Es quizá la mejor invención de Estados Unidos; pero no podemos protegerla si no entendemos nuestra propia historia.
“¡ARRIBA! ¡ARRIBA! Se los ruego… Cierren sus puertas”, dijo un eminente neoyorquino que pronto iniciaría una carrera política.
Él advirtió que una nación extranjera nos enviaba “sus criminales” porque Estados Unidos no había erigido suficientes “muros” o “puertas”. El núcleo del problema: estos nuevos inmigrantes practicaban una religión que era tan “déspota” e “ignorante” que destruiría la democracia. También se quejaba de que los hombres como él, que tenían las agallas para decir la verdad sobre esa religión peligrosa, eran tachados injustamente de “prejuiciosos” e “intolerantes” por unos medios de comunicación liberales que estaban del lado de tus enemigos”.
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El hombre era Samuel Morse, por entonces un pintor reconocido que luego ayudó a inventar el telégrafo y el código morse. La religión que él atacó en 1835 no era el islam, sino el catolicismo. La nación extranjera sobre la que advertía no era Irán, Siria o México, sino Austria, la cual —creía— financiaba la inmigración de cientos de miles de católicos a Estados Unidos.
Aun cuando Morse fue derrotado al año siguiente en su candidatura a la alcaldía de la Ciudad de Nueva York, se convirtió en una figura influyente en el movimiento anticatólico que surgió durante ese periodo. En las décadas de 1830 y 1840, turbas de protestantes quemaron conventos, saquearon iglesias y coleccionaron los dientes de monjas muertas como recuerdos durante los disturbios anticatólicos, solo uno de los muchos espasmos de “antipapismo” que agitaron a Estados Unidos desde la era colonial hasta bien entrado el siglo XX.
Los comentarios de Morse son especialmente estremecedores porque hoy tenemos un presidente de Estados Unidos que dijo que México nos enviaba sus “criminales, narcotraficantes y violadores”, afirmó que el “islam nos odia” y desdibujó de manera persistente la diferencia entre terroristas islámicos y musulmanes estadounidenses comunes. Activistas y críticos han condenado semejante lenguaje hostil, argumentando que puede convertirse en actos violentos. Para cuando se dio el tiroteo de abril en la sinagoga Chabad en Poway, California, había un riesgo de normalización estableciéndose, pues el mundo ya había pasado por los ataques a la sinagoga Árbol de la Vida en Pittsburgh, iglesias en Sri Lanka y mezquitas Al Noor y Linwood en Christchurch, Nueva Zelanda.
Pero el ejemplo católico también es esperanzador, ya que muestra cuán lejos hemos avanzado. Los católicos, la denominación religiosa más grande de Estados Unidos, tiene libertad religiosa absoluta. El día en que se ejemplificó mejor el cambio de condición fue el 5 de octubre de 2015, cuando la Suprema Corte de Estados Unidos comenzó su sesión con seis católicos y tres judíos como sus jueces. De hecho, a pesar de las controversias recurrentes, Estados Unidos da una forma especialmente sólida de libertad religiosa. Los estadounidenses tienen más libertad para organizar lugares de adoración, oración y seguir su propio camino espiritual, sin obstrucciones, como nunca antes.
La condición y la naturaleza de la libertad religiosa es especialmente importante ahora. Hasta hace poco, se podía argumentar con fundamento que Estados Unidos había hallado una mejor manera; de hecho, que el modelo de libertad religiosa tal vez es la invención más grande del país. Todavía puede ser un ejemplo para el mundo, pero solo si entendemos cómo la libertad religiosa se desarrolló en verdad.
SE ACERCA UN TREN LENTO
Así como la Declaración de Independencia no les dio a los afroestadounidenses derechos civiles súbitamente, la Primera Enmienda no creó mágicamente la libertad religiosa. Construir el modelo requirió el sacrificio de estadounidenses comunes al paso de cientos de años.
A pesar de lo que nos enseñan en la escuela, Estados Unidos no tuvo una libertad religiosa sólida durante la mayor parte de su historia. Los puritanos ahorcaban a los cuáqueros en los árboles del parque Boston Common por el crimen de practicar su fe. En el periodo previo a la Revolución Estadounidense, la mitad de los predicadores bautistas evangélicos en Virginia fueron encarcelados por sus prédicas. Cuando se firmó la Declaración de Independencia, nueve de las 13 colonias prohibieron que católicos y judíos tuvieran cargos públicos.
