Tijuana, B.C.- Para entender el contexto actual del comercio sexual en Tijuana, es necesario remontarnos a sus orígenes. Históricamente, el gobierno municipal ha tenido que enfrentarse a las dinámicas de esta actividad, buscando regularla y adaptarse a las necesidades sociales.
El auge minero de Baja California a finales del siglo XIX fue un factor determinante en el crecimiento de diversos poblados, entre ellos Real del Castillo, que surgió en 1870, y más tarde El Álamo, donde el descubrimiento de oro en 1888 atrajo a miles de trabajadores, mayormente estadounidenses.
Para febrero de 1889, más de 2000 hombres acampaban en el distrito minero de Santa Clara, lo que generó una dinámica social caracterizada por la presencia de un gran número de hombres solteros, en su mayoría sin la compañía de sus esposas o familias.
En este contexto de escasez de mujeres, las indígenas locales comenzaron a llenar el vacío, desempeñando el rol de trabajadoras sexuales, aunque seguramente sin estar conscientes de los riesgos que conllevaba esta actividad, particularmente en lo que respecta a la transmisión de enfermedades venéreas.
Charles Bishop, un residente del área del Álamo, mencionó cómo “siempre hubo prostitutas indias” cerca de las casas de conocidos locales, señalando la prevalencia de enfermedades venéreas entre las mujeres nativas.
Según Bishop, de 50 mujeres de una tribu local, posiblemente PaiPai, solo dos estaban libres de enfermedad, lo que ilustra el impacto de la prostitución en la salud pública de la región.
El fenómeno de la prostitución no solo estuvo vinculado al auge minero, sino también a la política de colonización promovida por el gobierno de Porfirio Díaz. Este permitió a compañías extranjeras establecerse en Baja California, lo que trajo consigo la llegada de más personas, incluyendo mujeres que se dedicaban al comercio carnal.
En 1888, ya había un número significativo de casas de prostitución en la calle Gastélum de Ensenada, lo que generó preocupación entre las autoridades por la “escandalosa inmoralidad” que imperaba en la zona.
Para mitigar el impacto social de la prostitución en una ciudad en crecimiento, las autoridades decidieron reubicar los prostíbulos a la calle Miramar, en un intento por preservar la imagen de Ensenada. Sin embargo, a medida que la ciudad se expandía, aumentaban las preocupaciones por mantener la prostitución dentro de límites discretos.
Las trabajadoras sexuales debían permanecer en el anonimato, resguardadas detrás de las cortinas de las casas donde trabajaban y solo podían salir en compañía de la regentadora del lugar, en un intento por regular la actividad y proteger la moral pública.
La prostitución, lejos de desaparecer, se mantuvo como una fuente importante de ingresos para muchas mujeres, especialmente en zonas como Mexicali.
En 1912, se promulgaron disposiciones para controlar la actividad en los numerosos establecimientos de cantinas y casas de juego en Mexicali, donde la propagación de vicios afectaba la moral pública. No obstante, el control sobre estas actividades fue limitado, y las regulaciones no lograron eliminar ni reducir significativamente la prostitución.
El ingreso de Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial trajo nuevas complicaciones, ya que los soldados estadounidenses estacionados cerca de la frontera comenzaron a frecuentar los burdeles de Baja California.
Las autoridades estadounidenses presionaron al gobierno mexicano para que prohibiera la prostitución, debido a las enfermedades de transmisión sexual que afectaban a sus soldados.
En Ensenada, el doctor Héctor López Flores, jefe del centro de higiene, ordenó el cierre de cabarets que permitían la entrada de clientela femenina, aunque esto no impidió que las trabajadoras sexuales continuaran operando de manera clandestina.
En Tijuana, la situación era similar a la de Ensenada, aunque los soldados estadounidenses se convirtieron en los principales clientes de las trabajadoras sexuales.
A pesar de las prohibiciones, las mujeres que trabajaban en la prostitución encontraron formas de continuar su labor. Algunas se hacían pasar por clientas en los cabarets y, después de tomar algunas copas, se dirigían a otros lugares para consumar el acto sexual.
Con el tiempo, la práctica se trasladó incluso a automóviles en las afueras de la ciudad, donde las mujeres y sus clientes realizaban el intercambio, lo que muestra la adaptación del comercio sexual frente a las restricciones impuestas.
El control de la prostitución en Baja California fue un tema constante en el siglo XX, impulsado tanto por las preocupaciones morales como por los riesgos a la salud pública. Sin embargo, las medidas adoptadas por las autoridades, como la prohibición de mujeres en los cabarets o la supresión de casas de lenocinio, no lograron frenar la actividad.
La prostitución se mantuvo, en muchos casos de manera clandestina, como una realidad innegable en la región, un reflejo de la dinámica social y económica que definió a Baja California en su historia reciente.
Después de la década de 1950, las zonas de tolerancia en ciudades fronterizas como Tijuana se consolidaron de manera más evidente.
En particular, los bares que solían ubicarse en las calles 7 y 8 de la zona centro fueron desplazados hacia la calle Coahuila, en la zona norte de la ciudad, conocida por concentrar gran parte de la actividad nocturna y comercial sexual.
Este traslado buscaba controlar mejor la proliferación de la prostitución y sus efectos en la moral urbana, alejándola del centro de la ciudad.
Con el surgimiento de colonias en las periferias de la mancha urbana, algunas trabajadoras sexuales comenzaron a ofrecer sus servicios desde sus domicilios o en cuarterías. Estas viviendas, en muchos casos improvisadas, eran espacios donde las mujeres atendían a sus clientes.
En el centro de Tijuana, entre las avenidas Negrete y Francisco I. Madero, específicamente entre las calles tercera y cuarta, se podían ver cuarterías donde las prostitutas se asomaban por las ventanas e invitaban a los transeúntes a pasar, marcando así un tipo de comercio carnal más discreto pero evidente en la vida diaria de la ciudad.
Entre finales de los setenta e inicios de los ochenta, comenzaron a aparecer las primeras paraditas a las afueras de los bares en la zona conocida como Coahuila, en Tijuana.
Estas mujeres esperaban a los clientes las inmediaciones de los hoteles de la zona conocida como Coahuila, algunas hasta enjuagaban a los clientes, lo que fue transformando la dinámica del comercio sexual.
A finales de los años ochenta e inicios de los noventa, la ciudad de Tijuana fue testigo del surgimiento de un nuevo fenómeno: los “table dance”.
Estos establecimientos, dedicados a ofrecer espectáculos eróticos y bailes sensuales, comenzaron a proliferar en diversas zonas de la ciudad, consolidándose como un nuevo tipo de negocio ligado al entretenimiento nocturno y a la explotación de la sexualidad, añadiendo otra dimensión a la industria del sexo en la región.
El comercio sexual en Baja California, particularmente en Tijuana, ha sido un fenómeno constante en la historia de la región, influenciado por diversos factores como la expansión económica, la minería, la colonización y la presencia de poblaciones migrantes.
A lo largo del tiempo, las autoridades han intentado regular esta actividad debido a sus implicaciones sociales y de salud pública, pero estas medidas no han sido suficientes para eliminarla.