La Estatua de la Libertad arribó a tierras neoyorquinas el 17 de junio de 1885. En varios montones de cajas se apeñuscaban 350 piezas que habían iniciado su travesía en Ruan.
El gobierno francés había decidido regalar La Liberté éclairant le monde a su homólogo estadounidense para conmemorar la Declaración de Independencia de este. Frédéric Auguste Bartholdi estuvo a cargo del diseño, pero fue Gustave Eiffel quien aseguró su viabilidad técnica.
El armado de ese “lego” formidable fue un ejercicio de maestría que, una vez concluido, enfrentó al gigante norteamericano a un nuevo problema: la efigie carecía de pedestal.
El dinero escaseaba, pero no el ingenio.
Joseph Pulitzer, dueño del New York World, publicó un editorial titulado “El pedestal inconcluso”, en el que invitaba a la gente a realizar pequeños donativos. Todos tendrían una recompensa simbólica. Quienes donaran un dólar verían su nombre publicado en el diario (acompañado de una nota de agradecimiento). Aquellos que aportaran más, recibiría también una réplica en miniatura de la figura.
En dos meses participaron más de 100 000 personas y se reunieron unos 120 000 dólares (tres millones de dólares actuales). Acababa de nacer el crowdfunding como lo concebimos hoy. Pero fue la llegada de internet, muchas décadas más tarde, la que catapultó esta herramienta financiera.
LA IMAGINACIÓN, EL LÍMITE
El micromecenazgo puede dar vida a cualquier proyecto. Plataformas internacionales como Lending Club, Kickstarter, IndieGoGO, Zopa o Funding Circle dan cuenta de ello. Y en México hacen lo propio empresas como Fondeadora, Crowdfunder, Prestadero y Kubo Financiero.
Como herramienta, el financiamiento colectivo permitió a la firma The Bucanner (Palo Alto, California) manufacturar una sencilla —y muy exitosa— impresora 3D en la que los bancos no creían. También dio la oportunidad a la banda Protest The Hero, o a la solista neoyorquina Amanda Palmer, de publicar obras que desafiaban a la rígida industria musical comercial.
Y lo mejor del crowdfunding es que admite incluso los proyectos más extraños y personales.
Hace un par de años, por ejemplo, Scott Santens, un treintañero originario de Nueva Orleans, convenció a 180 pequeños mecenas de aportar una cantidad fija periódica para que él pudiera cobrar mil dólares al mes (que recibe hasta la fecha).
A cambio, les ofreció dedicar su tiempo a investigar y ampliar la incipiente bibliografía internacional que existe sobre la renta básica incondicional (RBI). Un ingreso pagado por los gobiernos a sus ciudadanos sin pedir absolutamente nada a cambio. Esquema que, por increíble que parezca, es una realidad en Alaska, en donde el Alaska Permanent Fund trasfiere una mesada a la población producto de la venta de petróleo.
A LA ZAGA
El crowdfunding se ha confirmado, pues, como una plataforma inagotable para los nuevos proyectos.
El Reporte de la Industria del Financiamiento Colectivo 2015, elaborado por Crowdsourcing.org, informó que esta manejó fondos por 34 000 millones de dólares el año pasado. Estados Unidos lidera (49 por ciento del mercado), seguido de Asia (30 por ciento) y Europa (19 por ciento).
África y Latinoamérica son responsables de sólo 2 por ciento del financiamiento hormiga, pero ambos mercados crecen a gran velocidad. En México, Fondeadora fue la pionera en 2011. Sólo cinco años después, otras 15 empresas ya compiten por el mismo mercado, manejando los fondos de alrededor de 55 000 micromecenas.
El problema que enfrenta esta actividad es que adolece por completo de un marco legal. Es tierra de nadie en donde buenas y malas intenciones se mezclan. La Secretaría de Hacienda, la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) y los legisladores fueron rebasados por la tecnología. Dan apenas los primeros pasos para remediarlo.
Y esta herramienta única que poseen artistas, emprendedores y filántropos para hacer realidad proyectos ignorados por el sistema financiero debe convivir con el riesgo constante de que —en su nombre— también se cometa lavado de dinero, fraudes financieros, o se violen los datos de los donantes.
Un esquema encomiable que, como la Estatua de la Libertad al llegar a América, pide con urgencia un basamento.