La persecución de los mormones fue especialmente brutal. En 1838, el gobernador de Missouri emitió el Decreto Ejecutivo 44, pidiendo el “exterminio” de los mormones. Tres días después de que se emitió el decreto, el 30 de octubre de 1838, alrededor de 250 misurianos, incluido un senador estatal, llegaron a Haun’s Mill, una pequeña comunidad mormona, y abrieron fuego. Al final, 17 mormones fueron asesinados y 15 heridos.
Lo que tal vez sorprenda menos es que cientos de miles de africanos fueron privados no solo de su libertad, sino también de sus religiones cuando fueron traídos a Estados Unidos, en lo que un historiador llamó “un holocausto espiritual”. La gran mayoría había practicado religiones autóctonas africanas o el islam.
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Después de la Guerra Civil, el gobierno de Estados Unidos prohibió muchas prácticas espirituales de los nativos americanos, a la par que se coaccionaba a los niños indígenas para que se convirtiesen en cristianos. Los reformadores creían que, en vez de exterminar a los indios, deberían obligar a los niños indios a ir a escuelas donde se les enseñarían los modos de los blancos, incluida la religión cristiana propia. El enfoque preferido era enviarlos a internados, lejos de sus reservaciones. “Es imposible hacer algo por esta gente, o avanzarlos un solo grado hasta que les quitas a sus hijos”, explicó el senador George Vest.
Y luego se dieron las batallas entre protestantes estadounidenses y católicos, las cuales se extendieron de la década de 1600 hasta la de 1960. En el siglo XIX, el conflicto se enfocó en la insistencia protestante de que la Biblia del Rey Jacobo se enseñase en las escuelas públicas. Los católicos pedían que se les permitiera leer su edición preferida, la traducción Douay-Rheims. El Episcopal Recorder explicó por qué los no católicos no podían aceptar dicha propuesta: “¿Hemos de ceder nuestra libertad personal, nuestros derechos heredados, nuestras mismísimas Biblias, el don especial y bendito de Dios a nuestro país, a la voluntad, la ignorancia o la maldad de estas hordas de extranjeros, súbditos de un déspota extranjero?”. Al final, los protestantes decidieron principalmente que preferían no tener en absoluto la Biblia en las escuelas públicas que darle legitimidad a la versión católica.
La separación de Iglesia y Estado no es suficiente para crear la libertad religiosa, pero al final sí arraigó, en parte porque los Padres Fundadores dieron un plan de acción nuevo y revolucionario. El delineante más importante fue James Madison. Sí, él quería que el gobierno se mantuviese alejado de la religión, pero no para hacer a la nación secular; pensaba que esto sentaría el trabajo preliminar para la intensidad religiosa. Al mirar atrás, décadas después de la ratificación de la Primera Enmienda, presumió: “La cantidad, la industria y la moralidad del sacerdocio y la devoción de la gente han aumentado manifiestamente por la separación total de la Iglesia del Estado”.
Pero, crucialmente, Madison creía que el camino más seguro a la libertad religiosa no provendría de las “barreras de parches” (declaraciones idealistas de derechos), sino más bien de la “multiplicidad de sectas”. En un libre mercado de credos, ninguna religión dominaría. La innovación espiritual se difundiría. Nuevos estilos, denominaciones y religiones surgirían de manera continua, creando grupos cada vez más grandes a favor de la libertad religiosa.
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Ningún grupo hizo más para hacer avanzar la libertad religiosa que los cristianos evangélicos. En parte, les debemos nuestras libertades a evangélicos como el reverendo John Waller, quien predicaba en el condado de Caroline, Virginia, en 1771, cuando un ministro anglicano subió al púlpito y metió a la fuerza el cabo de una fusta en la boca de Waller. Waller fue arrastrado al exterior, donde un alguacil local lo golpeó hasta sangrar. Pasó 113 días en prisión por el crimen de ser un predicador bautista. Estos fueron unos de los 150 ataques importantes contra bautistas en Virginia entre 1760 y 1778, muchos de ellos llevados a cabo por líderes de iglesias anglicanas y, significativamente, muchos de ellos a una jornada a caballo de donde vivía un joven James Madison. “Esto me irrita más que nada”, se quejó Madison, entonces de 23 años, con su amigo William Bradford en 1774. “Ese principio diabólico, concebido en el infierno de persecuciones furiosas”.
