POR UN MEJOR 2017, vamos a deshacernos de Twitter.
Twitter cae en la categoría de las cosas que antes pensábamos que nos hacían bien, pero resultaron ser tóxicas, como los cigarrillos y el asbesto. El sitio es un célebre reducto de bullying y conductas sociópatas. Da entrada a terroristas y grupos de odio. Da entrada a Kanye West. Pese a sus promesas de limpiar el sitio, la administración de Twitter no ha hecho casi nada.
Y, por supuesto, Twitter también ha dado entrada al recién electo Donald Trump. La mitad de los votantes de Estados Unidos —o, mejor dicho, unos tres millones menos de la mitad— piensan que es “espléndido”. La otra mitad, y casi la totalidad del planeta, pensamos que hay cero ventajas en un presidente Trump que tuitea libremente. La mayor desventaja potencial: desatará una guerra nuclear con 140 caracteres o menos.
Trump es razón más que suficiente para interrumpir la energía en la sede de Twitter y acabar de una vez con todo. Imagina qué sería de Trump sin su Twitter. No usa correo electrónico ni computadora. Jamás averiguará cómo usar Snapchat. Quedaría sin su arma de primera elección para amenazar a sus víctimas. Por cierto, Trump es el 73º tuitero más seguido en Twitter. Katy Perry encabeza la lista, con casi cinco veces más seguidores que Trump. Barack Obama es el cuarto. Trump tiene menos seguidores que Britney Spears, Lil Wayne, la estrella brasileña del futbol Neymar y la roquera apenas relevante Avril Lavigne. La lista de los cien principales dice mucho de lo banal que se ha vuelto Twitter.
Ya no hay mucho en Twitter que siga siendo imprescindible para la vida, o que no podamos reemplazar con Facebook o Snapchat (que hoy tiene más usuarios activos que Twitter). Lo más que puede decirse de Twitter es que se ha convertido en el nuevo microboletín de prensa; un medio donde famosos y poderosos promueven su siguiente proyecto, producto o idea aleatoria con el menor esfuerzo posible. En cuanto a los medios, esos tuits son tan irresistibles como un tazón de patatas fritas. Pero ya comimos demasiadas y estamos hastiados.
Otro beneficio de cancelar Twitter: podría acelerar la desaparición de la palabra hashtag en las conversaciones. Quienes insistan en usarla se convertirán en reliquias, como los que todavía dicen groovy o llaman “doñas” a las mujeres.
Tampoco hay mucho para recomendar Twitter como negocio. El precio de sus acciones se desplomó a menos de la mitad el día en que se hizo pública, en noviembre de 2013. Los ejecutivos de alto nivel van y vienen como lanzadores de relevo tratando de salvar un partido de beisbol perdido. La cifra de usuarios activos creció un poquitín a fines de 2016, pero ha permanecido casi sin cambios desde inicios de 2015. Durante el verano, una serie de compradores potenciales —incluidos Google, Salesforce y Disney— hicieron las diligencias debidas en Twitter y, al parecer, decidieron que se trataba de una combinación demasiado peligrosa y defectuosa para adquirirla.
Twitter jamás tuvo un propósito, desde su fundación. En una entrevista de aquellos tiempos, cuando casi nadie fuera de Silicon Valley había oído hablar de Twitter, el cofundador, Evan Williams, me dijo que estaba observando cómo lo usaban para entender qué era. Y parece que el CEO actual, Jack Dorsey, sigue haciendo lo mismo. A fin de año publicó lo siguiente: “¿Qué es lo más importante que quisieras que Twitter mejorara o creara en 2017?”. En mi opinión, eso no es un ejemplo de liderazgo visionario; no, comparado con lo que hemos visto de Mark Zuckerberg en Facebook o Larry Page en Google. Twitter siempre ha estado a la deriva; en esencia, es un accidente que se popularizó.
Podríamos decir que Twitter ha hecho mucho bien internacionalmente, ayudando a manifestantes a comunicarse y reunirse en países autoritarios. Pero la mayoría de esas “revoluciones de Twitter” no ha tenido un impacto perdurable. Las protestas masivas de Egipto que resultaron en la deposición de Hosni Mubarak fueron organizadas, eminentemente, en Facebook por un empleado de Google, Wael Ghonim, como él mismo detalla en su libro Revolution 2.0. Hoy, los oprimidos del mundo cuentan con montones de herramientas en línea para evadir las restricciones gubernamentales y comunicarse entre sí. No necesitan Twitter.
Con sede en San Francisco, la compañía emplea a poco menos de 4000 personas. Sería una pena que se quedaran sin trabajo. Pero bien visto, hace poco, la CEO de IBM, Ginni Rometty, señaló que hay 500 000 plazas tecnológicas disponibles en Estados Unidos, así que casi todos los tuiterianos despedidos no quedarían mal parados.
Si Trump enfurece al gobierno chino por el asunto de Taiwán, los orientales podrían cobrar una dulce venganza reuniendo el capital para comprar Twitter y cerrarlo de inmediato. Pero es dudoso que eso beneficie los intereses de China. Si los dirigentes chinos quieren desestabilizar Estados Unidos, lo mejor sería comprar Twitter y asegurar que el sitio permanezca operativo para que Trump y Kanye sigan tuiteando.
Debe haber otras opciones. ¿Quién sería lo bastante rico y estaría lo suficientemente motivado para acabar con Twitter? ¿George Soros? ¿Un príncipe saudita? ¿El papa? A principios de 2016, News Corp., de Rupert Murdoch, desmintió rumores de que tuviera interés en comprar Twitter. Tal vez podamos convencer a Murdoch de que le dé otra miradita. Y, entonces, podría hacer con Twitter lo mismo que hizo cuando compró MySpace (una pista para los millennials sobre el resultado probable: ¿han oído hablar siquiera de MySpace?).
Y, sin embargo, acabar con Twitter podría resultar mucho más difícil que ahuyentar mapaches de un campamento. La compañía aún tiene un valor de casi 12 000 millones de dólares. Todavía cuenta con cerca de 300 millones de usuarios mensuales. Y aún tiene a Trump, así que, si alguien intenta cerrarla, es probable que él intervenga y declare que Twitter es esencial para la seguridad nacional de Estados Unidos y, a continuación, instale a Ivanka en la junta directiva.
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Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek