el siguiente paso se crearán los contenidos para trabajar en zapoteco, español e inglés porque nuevas tecnologías, inglés y elementos como formación artística están incluidos en el plan”, aclara la doctora Hia Márquez Coronado.
“La mayoría de los padres ha tenido experiencias en el extranjero —sobre todo migraciones a Estados Unidos- y regresaron con preocupación por pasado, presente y futuro”. Aunque defienden su lengua prehispánica y sus usos y costumbres, “son gente que sabe lo que pasa fuera de su comunidad y no tienen miedo; están seguros de que su población tiene potencial y quieren abrirse camino”.
Niños de Lachatao en clases fuera del aula. Foto:Ajolote Producciones.
AUTONOMÍA
Cuando llegan turistas hay que sacar bancas y pizarras para reemplazarlas por camas y burós: la escuela no tiene instalaciones, funciona en espacios prestados. Preescolar y primaria se dictan dentro de cabañas que construyó la comunidad para un proyecto ecoturístico; la secundaria, en un cuarto que presta el museo de sitio. Si los espacios son requeridos para otras actividades, las clases se mudan a rincones del pueblo o a la sombra de los árboles, en la plaza que rodea a la única iglesia.
Los recursos son pocos, por eso planean una campaña para recibir donaciones de particulares, sobre todo de paisanos que viven en Estados Unidos. “No queremos una escuela lujosa, sino algo que sea nuestro, que se pueda ambientar y que todas las prácticas se puedan hacer en un terreno propio”, dice Addis Bataylle, ilusionada.
Sin recursos económicos, con tres maestros sin más sueldo que los alimentos que les entregan las familias como tequio y varios padres voluntarios, dictan clases a 21 estudiantes —cuatro de preescolar, 14 de primaria y tres de secundaria—, misma cantidad de alumnos que tiene la escuela pública del pueblo, la Primaria Vicente Guerrero, construida en espacio amplio con salón de clases, cancha de basquetbol y acceso a internet. Ahí estudiaban varios de los actuales alumnos del Cefac, pero sus padres los retiraron.
“Entonces del gobierno nos mandaron llamar y nos preguntaron: ‘¿Qué necesitan?’. Nos ofrecieron: ‘Les damos lo que quieran, pero regresen a los niños’”, relata Juan Santiago Hernández, actual presidente de la sociedad de padres. “Respondimos que no porque regresarlos hubiera sido dejar a un lado lo que somos como pueblo”.
El conflicto escaló, la tensión fue en aumento. “Las autoridades locales al principio nos apoyaban, pero luego nos dieron golpes”, dice Mayra Hernández Ramírez, una de las madres más activas, exregidora y cara visible en las discusiones con funcionarios. “El expresidente municipal nos decía que nuestros hijos ya estaban fichados, que no intentaran rendir exámenes en el IEEPO porque no les darían documentos”.
Después les propusieron aceptar su propuesta a cambio del plan de estudios, pero las familias se negaron, eligieron continuar en completa autonomía. No quieren validez oficial “porque nos meterían en sus reglas y no nos interesa el sistema de la SEP”.
La gran batalla ahora está dentro del propio pueblo: convencer a más pobladores que aún no confían en el Cefac, porque quienes trabajan activamente en el proyecto es apenas un cuarto de la población total. “Entre los principales problemas que hemos enfrentado está la aceptación —dice Mayra—. Mucha gente no ha estado de acuerdo en recuperar nuestros usos y costumbres”.
Usos y costumbres adecuados a estos tiempos, libres de toda veta conservadora o retrógrada, insiste Verónica Hernández Cruz, madre de dos alumnos e ingeniera industrial que vivió 11 años fuera de la comunidad.
“Arreglos de matrimonio hubo en la generación de nuestros abuelos, pero ya con nuestros padres no se daba. La participación de la mujer tiene como 15 años que se ha modificado y reconocemos que dentro de cada casa las personas tienen roles, pero en la comunidad vamos parejo. Cuando hay tequio —trabajo no remunerado para el bien grupal—, mamás y niñas hacen las mismas actividades que padres y niños”. A pocos metros de esta plática, un hombre lava los platos a la vista de todos.
Benne záa es un proyecto ambicioso: quiere rescatar la lengua zapoteca como también el respeto por los ancianos, el valor del esfuerzo comunitario, los saberes heredados, rituales ancestrales y conciencia ambiental con medidas radicales como prohibir el uso de plásticos y dejar de quemar pastizales. Cuidan el bosque “porque de ahí viene el agua, la vida”. Una versión mexicana y zapoteca de la filosofía del Buen vivir que en estos años han defendido los pueblos andinos, sobre todo Bolivia.
Pero también aquí están conscientes de que a su mundo ideal lo acechan graves peligros: “Hay una batalla con las empresas mineras, quieren entrar”, dicen mientras siguen afilando su principal arma: la educación.