Los líderes evangélicos defendían fervientemente la separación de Iglesia y Estado. Ellos creían que tanto la opresión gubernamental y el gobierno en sí afectan a la religión, en el primer caso al suprimir la libertad de conciencia y, en el segundo, al hacer floja y corrupta a la religión apoyada por el Estado. Madison se vio influido por el valor de los evangélicos, su filosofía y votos. Fueron votantes evangélicos los que eligieron a Madison al Congreso, con la condición de que impulsase la libertad religiosa.
Desde la época de Madison, la inmigración ha fortalecido la libertad religiosa. Oleadas de extranjeros han traído una gran energía religiosa y enfrentado una resistencia tremenda. Los protestantes trataron de bloquear la inmigración católica en el siglo XIX. En la década de 1920, el Congreso restringió la inmigración en parte para mantener fuera a los judíos. El director del Servicio Consular de Estados Unidos explicó que dichos límites tenían sentido porque los judíos polacos eran “anormalmente perversos a causa de [una] reacción al estrés de la guerra”.
La Segunda Guerra Mundial cambió todo. La presencia de dos amenazas importantes a la existencia, el fascismo y el comunismo, obligaron a la nación a enfatizar el papel central que tenía la libertad religiosa en la identidad estadounidense. El presidente Franklin Roosevelt dio un paso histórico al declarar la libertad religiosa como una característica definitoria del patriotismo estadounidense. Explicó que se necesitaban las acciones preparatorias para la guerra para preservar cuatro libertades esenciales: libertad de expresión, libertad de vivir sin penuria, libertad de vivir sin miedo y la “libertad de cada persona de adorar a Dios a su manera, en cualquier parte del mundo”.
Durante este periodo, escuadrones de clérigos de varios credos —un ministro, un sacerdote y un rabino— se diseminaron por las bases militares alrededor del mundo. Estos “tríos de tolerancia” enfatizaban que la libertad religiosa era central para el sistema democrático que las tropas defendían. Después de uno de dichos eventos, un miembro de la Conferencia Nacional de Cristianos y Judíos reportó: “Los tres oradores… tenían a esos 36,000 hombres de pie vitoreando, aplaudiendo, silbando, gritando; una de las ovaciones más tremendas que haya visto en mi vida que les hayan dado a unos hombres”. Para el final de la guerra, los tríos habían hablado ante más de 9 millones de estadounidenses en 778 bases.
Después de que terminó la Segunda Guerra Mundial, los líderes estadounidenses trabajaron para convencer a una nación agobiada por la guerra que continuaban en una batalla cósmica, ahora contra el comunismo. Conforme la Unión Soviética consolidaba su poder en Europa del Este, suprimía las religiones locales y promovía un ateísmo enérgico. El presidente Harry Truman explicó la Guerra Fría de esta manera: “Defendemos el derecho de adorar a Dios, aquel que él considere correcto según su propia conciencia”.
Después de la guerra, las noticias sobre el Holocausto y luego la creación de Israel sensibilizaron todavía más a los estadounidenses con respecto al antisemitismo. El Ad Council dirigió una campaña de servicio público de 1946 a 1952 llamada “América Unida”. Un típico anuncio impreso con la ilustración de un ave colgando un letrero que decía: “No católicos, judíos, protestantes”, provocando que otra ave regañe: “¡Solo los tontos humanos hacen eso!”.
Fue durante la administración de Dwight Eisenhower que el Congreso añadió la frase “bajo Dios” al Juramento de Lealtad y “En Dios confiamos” a nuestro papel moneda. Pero Eisenhower insistió en combinar esta nueva piedad pública con un llamado igual de fuerte por el pluralismo: “Nuestra forma de gobierno no tiene sentido a menos de que esté fundamentada en una fe religiosa sentida hondamente, y no me importa cuál sea. Por supuesto, con nosotros es el concepto judeocristiano, pero debe ser una religión en la que todos los hombres fueron creados iguales”.
