Un compañero de trabajo de Cinthya le comentó que un amigo estaba liquidando su tienda de muebles y electrodomésticos en una esquina del mercado de La Merced.
Aun estaba vendiendo con rebajas del cuarenta por ciento.
Yo estaba muy agotado. Desde la media madrugada hasta el amanecer avanzado en el periódico y de ahí al aeropuerto a encontrarme con Érika. Ella se iba a Tabasco.
Cinthya me lo avisó ayer tarde-noche en el Atlante. Su deseo era ir bien temprano para no sentirse apremiada: a las 8 de la noche debía cubrir medio turno de guardia en el hospital. Pero le dije que estaría en el periódico hasta el mediodía.
Me llamó al celular “para confirmar, amor”. Yo estaba en el aeropuerto.
Ella me llama al celular solo cuando en verdad resulta muy importante el recado; o ella piense que es muy importante. Érika no me llama cuando sabe que estaré con Cinthya.
Más que la compra, me interesaba admirar los puestos. Los vendedores y vendedoras de los mercados, arman las pilas de frutas y vegetales constituyendo pirámides o mesetas o aun collados. Incluso, con los tamaños y colores de ciertas frutas crean formas que ya quisieran algunos diseñadores. Estas maneras tan inocentes de presentar la mercancía están concebidas con amor. Realizadas con amor. Bueno, si acaso no es así, lo parece.
En las inmediaciones del mercado —aun en sus aceras— se ven hileras de prostitutas. Algunas clasificarían como niñas en un país decente.
Cinthya ha repetido que trae la ubicación de la tienda “aquí”—se toca la sien—, según le explicara su compañero. Finalmente atravesaremos el mercado en diagonal.
Le alegué que los muebles, la mudanza, podrían esperar un poco. Estas compras, más la renta, la atrasarían en pasar a la realidad su sueño del automóvil. Me convenció: si sumaba lo que gastábamos en el Atlante por ejemplo en cuatro meses, resultaba más o menos la mitad de lo que gastaríamos en los muebles. Y lo que gastábamos en un mes y medio en el Atlante, resultaba poco más de un tercio de lo que pagaríamos de renta; con la diferencia entre vivir en un sitio día por día y pernoctar o posar en un hotel. Me fue diciendo los algoritmos y los resultados. Tenía razón. Quedaba claro. [Muy elegante de su parte utilizar el plural “gastábamos”, “gastaríamos”, “pagaríamos”].
Paso por la memoria los demás mercados que he visitado y sin pensarlo mucho le daría a La Merced el Número Uno en cuanto a lo hermoso en la presentación de las frutas y vegetales.
Cada mercado tiene, al menos por un tris de diferencia, su olor característico. El de La Merced llega del apelmazamiento en grandes proporciones de la tanta diversidad: frutas, vegetales, res, pescado, mariscos, dulces, fritangas, flores, lácteos, caramelos, guisos, pieles, bebidas calientes, frías, tejidos, especias. Un marcado olor a vida. A vida total digo. A larga vida.
Como en mis visitas anteriores, los dependientes, dependientas, vendedores, vendedoras son morenos; un tinte más arriba, más abajo. Como en mis visitas anteriores, blancos se encuentran solo entre los compradores. Y como en algunas de mis visitas anteriores, de los clientes y paseantes blancos destacan turistas que igual podrían ser estadounidenses que fineses. Apostaría mi vida contra un centavo: los que se muestran presumidos y presumidas tanto para las fotos que les hacen sus acompañantes como en su recorrer, son estadounidenses —de nacimiento y cría.
[A punto de entrar en el mercado, un chorro de sol dejó ver sus ojeras. Si ha tenido una batalla erótica recientemente, se mira al espejo y, si trae ojeras y debe ir a la calle, se esmera aplicándose cremas.
Pero aun así, como ahora, es posible distinguirlas bajo una luz fuerte.
Nunca se lo he dicho. Ahora tampoco.
Es sabido que las ojeras pueden aparecer, aun periódicamente, por diversas razones; tal vez las de ellas sean por la fatiga durante el sexo, no por el sexo en sí.
Pero, según datos, hasta buena parte de los esquimales se lo atribuye a la cogedera].
Nos detuvimos en un puesto de comida ligera. Pedí par de quesadillas de huitlacoche (hongo parásito de los granos del maíz). Tres veces y con excelente pronunciación le avisé al despachador que sin picante. Tres veces porque no sería la primera que no me doy a entender y, si no he estado observando la preparación, cuando he mordido, ha reventado el terrible ardor en mi boca.
Cinthya, luego de, más que mirar, contemplar —con cierta tristeza en la expresión— algunos guisos que se hallaban expuestos, finalmente se volvió hacia mí —pesaroso igual su semblante—, suspiró y a seguidas ordenó dos tacos de pollo sin la salsa y con mucho limón.
De beber, agua de Jamaica. —Refresco de la flor de Jamaica.
El pasillo estaba obstruido por un grupo que disfrutaba de un organillero.
