Nuestro avión circunvoló Katmandú por casi dos horas. Giramos a
la derecha, luego a la derecha, luego de nuevo a la derecha. En cada giro,
podía ver la cordillera del Himalaya a la distancia, pero el sol se ocultó a
mitad de nuestra sexta o séptima vuelta. Un segundo terremoto considerable
acababa de estremecer el área, una réplica de 6.4 al evento de magnitud 7.8 del
sábado 25 de abril, y no estaba claro si seríamos capaces de aterrizar.
Cuando finalmente desembarcamos el domingo, nos encontramos con
puertas de embarque atestadas, viajeros acampados a la espera del siguiente
vuelo y filas de personas que querían un boleto de salida, filas que se
extendían por todo el aeropuerto y fuera de la puerta, donde la gente soportaba
hombro con hombro la lluvia.
Los taxis cobraban diez veces más de la tarifa habitual porque
nadie quería estar en el camino: la electricidad se fue en mucho de la noche en
Katmandú, las calles se rompieron y agrietaron, la lluvia caía y se esperaban
más terremotos. Al manejar del aeropuerto a la ciudad, vimos gente apiñada bajo
paraguas y toldos improvisados. Ellos sabían que dormir bajo un techo era
tentar al destino; mejor acostarse bajo la lluvia que arriesgarse a ser
aplastado si la tierra volvía a moverse.
Para el lunes, el tercer día del desastre, la ciudad finalmente
tuvo un pequeño respiro. Las lluvias amainaron, y las réplicas cesaron. Al
final del día, funcionarios del gobierno aparecieron en la radio para decir a
los residentes de Katmandú que podían dormir dentro esa noche.
Pero pocas personas duermen con placidez, y la ciudad no está
en calma, a pesar de los reportes. Está en ascuas.
Ya tarde el lunes, el gobierno nepalí dijo que más de 4000 personas
estaban confirmadas como muertas como resultado del terremoto; muchísimos más
estaban heridos. Lex Kassenberg, de Care International, dijo a The Guardian que
el recuento final de muertos probablemente esté en el rango de 10,000 a 15,000.
Los cuerpos son apilados en el antiguo crematorio del templo
Pashupatinath en el extremo norte de la ciudad. La cantidad de muertos y
heridos seguro será mucho más alta conforme los rescatistas revisen los
escombros en Katmandú y las ciudades periféricas, con tantísimas pilas más por
escarbar.
Ritesh Chitrakas, un joven voluntario con casco y una tablet,
me dice que los equipos siguen escarbando. “Yo literalmente saqué gente
[ayer]”, dice. “Cargué sus cuerpos al hospital”.
Hoy, su tarea es preventiva: está acordonando edificios a punto
de colapsarse. En el histórico distrito Patan, muchas de las estructuras son
sencillas, construcciones hechas a mano que tienen muchísimos años de
antigüedad. Hay salientes visibles a nivel de suelo en muchos edificios listos
para colapsarse, y las vigas en los pisos superiores parecen listas para
venirse abajo. Las fachadas de muchos edificios se han caído como una bata de
baño, convirtiéndolos en mórbidas casas de muñecas y dejando los contenidos de
tantísimas vidas nepalíes al desnudo.
Las calles de Katmandú bullen de soldados vestidos en camuflaje
azul, en su mayoría desplegados en la amplia misión de búsqueda y rescate.
“Noventa por ciento del ejército allá afuera trabaja en la búsqueda y rescate”,
dijo Jagdish Pokhrel, portavoz del ejército, a The Associated Press. “Estamos
enfocando nuestras acciones en ello, en salvar vidas”. Apoyo adicional ha
llegado de todo el mundo; ya han llegado equipos de búsqueda y rescate de
India, Israel, China, Pakistán, Japón, Bután, los Emiratos Árabes Unidos, el
Reino Unido y otras naciones. La red mundial de la Cruz Roja ha sido activada y
parece estar teniendo un impacto significativo: muchos nepalíes dijeron a
Newsweek que la Cruz Roja les trajo alimentos y agua, y ha sido clave en
organizar la ayuda de emergencia en los hospitales locales.
El gobierno ha cerrado escuelas, y la mayoría de los adultos no
está trabajando para que puedan atender a sus familias. Mucho de la ciudad se
ha asentado en campamentos improvisados, levantados en parques y alrededor de
los muchos patios de los templos antiguos y plazas mayores. Los viejos se
apiñan hombro con hombro y fuman cigarrillos. Los niños juegan al carrom (una
especie de juego de mesa con tejos). Y las familias cocinan y comen.
En uno de estos complejos de templos se sienta Jayson
Rajkarnikar, un técnico de equipo médico con una camiseta rosada de Oasis que
vive cerca. Él ha dormido aquí por tres días, dice él: “Me salí en cuanto la vi
caer”. Él se refiere a la Torre Dharahara, el edificio de 200 pies en la Plaza
Durbur que era el edificio más alto de la ciudad, con sus sitios de Patrimonio
de la Humanidad de la UNESCO ahora arruinados. Allí se encontraron 180 cuerpos
entre los escombros.
Que no haya llegado la última ronda de réplicas que se esperaba
es la mejor noticia que el área ha tenido en días. Las tiendas empezaron a
reabrir, las torres de celulares de nuevo están en línea, y los adolescentes se
tomaron selfies enfrente de autos con los toldos aplastados por escombros
caídos. Esta noche, muchos esperan regresar bajo techo.
Pero muchos otros ya no tienen hogares a los que regresar. Y
aun cuando hay vecindad en los campamentos improvisados, estos están lejos de
ser saludables. No hay instalaciones sanitarias —los desperdicios se vierten en
los desagües abiertos—, no hay instalaciones para cocinar y, donde la Cruz Roja
no puede llegar, no hay agua potable o alimentos seguros. El país ya estaba en un
riesgo significativo antes del terremoto. Según algunas mediciones, es uno de
los países más pobres del mundo —su producto interno bruto per cápita es de
sólo $694 dólares, el 20º más bajo del mundo— y tiene recursos limitados para
manejar un desastre de esta escala. Muchos en Katmandú creen que los más pobres
del país —quienes residen en las áreas rurales afuera de la ciudad— han sido
los más afectados.
Nepal desde hace mucho ha sufrido a causa de su geografía única
e historia. El país está orgulloso de nunca haber sido colonizado por el
Imperio Británico, pero ello significa que no entró al siglo XX con la
infraestructura básica (caminos, vías de tren, etc.) de, digamos, su vecino al
sur, India. Las montañas de la región agravan el aislamiento, e incluso hoy,
viajar entre ciudades que están a sólo unas cuantas millas de distancia en
línea recta puede requerir de horas de caminos sin pavimentar y tortuosos.
La infraestructura pobre y los caminos de pesadilla son la
razón de por qué no estaba claro tres días después del terremoto cuánto daño
había sufrido los poblados y aldeas que se extienden por el área impactada. Sin
embargo, los primeros reportes son desalentadores, sugiriendo que pueblos
enteros han sido arrasados, pero el 27 de abril eso era poco más que un rumor.
En las próximas semanas, cuando los equipos de ayuda para desastres y los
medios de comunicación finalmente lleguen a estos pueblos remotos, es posible
que cambie el panorama general, y posiblemente sea mucho más horrible.