UNA REVOLUCIÓN DE “ADAPTACIÓN”
En la mayor parte de la historia estadounidense, la libertad religiosa significó que no podías perseguir explícitamente a la gente por su religión. Pero eso dejaba otra cuestión: ¿qué pasa si las leyes seculares terminan violando inadvertidamente la creencia religiosa de una persona? En el siglo XIX, la Suprema Corte tenía una postura clara: mala suerte. En el siglo XX, se volvió más matizada.
Un caso trascendental en 1963 involucró a Adele Sherbert, una trabajadora textil en Beaumont Mills, Carolina del Sur. La fábrica que la empleaba instituyó una semana laboral de seis días, de lunes a sábado. Pero Sherbert era una adventista del séptimo día, la cual enseña que el sabbath es el sábado. Ella renunció y solicitó los beneficios de desempleo, pero fue rechazada con base en que había dejado voluntariamente su último trabajo y rechazado oportunidades de trabajar en otras fábricas (que también exigían trabajar los sábados). El estado de Carolina del Sur tenía una postura razonable. La ley no atacaba a los adventistas del séptimo día; el Estado era ciego con respecto a si afectaba o ayudaba a una religión en particular.
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Pero el 17 de junio de 1963, la Suprema Corte falló por 7-2 a favor de Sherbert, diciendo que el Estado podía violar la práctica religiosa de una persona solo si había un “interés estatal convincente” y no se podía evocar otra regulación para lograr esa misma meta. En caso contrario, el Estado debe “adaptarse” a la práctica religiosa de la persona. En otras palabras, el Estado tenía que partirse la espalda para evitar que una persona religiosa tuviese que elegir entre la ley y su fe.
Esto transformó fundamentalmente la naturaleza de la libertad religiosa. Ya no sería definida solo como la ausencia de persecución intencional. El ideal ahora sería algo más amplio, un sistema que le garantice a la gente un espacio tremendo en el cual vivir su fe, incluso cuando entre en conflicto con leyes que otras personas deben obedecer. Cuando los conservadores religiosos desafiaron el requisito de la Ley de Atención Médica Asequible de que los planes de salud ofreciesen anticonceptivos, usaron esta teoría. Los demandantes católicos no afirmaron que la cláusula de anticonceptivos atacase intencionalmente a católicos o evangélicos. Más bien, dijeron que sus derechos habían sido violados como un efecto secundario inaceptable.
LA LIBERTAD ES FRÁGIL
El enfoque estadounidense no depende solo de constituciones, leyes y regulaciones. Es un sistema dinámico que asegura su propia autosuperación continua. Al paso de las décadas, se ha desarrollado un círculo virtuoso. La libertad religiosa permitió más sectas, y esos credos minoritarios a su vez exigieron más libertad. Gracias a ese movimiento hacia delante, el papel del gobierno cambió de promover la religión a promover la libertad religiosa.
Pero aun cuando el modelo estadounidense de libertad religiosa ha avanzado muchísimo en años recientes, ha mostrado fragilidad.
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El peor ataque a los judíos en la historia estadounidense no se dio en 1918, sino en 2018, en la sinagoga Árbol de la Vida en Pittsburgh, donde murieron 11 personas. De los 1,679 crímenes de odio con base en la religión y catalogados en 2017 por el FBI, 58 por ciento fueron contra judíos y 19 por ciento, contra musulmanes. Y los ataques contra musulmanes estadounidenses son tan alarmantes como cualquiera que hayamos visto en 70 años. Han reaparecido mensajes desagradables que otrora se pensaron eliminados de la discusión pública. Por ejemplo, quienes se oponían a los mormones y católicos en los primeros años afirmaban que estas no eran religiones en verdad legítimas. Así, fue ominoso cuando, en 2007, el televangelista cristiano Pat Robertson dijo: “Damas y caballeros, tenemos que aceptar que el islam no es una religión. Es un movimiento político mundial que intenta dominar el mundo. Y tiene la intención de subyugar a todas las personas bajo la ley islámica”.