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La postura de las autoridades educativas
Para el Instituto de Educación Pública de Oaxaca (IEEPO), la existencia del Cefac Benne záa es buena noticia: “Todas las propuestas alternativas y propuestas de educación son legítimas mientras promuevan una educación de calidad con los principios constitucionales de México. Mientras existan resultados, todos los métodos pedagógicos empleados en bien de la educación son positivos”, dijo a Newsweek en Españolla oficina de Comunicación Social del IEEPO por medio de mensajes escritos, ya que el edificio está tomado desde hace varios meses por una protesta magisterial, y por tanto resulta imposible comunicarse a teléfonos oficiales.
—Los impulsores del proyecto han denunciado amenazas respecto al futuro académico de sus hijos, ¿hay garantías de que no serían bloqueados y recibirán el mismo trato que cualquier otro alumno que decide rendir exámenes de forma libre? —se les preguntó.
—Una realidad es que el Cefac es una escuela irregular (a la fecha no han iniciado ningún trámite ante esta autoridad educativa); surge por un conflicto interno de la comunidad. El IEEPO ha manifestado reiteradamente su intención de reincorporar a los alumnos al sistema educativo escolarizado legalmente constituido. A los padres se les exhortó a hacer uso de estos centros educativos, con la finalidad de que sus hijos tengan un pleno uso, goce y disfrute del derecho a la educación y recibirla con reconocimiento de validez oficial que garantice su educación básica, así como una continuidad de estudios; sin embargo, manifestaron la existencia de problemas comunitarios y con las autoridades locales que dificultaban esta solución —fue la respuesta textual.
Es decir, por ahora las autoridades no expresan intención de validar oficialmente el proyecto alternativo, ni deseos de sentarse a dialogar con los padres de alumnos. Sin embargo, en una comunicación posterior, el director del IEEPO, profesor Germán Cervantes Ayala, dijo a Newsweek en Español que ve el Cefac “como una alternativa educativa privada sin reconocimiento oficial que ofrece un servicio a la comunidad”.
Además, pidió destacar que en Santa Catarina Lachatao, “en el sistema educativo estatal existen un preescolar y una primaria listos para absorber formalmente la matrícula educativa de estos centros”.
¿Signo de apertura o refrendo de rigidez institucional? El tiempo dará la respuesta.
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En la cima del cerro del Jaguar, clase de geografía local para niños de preescolar. Foto: Ajolote Producciones
Otras experiencias
La propuesta educativa que ha desarrollado el movimiento zapatista es el ejemplo más conocido y duradero sobre este tipo de alternativas. Desde hace más de dos décadas, los indígenas tseltales del sureste mexicano han desarrollado un modelo educativo que no solo repudia al sistema oficial, también se apropia de la escuela “como resistencia social y cultural”, afirma el sociólogo y antropólogo Bruno Baronnet, autor del libro Autonomía y educación indígena. Las escuelas zapatistas de la Selva Lacandona en Chiapas, México (Quito: Ediciones Abya-Yala, 2012).
De fondo está “la apuesta: descolonizar la educación de los pueblos indígenas”, concluye el académico, doctor en ciencias sociales por El Colegio de México y por la Universidad de París Sorbonne Nouvelle (2009) con una tesis codirigida por Rodolfo Stavenhagen y Christian Gros premiada a escala internacional.
Otros académicos, Fernando I. Salmerón Castro y Ricardo Porras Delgado, explican que a finales del siglo XIX y todo el siglo XX, en “la fabricación de la identidad mexicana”, la educación tuvo un claro desdén por los pueblos indígenas y sus lenguas: “Fueron consideradas primitivas y sin ningún valor. Las políticas públicas apuntaron hacia la meta de construir un México culturalmente homogéneo. Las diferencias de costumbres, lenguas, valores, tradiciones y formas de trabajo inherentes a los grupos originarios deberían tender a desaparecer y ser sustituidas por el “aprendizaje y asimilación de nuestras costumbres y formas de vida, que indudablemente son superiores a las suyas”, como alguna vez declaró Rafael Ramírez (Ramírez 1976: 28). Esto, se pensaba, era el único camino para transformar los grupos indígenas en mestizos e incorporarlos al progreso y al desarrollo del mundo occidental, moderno y civilizado” (Colmex, 2010).
Alberto Arnaut y Sivlia Giorguli, también académicos de El Colegio de México, advierten que en la práctica falla el modelo que busca homogeneizar: “La misma educación para todos difícilmente puede cumplirse en la realidad aun cuando todos tuvieran acceso a una escuela regida por un currículum nacional uniforme, pues la realidad escolar (contexto, organización, vida cotidiana, instalaciones, recursos, docentes y alumnos) es tan heterogénea y desigual como la vida misma del país”.