Nunca imaginé que después de crecer iba a volver a conocer a mi mamá. No como la figura fuerte y omnipresente de mi infancia, sino como mujer: con sus pausas, sus dudas, sus heridas. Nos tomó tiempo encontrarnos de nuevo, ya sin la prisa de la crianza ni las distracciones adolescentes de por medio.
Ahora, cuando podemos compartimos mañanas lentas. El café se enfría mientras hablamos de lo que soñamos, de lo que callamos, de lo que ya no duele tanto. A veces noA comunicamos sin palabras. Solo estamos. Yo leo. Ella teje. Hay algo en ese silencio que se parece al amor.
Los domingos por la tarde sacamos los pinceles. No somos artistas, pero nos dejamos llevar por los colores como si fueran recuerdos líquidos. A ella le gustan los tonos tierra. A mí, los azules profundos. Pintamos sobre papel, pero también sobre lo que fuimos. Nos redibujamos. Nos reconciliamos.
He descubierto cosas de mi mamá que no vi cuando era niña: su forma de fruncir los labios cuando piensa en alguien que extraña, la risa que le sale bajito cuando se acuerda de su juventud, la manera en que aún busca hacerse espacio en el mundo sin molestar demasiado. A veces me duele no haberla visto antes. Pero también me alivia saber que todavía hay tiempo.
Estamos creando nuevas memorias. No perfectas, no épicas, pero nuestras. Pequeñas escenas cotidianas que nos sostienen cuando el pasado quiere pesar demasiado. Porque sí, ha dolido. Y mucho. Pero ahora entiendo que sanar también es esto: acompañarnos sin exigencias, elegirnos sin condiciones, inventar nuevas formas de querernos.
Quisiera poder guardar cada gesto, cada tarde de acuarela, cada palabra dicha al pasar. Porque sé que llegará el día en que los tendré que buscar entre las cosas que duelen bonito.
Pero hoy no. Hoy está ella, aquí. Y yo también.