Michael Flynn, exasesor de seguridad nacional del presidente Donald Trump, declaró que “el islam es una ideología política. Definitivamente se oculta detrás del hecho de ser una religión”. El teniente general retirado William Boykin, un activista antiislámico, explicó que como el islam es “un modo de vida totalitario, no debería ser protegido por la Primera Enmienda”.
En los meses posteriores al 11/9, el presidente George W. Bush defendió a los musulmanes estadounidenses, pero poco después, líderes conservadores cristianos empezaron a tomar un rumbo diferente. Franklin Graham, en 2002, llamó al islam una “religión malvada y violenta”. Jerry Vines, expresidente de la Convención Bautista Sureña —la secta que encabezó la carga por la libertad religiosa en el siglo XVIII— llamó a Mahoma un “pedófilo poseído por el demonio”.
Los ataques verbales se convirtieron en asaltos concretos contra la libertad religiosa de los musulmanes, incluida una de las más básicas, la libertad de establecer casas de adoración. En 2012, el Foro sobre Religión y Vida Pública del Centro de Investigación Pew contó por lo menos 53 casos de propuestas para la construcción o expansión de mezquitas impugnadas por residentes locales. Cuando la Sociedad Islámica de Milwaukee solicitó un permiso para construir una mezquita, se organizó un mitin para protestar por “la amenaza creciente del islam”, en el que un residente afirmó que “una mezquita es un Caballo de Troya en una comunidad. Los musulmanes no vinieron a integrarse sino a dominar”.
De 2010 a 2016, el Departamento de Justicia se unió o inició 17 casos en los que, creía la institución, la oposición a la construcción de mezquitas violaba la libertad religiosa de los musulmanes estadounidenses. En el condado de Culpeper, Virginia —el mismo condado donde los bautistas fueron perseguidos en la época de Madison—, el Departamento de Justicia argumentó que la ciudad negó la aprobación de una mezquita a pesar de haber otorgado con anterioridad permisos similares para iglesias en otras 26 ocasiones.
Los medios de comunicación conservadores abrazaron la causa antimusulmana. La celebridad radial Michael Savage opinó: “Ellos dicen: ‘Oh, hay miles de millones [de musulmanes]. Yo digo: ‘Entonces, maten a 100 millones de ellos, entonces habrá 900 millones de ellos’. O sea… ¿preferirían que muramos nosotros en vez de ellos?”. Rush Limbaugh aseveró que el islam “ni siquiera [es] una religión”.
Jeanine Pirro, presentadora de Fox, atacó a musulmanes respetados que participaron en ceremonias religiosas de varios credos. “Los musulmanes incluso fueron invitados a adorar en la Catedral Nacional en Washington, D. C.”, dijo. “Nos han conquistado a través de la inmigración. Nos han conquistado a través del diálogo entre credos”.
Mientras criticaba al presidente Barack Obama por elogiar los logros del islam, Andrea Tantaros, comentarista de Fox, pasaba sin problemas de los terroristas al islam en general: “Han hecho esto por cientos y cientos de años. Si estudias la historia del islam, nuestros capitanes de barco eran asesinados… No puedes resolverlo con un diálogo. No puedes resolverlo con una cumbre. Lo resuelves con una bala a la cabeza”.
Las redes sociales han exacerbado el problema. Estas plataformas no crean odio, pero ciertamente lo incentivan psicológicamente. En Facebook, un miembro de la comisión conservadora de Easton, Massachusetts, publicó una foto de un hongo nuclear con el encabezado “Lidiar con los musulmanes… Reglas de combate”. El Partido Republicano de Minnesota publicó una foto de Keith Ellison, entonces representante estatal de Minnesota y musulmán, en su página de Facebook con el encabezado “Principal cogedor de cabras musulmán de Minnesota”. Y un comisionado del condado de Mifflin, Pensilvania, publicó una imagen de una mezquita con un símbolo rojo de “no” atravesándola y el encabezado “No se permite el islam”.
Mientras tanto, durante la campaña de 2016, Trump propuso prohibir la inmigración de musulmanes y crear un registro especial para ayudar a rastrearlos. Al preguntarle si consideraría inspecciones sin orden de cateo a mezquitas y musulmanes, dijo: “Vamos a tener que hacer ciertas cosas que francamente eran impensables hace un año”.