El organillero concluyó la tanda y de un lado al otro y de adelante hacia el fondo pasó el cepillo utilizando su gorra de plato. Nosotros acaso habíamos escuchado —sin quererlo—, un cuarto de su última pieza. Cinthya le aportó dos monedas de cinco pesos.
Una pareja de varón y hembra espectadora del organillero vino en nuestra dirección y la mujer —rubia, espigada— se sacó una rosa —blanca— al parecer de uno de los ojales en lo alto de la chamarra y la tiró en un contenedor. Cinthya exclamó “Oh, no”, apretándose contra mi brazo. —Ella no tira a la basura las flores que se han marchitado, sino que las sumerge en agua y después las deposita —es la palabra— en tierra donde se hallen plantas o árboles.
Su voz sonó más húmeda que siempre. O eso me pareció.
Con mi antebrazo enlazado con el suyo dijo “Amor, no te preocupes, los muebles y la renta no van a perjudicar la escritura de ´Un mariachi viejo´, tú síguele, que en ese aspecto todo permanecerá igual”.
Los domingos los mercados cierran a las cinco de la tarde. Cuando se acerca esta hora arriban más personas que en la anteriores. Y algunos de los vendedores comienzan a pregonar. Dicen “¡Lo va a llevar por…!” y a continuación el precio; “¡Aquí más barato que en otra parte…!” “la…” o “el…” y a continuación el precio; o “Pásele, pruebe nuestras ricas…!” o “nuestros ricos” y a continuación el precio. Y así. Es común que al proponer llamen a su objetivo “güerito” o “güerita”. Lisonjas. Les están diciendo “rubios” o “rubias”.
Ella repitió que tenía la ubicación de la tienda “aquí”, mientras se tocaba la sien. Pero dudó de nuevo. Se acercó al puesto más próximo para preguntarle al dependiente —deduje que no podría ser para otra cosa—. Este le señaló hacia la izquierda repetidamente y describía giros, curvas con la mano derecha. Se notaba que hablaban en voz alta. El ruido iba en aumento. De pronto, el dependiente volteó hacia un lado y ejecutó una reverencia para una señora que se acercaba.
Según un artículo que revisé recientemente en el periódico, la diferencia entre “mercado” y “supermercado”, más que en la desemejanza del estilo para las ventas, el entorno, las instalaciones —asepsia contra naturalidad; luces contra penumbras; coloridos contra opacidades; regateo contra precio inapelable; pago en mano propia con efectivo contra caja registradora, efectivo, tarjeta —, se halla en que los clientes del primero, lo son, más que por el gusto, por la necesidad; y los del segundo por ambas razones.
En definitiva, luego de atravesar el mercado en diagonal, resultó que la mueblería no se encontraba en el ámbito, sino al cruzar la calle luego de la puerta por la que salimos. “Qué travesía en vano gracias a tu tontera”, quise decirle a Cinthya, pero sentí pena.
De tres empleados, el dueño —de piel exageradamente blanca, casi calvo, rechoncho, tintado de negro lo que resta de su cabello— nos anuncia que ha dejado solo uno; y lo señala, le pide que se acerque para presentarnos. Moreno espigado, con cierto donaire tanto al hablar como al moverse, gesticular.
Los cuatro recorremos lo que está en venta —Cinthya dialoga con el dueño y el empleado; selecciona; me consulta en cada lance, respondo “sí”, “perfecto”, “no hay duda”, “claro”.
El dueño nos invita a sentarnos en par de sillas al lado de acá de un escritorio pequeño, de barniz café muy oscuro ya desgastado, cerca de la puerta.
Junto a la puerta, el empleado conversa con una mujer que lo llamó con un silbo sutil y un gesto de mano. Le dediqué tres o cuatro vistazos: morena pero no aindiada, alta, el cabello tomado por un moño en el centro de la cabeza, pantalón de rayas doradas creo sobre fondo oscuro; una chamarra rosada le ciñe los pechos, mayúsculos.
[Cinthya me ha jurado cuando entrábamos al mercado, sin que yo le preguntara, que jamás mirará telenovelas o partidos de fútbol en el televisor].
Ella le pagará con cheque. “Sé que será un cheque bueno”, dice el dueño enseñando una sonrisa que pica entre la alabanza y la reserva. Va pasando a una calculadora pequeña, portátil las notas que fue tomando mientras hacíamos el recorrido. Le pregunta si agrega el importe del flete y ella me mira, expectante. Digo “sí”.
Se sienten dos como bombazos. Me levanto en automático. Voy hacia la puerta. Sin conciencia de lo que hago. El empleado está en el piso. Convulsiona. Boquea. El hombre que ha disparado me mira. Tiembla de cuerpo entero. Luego, sonriendo, pasa la vista al empleado, que temblequea sobre todo en las piernas y pierde sangre por chorros. El hombre le apunta. Jala el gatillo. Pero se siente solo un “trac”. El hombre da la espalda. Despaciosamente, camina los tres o cuatro pasos que lo separan de la puerta. N
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Félix Luis Viera (Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, ciudadano mexicano por naturalización, reside en Miami. Sus obras más recientes son Irene y Teresa y La sangre del tequila. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.