El Este de la República Democrática del Congo vive el conflicto más letal del mundo que ha acabado con la vida de 5 millones de personas en los últimos 22 años. El Premio Nobel de la Paz a la defensora iraquí Nadia Murad y al ginecólogo congoleño Denis Mukwegue visualiza el uso de la violencia sexual como arma de guerra. Newsweek en Español estuvo con las sobrevivientes que, aun torturadas, violadas y repudiadas por sus comunidades, se organizan para protegerse y denunciar.
REPÚBLICA DEL CONGO, ÁFRICA.– Apenas despunta el día y el mercado de Minova ya hierve. En una calle de terracería, improvisan puestos con caña de azúcar, mijo, cebollas. Mujeres de los poblados aledaños llegan cargando sobre las cabezas cestas con yuca, elotes, limones… Otras sujetan sobre su frente una madera que carga un racimo de plátanos verdes. Una nube de moscas se amontonan sobre un tenderete que exhibe carne de cabra. En una esquina uno de los pocos hombres que venden grita “¡sambaza!, ¡sambaza!”, en referencia a unas pequeñas sardinas que pescan en el lago que se abre allí mismo: el Kivu.
El lago Kivu es uno de los Grandes Lagos Africanos y a simple vista genera una postal hermosa. Rodeado por volcanes que anhelan el cielo, montañas exuberantes, reservas de gorilas, plataneros recostados por el peso de su cosecha, y un subsuelo riquísimo en minerales cotizados, genera en su gran biodiversidad, su perdición. En sus orillas orientales se originó el genocidio de hutus contra tutsis que marcó la historia de Rwanda en 1994, y en su disputa llevaron la guerra hacia la vecina República Democrática del Congo. El conflicto entre las milicias de los países vecinos, Rwanda, Uganda y Burundi, encontró una chispa en la oposición al dictador congoleño Mobutu y lo que empezó como una guerra contra la dictadura, la Primera Guerra del Congo, se convirtió pronto en la Gran Guerra Africana donde participaron países tan dispares como Libia, Sudán, Angola, Zimbaue, Namibia y Chad.
Aunque en 2003 se firmó la paz, la violencia se enquistó en el este de la República Democrática del Congo. A la orilla del lago Kivu se extraen minerales como oro, diamantes, cobre, cobalto… Y está la principal reserva del mundo de coltán, el mineral con el que se fabrican las baterías de nuestros celulares y otras tecnologías. Más de una treintena de milicias sanguinarias, unas fuerzas armadas corruptas y los cascos azules se disputan todavía el territorio para sacar tajada del extractivismo millonario que ha dejado a la población a la intemperie y vulnerable a saqueos, masacres y torturas sexuales. La guerra del Congo es el conflicto más letal de la historia de la humanidad, con más de cinco millones de muertos en los últimos 22 años.
“Desde 1994 estamos atrapadas por una gran guerra. Los grupos armados entran dentro de los hogares, queman las casas, no paran de robar, nos violan”, explica serena Desanges Camate mientras se repone de haber recogido la cosecha que sus compañeras han llevado a vender al mercado y que es una de sus escasas fuentes de ingreso.
Su hermana mayor, Rachel Camate, cuenta la historia familiar:
“En 1999 vivíamos con mis padres, mis tres hermanas y yo, que soy la mayor y entonces tenía 13 años. Una noche, alrededor de las 10, cinco rebeldes armados saquearon nuestra casa. Violaron a mi madre delante nuestro y luego, una por una, nos violaron a nosotras. Después mataron a papá y le cortaron los genitales, los asaron en el fuego y nos obligaron a comérnoslos. Perdí el conocimiento. En el hospital nos dijeron que mi hermana Yvette y yo estábamos embarazadas. La familia de mi padre responsabilizó a mi madre y dijo que Yvette y yo debíamos casarnos con nuestros violadores. Mi madre decidió que nos marcháramos del pueblo”, confiesa con una entereza que contrasta con su apariencia menuda y frágil.
Pese a los Acuerdos de Paz, las orillas del lago Kivu, la región del este de República Democrática del Congo, recibió el triste título de ser la capital mundial de las violaciones. Cuarenta y ocho mujeres eran violadas cada hora, según un estudio estadounidense publicado en 2011 por el American Journal of Public Health. En muchas comunidades las repudiaban por llevar la semilla del enemigo –fueran estos rebeldes o soldados– y las mujeres se veían obligadas a marcharse del lugar.
VÍCTIMAS Y HEROÍNAS
El mismo año que las hermanas Camate eran salvajemente torturadas, un ginecólogo de la región, el doctor Denis Mukwege, decidió fundar un hospital especializado en restauración genital al ver lo destrozadas que llegaban a la salud pública las mujeres víctimas del conflicto. La brutalidad de los grupos armados es tal, que llegan a introducir en la vagina de sus víctimas cuchillos, cristales o productos tóxicos. El hospital Panzi atiende a más de 3,500 mujeres al año. Y Mukwege lleva dos décadas denunciando en foros internacionales que se trata de una agresión a toda la humanidad. Este año la academia sueca ha reconocido su lucha al entregarle el Premio Nobel de la Paz.
El cuerpo de las mujeres ha sido un arma de guerra desde tiempos inmemoriales. El mito fundacional de la Roma antigua se basa en el rapto de las Sabinas, las mujeres del pueblo enemigo. En la ocupación de la ciudad china de Nanking, en la II Guerra Mundial, el ejército japonés violó a 20,000 mujeres en tan solo un mes. En la guerra de los Balcanes, en la Europa del cambio de siglo, entre 20,000 y 30,000 mujeres sufrieron tortura sexual. La historiografía de guerra está plagada de episodios de violencia sexual organizada. El control del cuerpo femenino ha sido una constante y hay una correlación entre la violencia sexual en contextos de paz a su uso en contextos de guerra, y viceversa.
En cambio, hace solo una década, en 2008, el Consejo de Seguridad de la ONU reconoció por primera vez –en la resolución 1820– que la violencia sexual se utilizaba como táctica de guerra para lograr objetivos militares y políticos y que por lo tanto exige respuestas estratégicas. Y a la República Democrática del Congo las soluciones llegan desde las propias víctimas.
La madre de Desanges y Rachel Camate, Rebecca Masika Katsuva, más conocida como “mamá Masika”, se instaló en Minova con sus hijas un año después de haber sido repudiadas por su familia. Allí abrió su casa a cualquiera en su misma situación. Mamá Masika se convirtió en un pilar y en un refugio para las mujeres de la región. Allí podían quedarse el tiempo que necesitaran para recuperarse de las agresiones físicas y emocionales, dar a luz en un entorno amable y sostenerse económicamente con el trabajo de la tierra y las ventas en el mercado local. Durante 15 años más de 150 mujeres pudieron rehacer su vida en el hogar de mamá Masika.
“Mamá nunca se rindió. No dejó que nos quedáramos atrapadas en el victimismo, nos ayudaba mucho a nivel emocional. Algunas creían que las brutalidades que habían sufrido eran el fin del mundo, pero en la casa recuperaban la esperanza y su vida. Nos alentó para que pasáramos página, la casa significó para todas un cambio, físico, psicológico y hasta epistemológico. Eso es lo que mi madre nos dejó de legado”, explica Rachel Camate y su dulzura rebosa fortaleza.
En noviembre de 2012, el grupo rebelde M23 expulsó violentamente al Ejército congoleño de la ciudad de Goma, la capital de la provincia de Kivu Norte. Humillados y en desbandada, los soldados llegaron a Minova donde saquearon a las familias y violaron sistemáticamente a mujeres y niñas, incluso a las que se alojaban en la casa de Masika.
Ante la presión internacional, el gobierno de la República Democrática del Congo prometió un juicio ejemplar contra 39 presuntos responsables. Masika, Rachel, Desanges y las mujeres de la casa se involucraron activamente en la demanda de justicia y acompañaron a muchas otras víctimas a denunciar. Pese a haber conseguido más de mil testimonios, al final solo se condenó a dos soldados. Ningún alto rango fue sentenciado.
“¡Hicieron tantas barbaridades que no puedo ni recordarlas! Y al final, después de todo… fue muy decepcionante” explica Desanges Camate y se le apaga la voz.
“La justicia en el Congo no existe”, se lamenta su hermana pero luego reconoce que, de a poco, hay cambios. “Antes las mujeres éramos ignoradas, pero a raíz de las diferentes presiones de mamá y otras organizaciones, se han conseguido leyes que contribuyen a los derechos de la mujer y estamos empezando a ser reconocidas por la sociedad”, asegura Rachel Camate en Swahili.
Mamá Masika murió en 2016 a causa de la malaria y de su agotamiento después de una vida de entrega y fortaleza. Sus hijas continúan su labor. Cuando fuimos a conocerlas una joven había dado a luz allí hacía apenas tres semanas, ellas eran su familia después de haber sido expulsada de casa de su abuela.
Como Masika otras mujeres han organizado en la República Democrática del Congo lo que ya se conocen como Casas de Escucha, hogares donde no hay médicos ni abogados, pero se les indica dónde pueden acudir, se les cobija del tabú social y, sobre todo, se les acompaña.
“Afuera se muestra que la mujer del Este de la República Democrática del Congo es víctima de la violencia sexual, pero yo no estoy de acuerdo. Sí, es víctima pero también es una heroína, es agente de cambios, no se ha dejado abatir y pelea para reivindicar sus derechos y cambiar las cosas”, subraya desde Goma, la capital de Kivu Norte, Justine Masika Biamba, fundadora de la asociación Sinergia de Mujeres, que reivindica los derechos de la mujer.
AUTODEFENSA FEMENINA
Meriba Lanboche y una amiga se jalonean sobre unos arbustos enjutos. Mientas la otra chica intenta someterla, Lanboche, hábil, repele sus manos, se defiende y en cuanto la otra se acerca, le aplica una llave de arte marcial. En el forcejeo los golpes van tomando intensidad hasta que ambas caen al suelo y ríen. Es solo un juego, quieren mostrarnos las lecciones de autodefensa que han aprendido y que practican bajo sobre la arcilla omnipresente en Kamanyola, su aldea de barro, amasado por la humedad tropical del Este del Congo.
Meriba Lanboche y su amiga nos quieren demostrar que ya saben cómo escapar en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con un hombre. Y que pueden reírse de ello en una sociedad que casa a las mujeres violadas o las repudia.
Meriba Lamboche aprendió autodefensa en sus seis meses interna en la Cité de la Joie (Ciudad de la Alegría, en francés), una residencia asociada al Hospital Panzi –del doctor Mukwege– que acoge 180 mujeres al año víctimas de violencia sexual, que encuentran allí la oportunidad de asistir a terapia, formaciones y educación sexual para convertir el trauma en empoderamiento.
Llegó allí gracias a Jeanette Chandasi Nambintou, “mamá Jeanette”, una mujer de metro ochenta, espalda, caderas y sonrisa ancha, con una convicción más grande que su tamaño. Jeanette Nambintou es una líder natural en Kamanyola. Originaria de la ciudad de Goma, cuando llegó al pueblo se escandalizó ante la situación de las mujeres rurales.
“Las mujeres no teníamos derecho de hablar en voz alta o frente a los hombres en la comunidad, porque así se acostumbraba. Nosotras cultivábamos, pero los hombres controlaban la cosecha. La mujer cargaba con la cosecha al mercado y discutía los precios, pero ellos detrás, se quedaban con el dinero. Y ese dinero en lugar de ser para la familia se lo gastaban en otras mujeres, ¡era insoportable!”, recuerda y su rostro se torna iracundo.
Nambitou empezó a organizar a las mujeres a través de la iglesia. Organizó la primera marcha del 8 de marzo en Kamanyola hace 20 años, solo ocho mujeres salieron. Buscó ayuda en la ciudad, consiguió recursos para el desarrollo. Ahora gestiona el Granero, un proyecto que forma a las mujeres en derechos además de proveerlas de semillas y forraje para la poca ganadería que hay en la región, cabras y vacas flacas y contadas. En nuestra visita, en época de escasez, el almacén está más lleno de expedientes judiciales que de alimentos. No es temporada de cosecha y su familia solo come dos veces al día. El menú es siempre el mismo, una bola de harina de mijo y agua a la que a lo sumo se le añade un vaso de leche para los más pequeños, o se condimenta con un picante endiablado para engañar el paladar. Cuando hay cosecha, se añaden frijoles, verdura, y si hay suerte algún pedazo de cabra. La miseria se ve en los ojos de los más pequeños.
“Cuando las niñas llegan a la pubertad los padres no tienen para darles ni para su aseo íntimo. Entonces los chicos, que se ganan un dólar al día haciendo mandados con la bicicleta, les dan algo de dinero a las chicas para un jabón o para las toallas sanitarias, y luego la chica tiene que agradecérselo y ahí empieza el problema. Esas también son violaciones. Por 30 centavos de dólar, te violan. Y cuando se quedan embarazadas, los padres de la chica van a la casa del chico y si la familia acepta, entrega una cabra y una botella de licor o de cerveza y ella pasa a depender del muchacho. Así se borra la vergüenza aquí. Pero ahí está el drama. Las mujeres se callan, por la tradición. Las chicas no pueden acusar, deben callarse, humillarse, aquí decimos que el techo/tejado esconde la realidad del hogar. Tú no puedes subirte por encima del techo/tejado o serás repudiada”, describe Nambintou. Esto es más complejo por el difícil acceso a la propiedad de la tierra o la casa, la poligamia masculina, la pobreza y la guerra.
En su apoyo a las mujeres Nambintou lleva muchos casos de violencia de género pero también de acceso a los derechos agrícolas o de propiedad. Forma parte de la red de mujeres de Femme au Fone (Mujeres al teléfono) que a través de un sistema de SMS pasan denuncias a la radio de la capital de Kivu Sur, Bukavu.
“Tenemos muchos registros y la radio nos ha ayudado a hablar alto y a ver que no son experiencias locales, y que debemos cambiar el comportamiento. La radio siempre ha sido para los hombres, en casa son ellos quiénes la ostentan, y que nosotras hablemos ahí, cambia la percepción, además nos sirve de sistema de alerta, si hay algún enfrentamiento o viene un motín también avisamos”, explica con dos celulares en la mano que no dejan de sonar.
CONDENAS, RIDÍCULAS Y ARBITRARIAS
De camino a casa de Meriba Lanboche, por ese pueblo rojizo, nos topamos con el jefe de policía, Nambintou lo reprende por un caso de violencia doméstica que tiene atorado. El policía está en la puerta de una rudimentaria cantina, junto a una trabajadora sexual y cerveza en mano. “Ya lo solucionaremos, mamá Jeanette, ya lo solucionaremos”, dice grotesco.
Meriba Lanboche ya tiene 17 años y no le importa quedarse “shanga”, como apodan a las mujeres que no se emparejan allí a partir de los 18 años. En la Ciudad de la Alegría no solo aprendió autodefensa, también que no tiene “ninguna tara, que es como las demás” y se sintió “liberada”. No tiene muchas esperanzas que se haga justicia contra los hombres que la violaron y la tiraron en un agujero en medio del bosque, pero claro que le duele.
“El primer problema de la violencia sexual es la guerra, la guerra es contra las mujeres. Pero también hay otros problemas asociados a tradiciones retrógradas que consideran que la mujer es menos que el hombre, que no le permiten formarse, que no la consideran una compañera. Falta mucha participación de las mujeres en la toma de decisiones, en la gestión de lo público, pero ya nos estamos empezando a organizar y hay mujeres maestras, juristas, candidatas y está cambiando incluso en el acceso a la justicia”, señala la activista Justine Masika Biamba.
La presión de las organizaciones de mujeres forzó al gobierno de la República Democrática del Congo a crear una oficina contra la violencia sexual y el reclutamiento infantil que ha llevado la violencia sexual a los tribunales civiles y militares desde 2013. En 2016, 454 agentes de las fuerzas de seguridad fueron condenados por crímenes de violencia sexual. Sin embargo, según los informes de Naciones Unidas, ese mismo año las violaciones de derechos humanos cometidas por funcionarios estatales aumentaron en un 30 por ciento.
Y entre 2015 y 2017 hubo una oleada de violaciones y mutilaciones a bebés y niñas muy pequeñas en Kivu Sur, perpetradas por una secta que lideraba un diputado provincial que finalmente ha sido ajusticiado. Pero la inestabilidad política no ayuda. El presidente Joseph Kabila debía terminar su mandato hace dos años y apenas ahora ha convocado elecciones para el 23 de diciembre en la que ha prohibido contender a su opositor principal. Esta coyuntura ha aumentado los enfrentamientos y las mujeres han vuelto a pagar las cuentas. El último informe anual sobre violencia sexual en conflictos del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) señalan un “fuerte aumento en 2017” de la violencia sexual tanto por grupos rebeldes como por las fuerzas del estado.
Desde Synergie des femmes mujeres como Justine Biamba siguen empujando las demandas judiciales para intentar frenar la impunidad. “Sí, hay condenas que frecuentemente son ridículas y arbitrarias, pero al menos hay sentencias condenatorias, y nosotras debemos continuar, fortalecer nuestra defensa, al menos a las mujeres ya no les da vergüenza denunciar”, concluye la activista desde su casa con televisión por cable donde ve temporadas pasadas de la telenovela La Reina del Sur.
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Este reportaje forma parte del proyecto SexSymbols financiado por EJC, Journalism Grants y la Universitat Rovira i Virgili y del que ya publicamos previamente el capítulo de Bolivia: https://newsweekespanol.com/2018/07/las-parteras-que-intentan-reducir-la-mortalidad-materna-en-bolivia/