La opinión pública con respecto a los musulmanes, la cual había empeorado en una década, se oscureció conforme se acercaba la campaña de 2016. El porcentaje de republicanos que dijeron que por lo menos la mitad de los musulmanes que vivían en Estados Unidos eran antiestadounidenses se incrementó de 47 por ciento en 2002 a 63 por ciento en 2016 (en la misma encuesta, 92 por ciento de los musulmanes dijo que estaban “orgullosos de ser estadounidenses”.) En una encuesta, solo la mitad de los republicanos estaba dispuesta a declarar que el islam debería ser legal en Estados Unidos.
UN PAPEL PARA LOS EVANGÉLICOS
¿Cómo preservar el modelo estadounidense de libertad religiosa de frente a estos retos?
Diferentes grupos religiosos deben cultivar una solidaridad cordial de uno para todos y todos para uno alrededor de la libertad religiosa. Hemos visto esto desarrollarse entre musulmanes estadounidenses y judíos, quienes han dado un paso al frente para apoyarse mutuamente después de los ataques. Ahora solo necesitamos ver a los evangélicos estadounidenses luchar en contra del acoso a los musulmanes estadounidenses en vez de unirse a este. De hecho, pocas cosas salvaguardarían mejor la libertad religiosa que si los evangélicos estadounidenses recuperasen su posición de liderazgo en esta cuestión, adoptando la postura de sus ancestros, quienes ayudaron a desarrollar nuestro modelo nacional. La clave es ver la libertad religiosa no solo como una manera de hacer avanzar la posición de tu religión, sino como la causa de la libertad más en general.
Aun cuando no tenemos que amar a nuestros vecinos, los estadounidenses deberían sentirse moralmente obligados a entenderlos. En cada generación, se han aplicado generalizaciones tóxicas a expensas de minorías religiosas y la libertad religiosa en general. Los bautistas eran ignorantes. Los católicos eran desleales. Los judíos eran codiciosos. Los mormones eran escoria. Los testigos de Jehová eran antipatriotas. Los cristianos son prejuiciosos. Los musulmanes son terroristas. Los funcionarios públicos y líderes religiosos que, por razones políticas o financieras, tratan de sembrar división religiosa, deberían ser reconocidos como lo que son: opositores a la libertad religiosa.
Los laicistas también necesitan comprometerse. Los no creyentes se benefician cuando los creyentes están protegidos. La mayoría de las peores persecuciones a los ateos en todo el mundo se da en países que también acosan y encarcelan a minorías religiosas. La gente religiosa necesita la libertad no solo de adorar en privado, sino de expresarse públicamente y asociarse con estadounidenses de mentalidad similar. Así como los cristianos tradicionales tuvieron que aceptar las visiones poco ortodoxas de los testigos de Jehová y mormones, los estadounidenses seculares no pueden tratar de criminalizar las creencias religiosas que les parecen repugnantes.
Hemos avanzado muchísimo. La mayoría de nuestras luchas modernas por la libertad religiosa son escaramuzas menores en comparación con las batallas que peleamos antes. Deberíamos apreciar nuestro logro inusual y lo que nuestros ancestros tuvieron que sacrificar. No lo desperdiciemos. De hecho, conforme el mundo se interconecta cada vez más, Estados Unidos tiene algo grande que ofrecer: un paradigma de cómo las diferencias religiosas —tan a menudo la fuente de divisiones violentas— puede aprovecharse e incluso convertirse en una fortaleza.
John Winthrop pensaba que Estados Unidos sería una ciudad en una colina porque mostraría cómo la religión purificada podría crear una sociedad honrada. Más adelante, nuestra condición como ese modelo inspirador tal vez no provenga solo de la religión, sino de la libertad religiosa.
En el futuro, el mundo se puede beneficiar de lo que Estados Unidos ha aprendido… si logramos no olvidarlo nosotros mismos.
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Steven Waldman es presidente y cofundador de Report for America. También es cofundador de Beliefnet.com, el premiado sitio web de múltiples credos, y autor del libro de grandes ventas Founding Faith. Este ensayo se adaptó de su nuevo libro, Sacred Liberty: America’s Long, Bloody and Ongoing Struggle for Religious Freedom (HarperCollins).
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek