No recuerdo mucho de mi niñez antes de asistir a la escuela. Tengo memoria de que, después de llover, jugaba con amigos en los charcos, donde nos entreteníamos haciendo vasijas de barro o formando muñecas y pelotas de lodo. También sé que ayudaba a mi madre con las labores domésticas, y recuerdo que muchas veces fui al sembradío a cortar hortalizas. Y estudié una carrera luego de mi temprano matrimonio.
Somos ocho hermanos, así que, contando a mis padres, éramos una familia de diez. Teníamos una casa con paredes de adobe en la aldea paquistaní de Keti Bandar, donde aún vivo hoy día. Casi todas las viviendas del pueblo carecen de paredes y electricidad. No obstante, contamos con un sistema de energía solar muy básico que nos permite cargar baterías y tener un poco de energía para encender una lámpara, cocinar de noche y recargar nuestros teléfonos celulares.
Durante mucho tiempo no hubo escuelas en mi aldea, pero mi tío —el hermano menor de mi padre— me proporcionó un poco de educación y me enseñó los conceptos básicos del sindi, la lengua de nuestra región. Y por su parte, mi abuela me daba lecciones del Corán.
Mi educación formal inició a los seis años de edad. Para entonces, una organización benéfica llamada The Citizens Foundation (TCF) presentó un proyecto para establecer una escuela en la aldea. Desde antes de iniciar la construcción ayudé a despejar el terreno. Al principio hubo un debate sobre si el edificio debía usarse para un hospital o una escuela. En silencio, recé porque fuera el colegio.
MIS PRIMEROS AÑOS EN LA ESCUELA
Ni bien se abrieron las puertas de la escuela que la comunidad tomó represalias. Muy pocos jefes de familia enviaron a sus hijos a estudiar. De hecho, en los primeros tiempos éramos más niñas que varones. El sentir de la comunidad era dejar que las chicas asistiéramos a la escuela y alcanzáramos el quinto grado para, en ese momento, arreglar nuestros matrimonios y mantenernos en casa.
La escuela cobraba una mensualidad mínima por nuestra educación. Con todo, de inmediato surgió en mí el deseo de estudiar y aprender, y siempre me esforcé por destacar. Me interesaban los idiomas, en especial el urdu y el inglés. Expandí mi vocabulario cantando canciones, las cuales repetía al llegar a casa acompañando la letra con ademanes.
Mi madre se oponía a que asistiera a la escuela. Su postura era que las niñas debían aprender las responsabilidades de llevar una casa (cocinar, bordar, coser, cuidar de los hermanos menores), a fin de que, cuando tuvieran edad para casarse, esas destrezas les ayudaran a conseguir una buena pareja.
Por lo que respecta a mi padre, siempre estuvo de acuerdo con mamá, sin importar de qué se tratara. Aun así, mi abuelo —quien vivía con nosotros en aquella época— tenía mucha influencia en la familia y se manifestó a favor de mi educación escolar.
AYUDAR EN CASA O ESTUDIAR
Para entonces ya me daba cuenta de que mamá estaba abrumada de obligaciones, por lo que me debatía entre la necesidad de ayudarla y el deseo de estudiar. Por ello, hubo ocasiones en que, para no contrariarla más, optaba por faltar a clases y quedarme en casa. Pero después de unos días, siempre pedía permiso para volver a la escuela. Muchas veces fue necesario que mi tío interviniera para que me permitieran seguir estudiando. Siempre tuve ese conflicto con mi madre.
Como ejemplo: en una ocasión, cuando estudiaba el cuarto grado, me abstraje de tal manera en mis estudios que no la oí llamándome para que la ayudara en la cocina. Se puso tan furiosa que me arrebató los libros y los arrojó al fuego.
En términos generales, llegados los 11 o 12 años de edad, todas las niñas de mi aldea saben que sus familias están preparándolas para el matrimonio. Según la tradición islámica, la nikah es una ceremonia en que la pareja intercambia votos matrimoniales y queda legalmente casada. Después de un periodo que acuerdan las dos partes, se lleva a cabo una rukhsati o ceremonia de despedida de la desposada, quien abandona el hogar paterno para irse a vivir con el marido y su familia.
Cuando cursaba el quinto grado, mis padres ya habían elegido a mi pareja y comenzaron a prepararme para la nikah. Mi prometido era un primo hermano que cursaba un grado escolar inferior, y con quien solía jugar cuando éramos niños. No obstante, tan pronto iniciaron las negociaciones de matrimonio, me sentí muy avergonzada de mantener esa asociación.
NOVIA A LOS 11 AÑOS
No tenía la menor idea de lo que habría de ocurrir durante la nikah porque, aunque se hablaba mucho del asunto en casa, el tema era una negociación secreta entre mis parientes y los ancianos de la aldea.
Cuando me casé, tenía 11 años y aún cursaba el quinto grado escolar. Según la tradición de mi pueblo, me despertaron a las 00:30 horas para informar que se habían congregado las personas que presenciarían mi nikah. Me indicaron que fuera a una habitación donde el oficiante de la ceremonia preguntó: “¿Quién es el jefe de tu familia?, ¿quién se hace responsable de ti?”. Debido a que mi abuelo aún vivía con nosotros, decidí honrarlo dando su nombre, cosa que lo hizo muy feliz.
Lo habitual en las familias conservadoras es que el novio y la novia ni siquiera se sienten juntos durante la nikah. Por ello, aunque mi marido estaba presente, se había sentado en un lugar apartado, pues tenía prohibido cualquier contacto conmigo hasta después de la rukhsati.
Yo ignoraba todo sobre el matrimonio, y también sobre cómo sería mi vida después de la nikah. Nunca me explicaron cuáles eran mis derechos conyugales en el caso de que las cosas no funcionaran. Después de la ceremonia, me di cuenta de que estaba comprometida con otra familia y una pareja. Y entonces comenzó a preocuparme que él fuera un año menor que yo, además de algo inmaduro en sus ideas y actitudes.
ESTUDIOS DESPUÉS DEL MATRIMONIO
También me inquietaba tener que interrumpir mis estudios. Sabía que mi vida iba a cambiar, pero estaba decidida a continuar mi educación. Cada vez que iniciaba un nuevo año académico, mi madre decía que sería el último. Y así habría sido, de no ser por el apoyo de la directora de mi escuela The Citizens Foundation, la señorita Farzana, quien, cada año, convencía a mis padres de permitir que estudiara un poco más.
Tenía 14 años y cursaba el décimo grado cuando se llevó a cabo mi rukhsati. Para ese momento, ya sabía cómo debía insistir para continuar con mi educación, aunque también había aprendido a hacer concesiones. Al principio, me di cuenta de que mi esposo tenía una visión muy limitada de la vida en general. Sin embargo, muy pronto tuve la suerte de contar con el apoyo de uno de mis tíos, quien se manifestó a mi favor y me ayudó a convencer a mi familia de que debía proseguir con mis estudios.
De hecho, pudo influir un poco en mi esposo y en mi familia política. Pero, para mí, la educación se había convertido en una batalla que debía librar año tras año. A tal fin, tuve que buscar aliados dentro de la familia e idear estrategias nuevas y sutiles para defender mis estudios. Y es que no pensaba renunciar.
Por fortuna, mi suegra era un poco más flexible que mi madre en el tema de la escolaridad, por lo que pude suavizar su actitud trabajando como asistente escolar y consiguiendo algún reembolso económico mientras continuaba estudiando.
MI EDUCACIÓN DESPUÉS DEL DÉCIMO GRADO
Con objeto de brindar educación preparatoria durante el undécimo y duodécimo grados, una generación joven de líderes tribales de Keti Bandar estableció una universidad intermedia cerca de mi aldea. Así que, en cuanto pude, me inscribí en el programa de aquella institución.
Al mismo tiempo, seguí trabajando en la escuela como asistente del profesorado y terminé uniéndome a un programa de licenciatura en educación para obtener el título de maestra. El inconveniente era que, como la institución estaba a varios kilómetros de mi aldea y no tenía la manera de transportarme, tenía que recibir las clases en casa.
Gracias a la organización benéfica que fundó la escuela, pude adquirir los libros de texto y seguir las lecciones en YouTube o en los videos que me enviaban. Y más aún, el consejo escolar me permitió tomar el examen en privado.
En estos momentos estoy aguardando los resultados del programa. No obstante, ya que tengo la intención de seguir una carrera en el área médica, me han aceptado en un programa universitario de licenciatura en enfermería impartido en Makli, el cual tendrá una duración de cuatro años.
UNA LUCHA INCESANTE EN CASA
Hubo una época en que mi suegra se negó a que continuara mi educación y ordenó que dejara el trabajo en la escuela para ayudarla en casa. Tuvimos momentos muy difíciles; tanto, que las presiones familiares me orillaron a separarme de mi esposo. Sin embargo, mi marido finalmente accedió a que continuara estudiando y trabajando. Aunque es cierto que enfrento dificultades a cada paso, siempre trato de hacer lo correcto y seguir adelante con mi vida.
Quiero ser ejemplo para otras niñas y mujeres, quienes deberían tener el derecho de estudiar tanto como deseen, en vez de verse limitadas por tradiciones arcaicas y obsoletas que prohíben la escolaridad de las niñas. N
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Con 22 años, Shaheen Niaz es una estudiante de enfermería que vive en la provincia Sind, de Paquistán. Asistió a una de los cientos de escuelas que The Citizens Foundation opera en su país. Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivas de la autora. Publicado en cooperación con Newsweek. Published in cooperation with Newsweek.