Esta semana, dos historias que encontré entre el ruido de las redes sociales me sacudieron el pensamiento y la emoción. En medio de algoritmos que muchas veces nos empujan a consumir banalidades y superficialidades, aparecieron, como pequeñas luces en la oscuridad, los testimonios de dos mujeres que caminan —o más bien resisten— en los márgenes de una realidad que poco se quiere ver: la enfermedad y la discapacidad.
La primera historia es la de una luchadora social, una mujer de mil batallas, comprometida con una causa que ni siquiera vive en carne propia: la discapacidad auditiva. Ella no tiene una discapacidad, ni alguien cercano en su familia que la tenga, pero dedica su tiempo, su energía y su pasión a generar conciencia sobre las barreras que enfrentan las personas con discapacidad auditiva. Da talleres, impulsa campañas, exige accesibilidad. Y todo eso desde una convicción profunda por la dignidad humana.
Pero hoy, esa misma mujer enfrenta un enemigo silencioso y despiadado. La enfermedad ha irrumpido en su vida como suelen hacerlo estas cosas, sin avisar, sin permiso, trastocando rutinas, planes, sueños. Y, aun así, no deja de luchar por los demás. Lo hace desde el hospital y desde su tratamiento,. Porque su causa —la discapacidad— va más allá de sí misma. Ese tipo de personas nos enseñan que el verdadero compromiso social no necesita justificarse por la experiencia personal. Ella no vive la discapacidad, pero la entiende, la visibiliza y la abraza como una responsabilidad colectiva.
La segunda historia es más cercana, más íntima, más cruda. Es la historia de una madre cuidadora. Una mujer que vive el día a día al lado de su hijo con discapacidad. Que gestiona terapias, escuelas, citas médicas, barreras arquitectónicas y emocionales. Una mujer cuya vida gira en torno al bienestar de su hijo, al punto que, como ella misma lo dijo en un mensaje que leí: “A veces nos olvidamos de nuestra propia salud, porque todo gira en torno a ellos. Pero un día, te cae el veinte… ¿y si yo falto, quién va a estar para mi hijo?”
Esa frase me caló hondo. Porque revela una realidad que muchas veces ignoramos: la de las personas cuidadoras, especialmente madres, que entregan todo por su familiar con discapacidad. Lo dan todo, sin horarios, sin sueldos, sin vacaciones. Y en esa entrega total, muchas veces olvidan que también son humanas. Que su cuerpo se cansa. Que su mente necesita descanso. Que su salud no es un lujo, es una necesidad.
Estas dos historias, tan distintas pero tan entrelazadas, me hicieron pensar en lo frágil que puede ser la vida. Y cómo la discapacidad, cuando se suma a una enfermedad, puede volver el panorama aún más incierto, más oscuro, más desesperante. No es una visión fatalista. Es una realidad que urge atender desde lo estructural, pero también desde lo humano.
Porque en un país como México, donde 1 de cada 10 personas vive con alguna discapacidad, según datos del INEGI, y donde el 80% de los cuidados recaen en mujeres, principalmente madres, seguimos sin reconocer el valor —y el desgaste— del cuidado. Seguimos sin entender que las cuidadoras también necesitan cuidados. Que su salud física y emocional debe ser prioridad. Porque si ellas se caen, ¿quién sostiene a quienes dependen de ellas?
Y por otro lado, seguimos sin valorar lo suficiente a quienes luchan por causas que no les tocan directamente. Personas como esta activista que, aun enferma, sigue promoviendo la cultura de la discapacidad. Ella no lo hace por un interés personal, ni por protagonismo. Lo hace porque cree, profundamente, que el mundo puede ser más justo si nos comprometemos con lo que está mal, aunque no nos afecte directamente.
La enfermedad no avisa. Y la discapacidad muchas veces llega como consecuencia de ella. Por eso, reflexionar sobre estas historias es también un recordatorio de que todos, en cualquier momento, podemos cruzar esa delgada línea que separa la “normalidad” de la discapacidad. Y cuando eso pase —porque puede pasar— ojalá encontremos una sociedad más empática, más preparada, menos indiferente.
A quienes cuidan: cuídense también. Su vida importa tanto como la de quienes cuidan.
A quienes luchan por otros: gracias por enseñarnos lo que significa realmente la solidaridad.
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Ricardo Martinez es activista por los derechos de las personas con discapacidad en Aguascalientes, vocero de la Asociación Deportiva de Ciegos y Débiles Visuales, y la primera persona ciega en presidir un colegio electoral local en América Latina.