Obama prohibió los “interrogatorios mejorados”, pero después de casi una década aún no han implementado las reformas ni saben qué métodos usar para obtener información.
Hanns Scharff ya era una leyenda cuando las fuerzas aliadas lo capturaron al final de la Segunda Guerra Mundial. Conscripto por la maquinaria bélica nazi en 1939, con la encomienda de interrogar a los pilotos aliados, el exempresario se había labrado una reputación en la Luftwaffe por su asombrosa capacidad para obtener información de inteligencia valiosa de sus sujetos, y sin ponerles una mano encima. Tiempo después, uno de sus prisioneros diría en broma: “Lograba que una monja confesara infidelidades”.
Igual que a Wernher von Braun, el científico nazi de cohetes a quien el Pentágono dio una segunda oportunidad en su programa de misiles balísticos, al final del conflicto la Fuerza Aérea de Estados Unidos reconoció la experiencia de Scharff y, en 1948, lo invitó a dar conferencias sobre sus técnicas, muchas de las cuales fueron adoptadas para el programa de estudios en interrogatorio.
Las ideas de Scharff gozaron de popularidad a lo largo de varias décadas, pero las agencias de inteligencia de primera línea nunca las aceptaron del todo; en particular, después de los ataques del 11/9 contra el World Trade Center y el Pentágono. En el caso específico de la CIA, el temor de otro ataque devastador hizo que la agencia ignorara las evidencias que presentaron Scharff y otros interrogadores veteranos, y optaron por el equivalente a una versión cinematográfica del interrogatorio: las amenazas y la tortura.
“Las lecciones sobre la utilidad de las técnicas no coercitivas de ‘interrogatorio estratégico’ quedaron en el olvido”, escribió un experto en un estudio histórico sobre los métodos de interrogatorio estadounidenses, divulgado en 2006.
A la larga, la revelación de los “sitios negros” (cárceles secretas) de la CIA, y lo que la agencia denominaba “técnicas de interrogatorio mejoradas” (EIT, por sus siglas en inglés) causaron el horror y el repudio mundiales, y desataron una investigación del Comité de Inteligencia del Senado, la cual determinó que dichas técnicas eran reprensibles y excesivas, por lo que las víctimas decían lo que fuera para acabar con el dolor, incluyendo confesiones falsas que enviaron a los agentes de inteligencia a seguir pistas ficticias por todo el mundo. Más aún, dicha investigación acusó a los funcionarios de la CIA de exagerar los logros de su programa y minimizar sus fallas.
En una de sus primeras decisiones presidenciales, Barack Obama proscribió la tortura y ordenó que, en adelante, la CIA y las agencias de inteligencia militar se ciñeran al Manual de Campo del Ejército para Interrogatorios de Inteligencia (AFM). Parecía que la era de la tortura llegaba a su fin. En 2009, la presidencia creó el Grupo para Interrogatorio de Detenidos de Alto Valor (HIG), entidad integrada por el FBI, la CIA y el Departamento de Defensa cuya misión era asegurar que las agencias de contraterrorismo trataran a los principales cautivos islamistas bajo los mismos lineamientos.
No obstante, a casi una década de la prohibición de los aspectos más controvertidos, expertos de HIG informan a Newsweek que los interrogadores no han llegado a un acuerdo para reemplazar las viejas técnicas. Dicen que las EIT están prohibidas, pero AFM todavía utiliza la coerción en vez de los métodos más amables, gentiles —y eficaces— que con tanto éxito utilizaron Scharff y el poco conocido Sherwood Moran, quien interrogaba a prisioneros japoneses durante la Segunda Guerra Mundial.
Lo peor es que el Ejército y el FBI han hecho lo posible para bloquear o diluir los esfuerzos de reforma descritos en la legislación que proscribe la tortura: la enmienda McCain-Feinstein de 2015 (redactada por el finado senador John McCain y la entonces presidenta del Comité de Inteligencia del Senado, Dianne Feinstein). En octubre, durante una conferencia HIG celebrada en Washington, D. C., varios psicólogos, científicos sociales, expertos en interrogatorio y funcionarios de inteligencia lamentaron que AFM siga recomendando el uso de intimidación, manipulación y coerción, pese a que es bien sabido que esas técnicas son contraproducentes.
“Suprimieron una investigación que demuestra que las prácticas del Manual de Campo del Ejército no son tan eficaces como cree el público… y el FBI no ha publicado la totalidad del estudio”, acusa Mark Fallon, respetado exagente del Servicio de Investigación Criminal Naval y expresidente del comité de investigaciones de HIG. El FBI se negó a comentar para Newsweek.
Otras fuentes expertas han dicho que algunos sectores del Ejército se resisten a reformar los interrogatorios. “Algunas partes del Ejército están muy interesadas y apoyan las investigaciones de HIG, pero otras no”, comenta el Dr. Charles Andy Morgan, psiquiatra forense y exfuncionario de inteligencia médica en la CIA, quien intervino en el estudio clasificado. “Sé que hubo guerras territoriales. Hay muchas guerras territoriales por ese asunto”. Otro científico, quien pidió el anonimato para hablar de comunicaciones privadas con el Pentágono, señaló que la inteligencia militar ha adoptado “la actitud infantil” de que “HIG nunca nos pide opinión para algo, así que ¿por qué debemos aceptar la suya?”.
Falso, interpone Maria Mjoku, portavoz del Ejército. “El Ejército siempre trabajará estrechamente con el Grupo de Interrogatorio de Alto Valor”, dijo a Newsweek. Un oficial estadounidense, al abrigo del anonimato para abordar temas de política interna del Ejército, agregó que “las investigaciones de HIG validan lo que estamos haciendo”.
En 2006, el Ejército ciertamente abandonó algunos de sus métodos de interrogatorio más severos, los cuales habían sido autorizados en un memorando de 177 páginas de Donald Rumsfeld, secretario de Defensa durante la presidencia de George W. Bush. Sin embargo, esa decisión no se fincó en investigaciones científicas, señala Morgan, quien, aquel año, ayudó a redactar una colección de documentos para la hoy extinta Junta Científica de Inteligencia e informó que había pocas evidencias para respaldar el uso de métodos de “interrogatorio coercitivo”.
Morgan agrega que “fueron importantes debido a la presión pública y social” generada por las divulgaciones mediáticas sobre tortura y humillación en el centro de detención estadounidense de Bahía de Guantánamo, Cuba; en la prisión de Abu Ghraib, Irak; y en los sitios negros de la CIA. La respuesta del Ejército fue: “¡Ay, carajo! Tenemos que cambiar lo que hacemos para no seguir siendo los malos en las noticias”. Al menos frente al público. Morgan enfatizó que ese mismo impulso llevó a la fundación de HIG, en 2009. “La creación de HIG fue resultado de la mala reputación de la CIA. Dijeron: ‘De acuerdo, será un esfuerzo tripartita. Todos habrán de trabajar en conjunto y la CIA se abstendrá de interrogar a más gente. Eso lo harán los interrogadores del FBI y el Ejército’. Fue así como se originó [HIG]”.
“Aunque dudo mucho de que la ciencia cambie lo que hicieron”, añadió Morgan.
Funcionarios activos y retirados aseguran que la CIA ha quedado fuera del negocio de los sitios de interrogatorio secretos. Durante su audiencia de confirmación, la directora Gina Haspel prometió que el submarino y otras técnicas semejantes estarían prohibidas en su gestión. Y HIG, bajo la batuta del FBI, tiene ahora la tarea de interrogar a los terroristas de alto nivel.
Morgan dice que persistió un gran problema tras la prohibición de la tortura. “No había un lineamiento que explicara, específicamente: ‘Es así como debes interrogar a los sospechosos’”. Él y otros expertos señalan que se sabe poco sobre los interrogatorios de campo de las unidades de combate y las fuerzas de operaciones especiales. Fallon recuerda que, “en 2002, cuando el Departamento de Defensa adoptó las tácticas de tortura EIT, ya había manuales y políticas establecidas, pero los pasaban por alto”.
Hoy en día, aun cuando se ha proscrito el programa EIT, los críticos creen que el AFM “reformado” deja un amplio margen para los abusos, pues el manual aboga por dominar al cautivo de manera absoluta e intimidante. “Es necesario abandonar el control… excesivamente físico, emocional y psicológico”, porque es contraproducente, afirma el coronel Steve Kleinman, retirado de la Fuerza Aérea y exfuncionario de interrogatorios del Departamento de Defensa. Resalta que la humillación provoca ira, resentimiento, resistencia y el deseo de represalias: los mismos sentimientos que llevan a las personas al terrorismo. “Si la humillación ocasiona que alguien se vuelva terrorista, ¿por qué supones que la humillación hará que un terrorista entregue información?”, cuestiona. “Ese concepto no tiene la menor lógica, y mucho menos ciencia”. Además, numerosos estudios demuestran que el sufrimiento extremo y el dolor físico también resultan en confesiones falsas.
Fuera de esas investigaciones, hay poca información científica sobre el tema. Incluso las contadas evidencias persuasivas —como las de Scharff— siguen siendo anecdóticas. Cuando José Rodríguez —director de operaciones clandestinas de la CIA— tomó la nefasta decisión de ordenar la destrucción de las torturas filmadas en los sitios negros de la CIA, acabó con evidencias científicas valiosas, comenta Morgan. “Esperábamos que no destruyeran los videos para que un científico autorizado los revisara y dijera: ‘Escuchen… la brutalidad produce datos verificables en [solo] 10 por ciento de los casos’”.
“Es indispensable revisar [AFM] de cabo a rabo, porque nunca se ha hecho una evaluación objetiva sobre la eficacia de sus técnicas”, argumenta Kleinman, quien contribuyó a descubrir los abusos de los interrogadores en Irak.
No obstante, es difícil modificar actitudes que han reforzado décadas de películas y programas policiacos donde las amenazas, la coerción y la tortura casi siempre dan resultado. En 24 —serie dramática sobre antiterrorismo, que gozó de tremenda popularidad a principios de siglo—, el héroe Jack Bauer fracturaba los huesos de los sospechosos para solucionar un escenario mortal tras otro (lo extraño es que Bauer nunca cedió a la tortura de un terrorista).
Morgan recuerda que la serie sedujo incluso a algunos miembros de la CIA. “Estuve en la agencia durante la [locura] de 24, y todos decían: ‘Bueno, vamos a cortarles las cabezas. Podríamos amenazarlos con eso. Deberíamos hacer lo mismo que Jack Bauer’. Y mientras, yo pensaba: ‘Ay, Dios, esto es ridículo’”. Al final, la CIA decidió contratar a dos psicólogos militares, sin experiencia alguna en interrogatorios, para desarrollar el programa EIT.
Implementado en el periodo de Rodríguez y Haspel (su entonces jefa de gabinete), el programa recurría a golpizas, privación de sueño, ruido ensordecedor, aislamiento prolongado y, por supuesto, sumersiones repetidas para hacer que los sujetos hablaran. Rodríguez sigue orgulloso de sus logros, y dijo a Newsweek que “el valor del programa sería evidente” si desclasificaran el informe completo dirigido al Comité de Inteligencia del Senado.
Kleinman descarta semejante idea. “Me encantaría debatir con él frente a un público neutro”, responde.
También es difícil acabar con prácticas y prejuicios añejos. “Cuando alguien ingresa en las fuerzas policiales o de inteligencia —al menos en Estados Unidos—, desconoce cualquier forma de interrogatorio que no sea las ficciones que vio en televisión”, protesta Kleinman. “Pero la idea se refuerza debido a que individuos con 30 años de experiencia han estado haciendo lo mismo. Jamás han reflexionado en su experiencia, y nunca han sometido esas experiencias al análisis objetivo de científicos independientes”.
La psicóloga clínica Susan Brandon, quien durante ocho años fuera administradora del programa de investigación para HIG (por lo que estuvo profundamente implicada en operaciones y capacitación), comenta: “No perciben la necesidad de cambiar, porque su experiencia es que sí da resultados”. Entre tanto, los investigadores novatos reciben instrucciones de sus superiores en el cuartel general, explica Morgan, quien prestó servicio en Afganistán.
Todo esto se antojaría un debate de nerds para quienes creen en las “medidas duras” (título de las memorias de Rodríguez, escrito por Bill Harlow, exportavoz de la CIA). Hablamos de individuos como el presidente Donald Trump, quien defendió la simulación de ahogamiento “y mucho peor” durante su campaña de 2016 (no ha vuelto a tocar el tema desde entonces, tal vez porque —según especula el blog Lawfare—, “está siguiendo el consejo de sus abogados en cuanto a que, si alguna vez hubo posibilidad de defender legalmente esas medidas, hoy se han vuelto menos defendibles que nunca”).
Eso no significa que a Trump le interese la legalidad. Durante la semana de Acción de Gracias, ignoró el informe de la CIA y confirmó la responsabilidad del príncipe saudí Mohammed bin Salman en el homicidio de Jamal Khashoggi, reportero saudita disidente y residente estadounidense. “Es una lástima, pero así son las cosas”, dijo Trump acerca del asesinato, cuando se retiraba de Washington por las fiestas. También ha preferido ignorar los historiales homicidas del ruso Vladimir Putin, el chino Xi Jinping, y el filipino Rodrigo Duterte.
Esto aumenta la urgencia de la reformas, insiste Fallon, quien publicó sus memorias el año pasado —Unjustifiable Means: The Inside Story of How the CIA, Pentagon, and US Government Conspired to Torture—, donde relata los abusos cometidos durante los interrogatorios. “Con un presidente que afirma que la tortura funciona, es necesario legitimar la manera como realizamos entrevistas investigativas”.
Hace falta un cambio radical en la opinión pública. Tal vez se requiera de una adaptación cinematográfica de la biografía de Scharff ( 1978 ), el alemán que incursionó en el hablar suave y ofreció su técnica a la Fuerza Aérea. En 1992, Scharff murió honorablemente en Los Ángeles, tras una exitosa segunda carrera como diseñador de muebles y artista de mosaicos. Una de sus obras más importantes decora el Castillo de Cenicienta en Disneylandia.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek