LA PRINCIPAL expectativa respecto a los comicios gubernamentales del pasado domingo 4 de junio era derrotar al PRI en dos estados que nunca antes habían conocido la alternancia. Por un lado, en Coahuila parecía perfilarse la posibilidad de una victoria del candidato panista de la “Alianza Ciudadana por Coahuila”, Guillermo Anaya Llamas. Por el otro lado, había la impresión de que en el Estado de México la candidata de Morena, Delfina Gómez Álvarez, estaba en condiciones de hacer la hazaña y darle su primera gubernatura al partido de Andrés Manuel López Obrador. Pero los resultados de la jornada electoral —muy cuestionables y cuestionados— no han corroborado las esperanzas opositoras en ninguna de esas dos entidades.
La elección de gobernador en Nayarit se coció aparte. Allí estaba por demás cantado el triunfo de Antonio Echavarría García, candidato de la coalición “Juntos por ti” —que aglutinó al PAN, PRD, PT y al local Partido de la Revolución Socialista. Echavarría García es hijo del primer gobernador de oposición de dicho estado, Antonio Echavarría Domínguez, un expriista que en 1998 encabezó una exitosa coalición idéntica a la que ahora, casi veinte años después, ha vuelto a derrotar al PRI.
Los datos más actualizados al cierre de esta edición son los siguientes:
• En Coahuila el abanderado del PRI, Miguel Ángel Riquelme, en coalición con el PVEM, el PANAL y otros partidos locales, se habría impuesto con el 38 % de los votos. La coalición encabezada por el PAN, junto con Encuentro Social y dos partidos locales, obtendría el 36 %. El representante de Morena, Armando Guadiana Tijerina, alcanzaría 12 %. Y el candidato independiente, Javier Guerrero García, un 8 %.
• En el Estado de México el candidato del PRI, Alfredo del Mazo, en coalición con el PVEM, el PANAL y Encuentro Social, tendría el 34 % de los votos. La candidata de Morena, el 31 %. Juan Zepeda, del PRD, 17 %. Y Josefina Vázquez Mota, del PAN, un 11 %.
• En Nayarit la coalición encabezada por el PAN y el PRD, se llevaría el 39 %. El priista Manuel Humberto Cota, postulado por el PRI, PVEM y PANAL, alcanzaría solo el 27 %. El abanderado de Morena, Miguel Ángel Navarro Quintero, un 12 %, lo mismo que el candidato independiente Hilario Ramírez Villanueva, mejor conocido como “Layín”. Y Raúl José Mejía González, de Movimiento Ciudadano, el 5 %.
En términos generales, las lecciones de la elección son cuatro y son bien claras. La primera es que el voto se sigue fragmentando, sea por la escisión en la izquierda, por el crecimiento de los partidos menores o por la figura de los independientes. La segunda es que, en el escenario de semejante fragmentación, el PRI lleva las de ganar —particularmente cuando las oposiciones van divididas. La tercera es que Morena se está afirmando, tanto en viejos bastiones perredistas como en algunos territorios en los que la izquierda no había despuntado antes, como un ascendente polo para el voto de protesta. Y la cuarta es que, aun y llevando las de ganar, con la fragmentación del voto y las oposiciones divididas, e incluso en el supuesto de que al final sí se quede con las gubernaturas de Coahuila y el Estado de México, el PRI está más débil que nunca (véanse los gráficos 1, 2 y 3).
Con todo, en la conversación pública el 2017 parecía configurarse como un prólogo a las elecciones de 2018. Como un adelanto de cómo se estaba acomodando el espectro político, de las fortalezas y debilidades con las que llegaba cada partido. Como un indicio, parcial pero significativo, de las preferencias del electorado de cara a “la grande”. Como un insumo fundamental para decidir las candidaturas del año que viene.
Ese relato, sin embargo, está mutando. Lo que prometía ser un preámbulo de 2018 parece estar transformándose en un epílogo de 1988: por un montón de irregularidades en el transcurso de las campañas, por fundados alegatos de fraude y de negligencia o complicidad de las autoridades electorales, por el rechazo de las oposiciones que se niegan a reconocer las cifras oficiales de su aparente derrota. Así, lo que quisimos imaginar como una plataforma que nos proyectaba hacia el futuro comienza a verse representado más bien como un socavón por el que caemos de vuelta hacia el pasado que creíamos haber superado.
Y es que así como el sistema de justicia a veces da la impresión de servir sobre todo para perpetuar la impunidad, tras las elecciones de 2017 las autoridades electorales dan la impresión a su vez de servir sobre todo para perpetuar el cochinero en el que se han convertido las campañas.
Si durante los últimos años era posible sostener, aunque fuera polémico, que la vocación democrática se demuestra aceptando la derrota, en la víspera de 2018 ese discurso resulta no solo inoperante sino que puede ser hasta contraproducente. Cuando la competencia está tan viciada, cuando las autoridades electorales renuncian o se muestran incapaces de hacer valer la ley, la vocación democrática no se demuestra aceptando sin más los resultados —gane quien gane o pierda quien pierda.
La prueba de la vocación democrática hoy está en la exigencia de que se restaure la integridad de los procesos electorales.
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El autor es profesor asociado del CIDE, donde también dirige el programa de Periodismo.