Texas, como parte de Estados Unidos, al igual que Texas como república y Texas como un estado mexicano, ha sobrevivido únicamente porque los civiles armados hicieron lo que su gobierno no podía hacer: mantenerse seguros, mantenerse vivos. Sin armas, Texas no existiría.
Los primeros texanos tenían la autodefensa en su ADN debido a que, en ese entonces, México era un continuo carnaval de revoluciones y contrarrevoluciones. Los estados del norte de México, entre ellos Texas, aportaban poco, desde el punto de vista económico, al gobierno central, y su defensa era costosa, por lo que los colonos frecuentemente quedaban a la deriva. El peligro más común surgió debido a que la lucha para apropiarse de las tierras indígenas, que tantas molestias le causó al general George Armstrong Custer en las planicies del norte, fue igualmente mortífera en las planicies del sur. Los comanches, al igual que otras tribus autóctonas de Texas, adoptaron rápidamente la cultura de las armas de fuego de los colonos y adquirieron dichas armas tan rápidamente como pudieron comprarlas o robarlas.
La Revolución de Texas, al igual que la Revolución estadounidense antes que ella, se desató cuando la patria envió soldados para recuperar las armas entregadas a una milicia para defenderse contra los indios. Mientras las casacas rojas de Lexington Green llegaban para recuperar todo un arsenal, el ejército mexicano fue enviado a Gonzales, Texas, para recuperar tan solo un pequeño cañón prestado para mantener a raya a los comanches. Ese cañón se encuentra representado actualmente en una bandera icónica del moderno movimiento miliciano, junto con la respuesta de los ciudadanos de Gonzales: “¡Vengan por él!”.
Aquel acto de desafío, y aquel amor por las armas de fuego, aún persisten.
Como todos los estereotipos, el estereotipo texano del sombrero vaquero y la pistola al ristre tiene algo de verdad. Cuando fui juez electo en Austin me presenté en un foro de candidatos con el alguacil en funciones. Un residente del otro lado de Lake Travis en Austin le preguntó sobre el tiempo de respuesta.
“Bueno —dijo el alguacil con una sonrisa avergonzada—, tratamos de atender el caso el mismo día”.
El alguacil llevaba un sombrero de ala ancha, al igual que el hombre que le hizo la pregunta. John B. Stetson llamaba a su sombrero “jefe de las planicies”, y era una costosa declaración de moda, pero tenía la misma utilidad que un sombrero de paja barato. Los árboles de mezquite no producen mucha sombra, y los álamos solo se dan cerca del agua. Para trabajar en el exterior con esos climas, es necesario que cada uno lleve su propia sombra.
Ese sombrero estereotipado nació de un sentido práctico, al igual que la estereotipada pistola. Un alguacil rural que necesite reunir a un grupo de hombres no llevaría armas. Esperaría que los voluntarios llevaran sus propias pistolas, rifles u otras armas. Las últimas batallas libradas en Estados Unidos contra soldados extranjeros ocurrieron en suelo texano durante la guerra entre Estados Unidos y México, en la década de 1840, pero la tradición de un ciudadano armado se remonta hasta el asentamiento de Stephen Austin, en 1825.
La tradición perdura, aun cuando el nivel de amenaza se haya reducido en gran medida. En 2010, el entonces gobernador de Texas, Rick Perry, había salido a correr, cuando, según afirma, un coyote amenazaba a su perro. Perry sacó su Ruger .380 semiautomática con mira láser de dondequiera que la haya guardado, pues vestía tan solo una camiseta y pantalones cortos de ejercicio. La idea de ese punto rojo del láser moviéndose a través del cuerpo del coyote justo antes de que Perry jalara el gatillo se podría calificar como algo que ocurre “solo en Texas”.
Sturm, Ruger & Co. inmortalizaron la hazaña cuando ofrecieron una pistola idéntica a la de Perry que decía “Coyote Special” en un costado del cañón, y en el otro, “A True Texan” (Un verdadero texano).
La República de Texas compró 180 de los primeros revólveres Colt destinados a la Infantería de Marina de Texas en 1839, pero algunos de ellos llegaron a manos de los Rangers de Texas, una fuerza paramilitar formada originalmente para convertirse en un organismo de hombres blancos tan rudos como los indios y, por tanto, capaces de matar a los muchos indios que se oponían a la creación de los asentamientos blancos. El capitán Ranger Samuel Walker usó una de esas primeras Colts, y su experiencia llevó a Walker y Samuel Colt a rediseñar el arma en 1846. El modelo Walker fue presentado en 1847. Con sus 2.22 kilogramos de peso, se convirtió en la pistola .44 Magnum original. Actualmente, la Walker Colt original que se cargaba con pólvora negra es un artículo de colección. Hasta hoy, los texanos que pueden pagar una .44 Magnum pueden jactarse de que su arma elegida es “una bolsa llena de sorpresas”.
UNA MODELO desfila en una pasarela durante el NRA Concealed
Carry Fashion Show, en Milwaukee, el pasado agosto. FOTO: JOSHUA LOTT/AFP
Estados Unidos ya era una potencia con salida a las costas de los océanos Pacífico y Atlántico cuando me uní al ejército, en 1964. Las milicias se habían convertido en la Guardia Nacional, pero existía un Ejército, Marina y Fuerza Aérea en funciones. El servicio militar de esas ramas obligaba (o permitía) a que los jóvenes de todo el país interactuaran entre sí. Caminaba por Luling, Texas, más o menos un año después de mi reclutamiento, con un amigo del campamento de entrenamiento de la Fuerza Aérea. La población de Luling había aumentado por la realización del Festival de la Sandía, que se realiza cada año como una excusa para celebrar la producción local e incluso para participar en un concurso de escupir semillas.
Yo nunca había visitado ninguna ciudad más grande que Dallas (si es que conducir a través de un sitio equivale a una “visita”), y el campamento de entrenamiento me había llevado hasta San Antonio, un sitio que tenía casi el doble de población de lo que, en ese entonces, constituía para mí una ciudad “grande”, como lo era en ese entonces Oklahoma City. Mi acompañante había nacido y crecido en una gran ciudad del noreste del país, de la que salió por primera vez para asistir a un campamento de entrenamiento. Buscábamos una forma de librarnos del calor veraniego cuando él se detuvo tan repentinamente que me hizo tropezar, y dijo:
—¡Dios mío, mira eso! ¿Llamamos a la policía?
—¿Qué ocurre?
—Esta arma. ¡La llevan en público!
Mi acompañante señalaba a lo que, en ese entonces, era el vehículo más común en Texas: una camioneta de carga Ford F-100. En el bastidor para armas que se encontraba detrás del asiento había una pequeña escopeta y un gran rifle. Preguntó si llevar esas armas en público era legal. Tuve que preguntarle cuál era el propósito de un bastidor para armas si no era transportar armas.
Nos acercamos y vimos que la camioneta no estaba cerrada, y que las ventanillas estaban abajo para mantener el interior fresco para un enorme perro color café que parecía bastante amigable. El hecho de no cerrar la camioneta con todos los fuereños que había en la ciudad me pareció a mí un mayor problema que llevar armas a la vista, pero uno no deja a un perro que ama, o que incluso solo le agrada, en una camioneta cerrada bajo el sol de verano de Texas.
El rifle era un Winchester 30.06, usado comúnmente para cazar ciervos o lo que llamábamos “alimañas”, entendidas como animales salvajes que probablemente molestarían al ganado. La escopeta era una pequeña .410 del fabricante indeterminado, su uso más común podría ser el de enviar a las víboras de cascabel a mejor vida. Añadí que la mayoría de las .410 que yo había visto pertenecían a niños.
El hecho de que un niño tuviera un arma de fuego le provocó a mi acompañante un choque cultural tan grande como el que sufrió al ver esa camioneta aparcada en una calle pública con armas de fuego a la vista. Apenas estaba recuperándose cuando apareció el vaquero al que pertenecía la camioneta. “Qué tal, chicos”, dijo mientras le daba a su perro un trozo de cecina. “¿Manteniendo a la Fuerza Aérea sin problemas?”.
Charlamos un poco hasta que mi acompañante se alejó, compró un par de aguas frescas de sandía, servidas en vasos altos, y nos sentamos a comparar notas sobre armas de fuego. El hombre era, en el argot de mi región, un “yanqui”. Entiendo que no es así como estas personas se denominan a ellas mismas, pero el caso es que ambos sabíamos que teníamos diferencias culturales. Para él, el término “armas de fuego” significaba pistolas. Unas cuantas personas a las que conocía tenían rifles de caza, pero dijo que nunca había visto una escopeta. Las pistolas requerían un permiso en la parte del país de donde venía, y su padre tenía un revólver .38, que mi acompañante había disparado una vez en un campo de tiro a puerta cerrada. La primera vez que disparó un rifle había sido en el campamento de entrenamiento. Me explicó que, en su ciudad, había vecindarios en los que había pocos permisos para portar armas, pero que todo el mundo tenía una pistola. Esos vecindarios, me aseguró, no eran destinos turísticos y cualquier persona que fuera al menos un poco prudente evitaba pasar por ellos.
ANN PEAY luce un collar de bala durante la reunión anual de
la NRA de 2013 en Houston, Texas FOTO: JUSTIN SULLIVAN/AFP
Le dije que, si yo quería una pistola, ni siquiera necesitaba buscar una armería, sino que la mayoría de las ferreterías de Texas las vendían. Se horrorizó. Debió pensar que las cosas se habían puesto más estrictas después de que Lee Harvey Oswald compró por correo un rifle del ejército italiano. Habían pasado 19 meses desde que Oswald cambió el curso de la historia en la ciudad de Dallas. Le expliqué que yo había crecido con el “libro de deseos” de Sears & Roebuck en el que se ofrecían rifles militares británicos Enfield, ya fuera en su condición original o arreglados para competir con los rifles deportivos que se ofrecían en la misma página.
Mientras nos sentábamos bajo la sombra de un árbol, bebiendo nuestras aguas frescas y alternándolos para escandalizarnos el uno al otro con nuestras historias sobre armas, yo tenía mi primer contacto con el concepto de que los 50 estados de la Unión Americana eran lo que Louis Brandeis denominaba “laboratorios de democracia”. La idea es que distintos estados establecen diferentes reglas sobre los mismos temas, y la nación compara los resultados para ver qué es lo que funciona y lo que no.
También experimentaba el lado positivo del servicio militar casi universal: la epifanía de que un gran país contiene diferentes actitudes y valores, pero estas diferencias no significan que las personas que piensan distinto sean inferiores por esa razón.
La repugnancia de mi amigo por un rifle para cazar ciervos me pareció risible. La diversión duró poco más de un año, hasta el 1 de agosto de 1966, cuando Charles Whitman, scout águila, exinfante de Marina y estudiante de ingeniería, entró en una ferretería de Austin y compró una carabina M1, dos cargadores extra y ocho cajas de proyectiles. Luego se detuvo en Sears y compró una escopeta de calibre 12. En una armería adquirió cuatro cargadores más para la carabina y seis cajas más de municiones.
Whitman metió todo esto en una carretilla con comida suficiente para dos semanas y subió al elevador que lo llevaría a lo alto de la torre del reloj de la Universidad de Texas, donde había una plataforma de observación. Mató a la recepcionista de la torre y roció de balas con una escopeta a una familia que se acercó a él. Desde su puesto de francotirador en la plataforma de observación, su primera víctima fue una mujer embarazada, o más precisamente, su bebé. Realizó muchos más tiros a la cabeza de desconocidos durante los siguientes 96 minutos desde su puesto en el piso 28. Mató a 13 personas de inmediato, y dos más murieron después debido a sus heridas. También hirió a 31 personas.
Los oficiales de la policía de Austin estaban armados únicamente con pistolas y escopetas, ninguna de las cuales resultaba útil a esa distancia, pero cuando se inició el tiroteo, los estudiantes desaparecieron en sus dormitorios y volvieron con sus rifles de caza en la mano. Los oficiales de policía volvieron a sus casas para tomar sus propios rifles de caza. La batalla que siguió les dio el tiempo suficiente a los noticieros televisivos para colocar sus cámaras.
Al principio solo hubo disparos por parte de Whitman. Luego comenzaron los disparos en contra, oyéndose un tiro ocasional aquí y allá, pero después surgieron varios más desde otros ángulos. Finalmente, el fuego en contra creció hasta convertirse en una descarga cerrada de disparos cada vez que Whitman asomaba la cabeza. La novelista Ann Major, que en ese entonces era estudiante de la Universidad de Texas, declaró a Texas Monthly: “Parecía que todos los demás hombres tenían un rifle. Había una especie de atmósfera de vaqueros, un espíritu de ‘vamos tras él’”.
En agosto de 2006, también en Texas Monthly, Bill Helmer, que en ese entonces era un estudiante graduado en historia que también se había convertido en escritor, informó sobre los efectos prácticos de los esfuerzos de los estudiantes: “Recuerdo haber pensado: ‘Lo último que necesitamos es a un grupo de idiotas corriendo por ahí con rifles en las manos’. Pero lo que hicieron resultó ser brillante. Una vez que no pudo apoyarse en el borde y disparar, lo que podía hacer era mucho más limitado. Tenía que disparar a través de los canalones de desagüe, o asomarse realmente rápido y agacharse de nuevo. A eso se debió que hubiera hecho la mayor parte del daño en los primeros 20 minutos”.
Ramiro Martínez, uno de los tres oficiales de policía que se abrió camino hasta la torre con un civil voluntario armado, se enfrentó a Whitman y lo mató a tiros, dijo acerca del ruido que escuchó desde la plataforma de observación: “El tiroteo sonaba como si fueran los truenos en una tormenta”.
UN ASISTENTE a la NRA de 2013 sostiene una ametralladora
Thompson .45. Esta arma estadounidense fue inventada por John T. Thompson en
1919 y se hizo famosa durante la era de la prohibición. FOTO: KAREN BLEIER/AFP
Las acciones de Whitman llamaron tanto la atención que los votantes pudieron haber anticipado cambios en las leyes relacionadas con las armas de fuego, algo que muchas personas habían apoyado desde la compra por correo de Oswald. Pero esos cambios no se produjeron. Solo después de los asesinatos de Martin Luther King Jr. y Robert F. Kennedy, el primer presidente texano pudo firmar la Ley sobre el Control de Armas de 1968, o lo que quedó de ella después de que los cabilderos a favor de las armas terminaron su trabajo. La ley finalmente prohibió las ventas por correo de armas y exigió licencias para cualquier compraventa entre estados, pero en sus comentarios durante la ceremonia de aprobación, Lyndon Johnson se centró más en lo que no estaba en la nueva ley: “Pedí el registro nacional de todas las armas de fuego y la expedición de licencias a aquellas personas que las portan. El hecho es que hay más de 160 millones de armas en este país, más armas que familias. Si queremos que las armas no lleguen a las manos de los criminales, a las manos de los enfermos mentales y a las manos de los irresponsables, entonces debemos expedir licencias. Si queremos encontrar rápidamente a un criminal armado, entonces debemos implementar el registro de armas en este país. Las voces que bloquearon estas protecciones no eran las voces de una nación despierta. Fueron las voces de un poderoso cabildo, un cabildo a favor de las armas que ha ganado por el momento”.
Al vivir en un estado en el que los vaqueros no se distinguen en una multitud, y donde las armas de fuego no son más que otro juguete peligroso que se debe manejar con cuidado, es fácil sentir desdén por esos “quitapistolas” que no conocen la diferencia entre las armas semiautomáticas y las automáticas. No siento rencor contra las personas que están a favor de imponer nuevas leyes sobre armas, aunque cuenten con información limitada; sin embargo, comprendo la fricción que sienten los citadinos cuando se trasladan a Texas por cuestiones de trabajo y descubren que su vecino de al lado tiene suficientes armas como para eliminar el sitio del Álamo con una mano en la cintura.
Sin embargo, también sé que los fanáticos de las armas no andan por ahí cometiendo crímenes. Al preguntarme a mí mismo por qué hay tantas personas decididas a promulgar más límites legales a las armas de fuego, dedico algunos minutos a tratar de recordar a cualquier conocido que haya sido muerto o herido gravemente por un arma de fuego.
Está Neal, que me dio mi primer trabajo repartiendo periódicos. Neal se disparó accidentalmente en la cabeza con la pistola que tenía siempre bajo su almohada. Logró sobrevivir, pero quedó con un daño cerebral importante.
Me incorporé al personal de The Rag, un periódico subterráneo de Austin, después de que George Vizard fue muerto a tiros durante un robo a una tienda en la que trabajaba. Vizard fue la primera víctima de Robert Joseph Zani, cuya carrera abarcó 14 años, tres estados y un número indeterminado de víctimas, y cuya depredación inspiró un libro basado en hechos reales, The Zani Murders (Los asesinatos de Zani).
LAS UBERTI de hoy son réplicas exactas de las armas de fuego
originales. Muchas son mejores con el avance de los materiales y el uso de la
tecnología. En la foto, la NRA de 2015 en Tennessee. FOTO: KAREN BLEIER/AFP
Un drogadicto, que fue expulsado por cometer hurtos en la casa llena de hippies donde yo vivía, sobrepasó el límite un año después y robó a un matrimonio, los mató a tiros y quemó su automóvil con los cadáveres adentro.
El exeditor de The Daily Texan que me contrató para mi primer trabajo periodístico respetable fue muerto a tiros mientras conducía un taxi en Houston.
Un fotógrafo que realizaba trabajos a destajo para el bufete en el que yo trabajaba y que salía con una de las socias fue asesinado a tiros durante un robo a casa habitación.
El hijo pequeño de un sargento de la policía que era un buen amigo mío tomó el revólver de servicio de su padre y se mató accidentalmente.
Steven Fromholz, uno de mis guitarristas preferidos y poeta laureado de Texas en 2007, murió de un tiro mientras salía a dispararles a varios cerdos salvajes y dejar caer un rifle cargado.
Un abogado muy capaz que ejercía en el tribunal donde yo solía ser juez quedó confinado a una silla de ruedas debido a un accidente similar.
Jan Reid, uno de los muchos escritores de Austin que giran alrededor del Texas Monthly, el Texas Observer y The Austin Chronicle, estaba en la Ciudad de México para una pelea de box cuando fue gravemente herido de un disparo por resistirse a un robo. Su memoria del suceso se llama The Bullet Meant for Me (La bala destinada a mí).
El director de la Universidad YMCA cuando yo vivía en Austin, hizo enojar a un vendedor de droga. Una noche alguien llamó a su puerta. Cuando abrió, lo mataron a tiros.
El hijo de una pareja de mi círculo de amistades fue secuestrado a punta de pistola mientras usaba un cajero automático. Una vez que vaciaron su cuenta, lo encerraron en el baúl de su auto y lo arrojaron al Río Colorado.
Todos los días me recuerdo a mí mismo que ya soy viejo, pero me sigue pareciendo una larga lista.
Ahora vivo en una comunidad exclusiva para adultos mayores en el norte de Austin.
Crímenes graves registrados por el FBI en los cinco años previos a mi mudanza: cero. Desde que me mudé, hace siete años, ha habido dos robos. El delito más común es la estafa: reparaciones innecesarias y planes falsos para enriquecerse rápidamente, destinados a los adultos mayores. Tengo dos armas de fuego en casa, una pistola y una escopeta. ¿Por qué? Costumbre. Y porque vivo en Texas.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek