Por Ana Martínez
La combi llega arrastrándose frente a una larga fila de
personas que esperamos nuestro turno. Delante de mí hay una pareja con un perro
en una caja y una joven de unos 20 años que trae una gran maleta roja con
estoperoles. Junto a ella un señor de traje que no deja de jugar Candy Crush, y
una pareja de mujeres que no deja de repetirse que se aman. Atrás de mí ya sólo
queda una señora de edad avanzada con una bolsa de mandado amarilla y un hombre
de unos 30 años comiendo papas con salsa.
La combi se detiene y todos avanzamos con prisa, intentando
elegir el mejor lugar, si es que eso existe dentro de un diminuto espacio con
los asientos rotos. El coche amenaza con desarmarse cada vez que una persona se
sube. La puerta se cierra con un gran estruendo, y el recorrido comienza.
Son las 10 de la noche y una fila de camiones y combis
atraviesan Ciudad Netzahualcóyotl. Ese pequeño punto negro en el Estado de
México que durante mucho tiempo fue famoso por la violencia, las muertes y
violaciones. Tan sólo en 2013 y 2014 la demarcación se colocó sobre el promedio
delictivo del DF, y en las áreas más peligrosas a nivel nacional. Con un
registro de 2281 incidencias delictivas per cápita. Es decir, los habitantes de
esa zona tenían asegurado el sufrir algún delito.
Pero es de noche y la gente regresa cansada del trabajo. Ya
no tienen fuerzas ni para sentir miedo. “¿Apenas vienes de la escuela?” Me
pregunta la señora de la bolsa amarilla que se sienta junto a mí. “¿Y te vienes
solita?” agrega sin darme tiempo de responder. Yo afirmo con la cabeza y me
volteo para observar las calles solitarias. Creo que tengo una expresión de
preocupación porque la señora intenta tranquilizarme diciendo: “Ya no es tan
peligroso como antes. Ya tiene como medio año que no matan a nadie de por mi
casa. Está sólo, pero no te pasa nada”.
No pasa nada. La justificación eterna a los males. Tal vez
ya no pasa nada porque ya pasó demasiado. Tal vez la gente ya no sale porque
sigue teniendo miedo, y los delincuentes tampoco salen porque no hay nadie a
quien asaltar. La mujer guarda silencio y se dedica a observar a los demás. La
pareja mantiene una discusión.
“No, ese wey me lo dio porque no tenía para pagarme la mariguana.
Es fino el perro y me dijo mi carnal que sí me da los dos varos por él”. Afirma
el hombre mientras le acaricia la cabeza al perro. “Este (…) perrito le valió
la vida, el Gonza ya se lo iba a tronar ahí”. Todos lo escuchamos, pero nadie
se preocupa. Después de todo es normal que la gente hable de drogas en los
camiones a las 10 de la noche.
Durante los dos meses que he recorrido esa ruta siempre hay
un tema presente en las conversaciones de los pasajeros: la violencia. Las
drogas también hacen su aparición una o dos veces por semana. Pero la gente ya
aprendió a “no meterse” y siguen el consejo de Juárez de respetar el derecho
ajeno a hacer lo que les plazca, para mantener la paz.
Los índices delictivos han bajado notablemente. Durante las
administraciones anteriores Neza llegó a ocupar el lugar número ocho en la
escala delictiva de la entidad; en lo que va del año se ha alejado hasta el
lugar número 70, con un promedio de 68.3 delitos por cada 100 000 habitantes,
muy por debajo del promedio de 170.3 que mantiene el Distrito Federal.
La puerta de la combi tiene una imagen de un huevo que dice
“anticipe su parada”. Yo obedezco y pido que me bajen en la siguiente esquina.
La puerta se lamenta el dejarme pasar y se lo agradezco con un fuerte empujón
para que cierre.
Sobre la avenida Pantitlán hay una lona que anuncia la
designación de nuevas patrullas para que vigilen la zona. Yo observo a los dos
lados y no veo ninguna. Emprendo mi camino con los puños cerrados y con la
esperanza de que las dos cuadras que me faltan por caminar estén solas. Llego a
mi destino y veo el periódico que anuncia la muerte de un chofer. Por suerte no
es cerca de aquí, en Neza, pero no cerca; así que al menos yo, al igual que la
señora, estoy en un lugar más seguro.