Contempla al barman, ese mago que hace gala de su arte detrás
de la espléndida barra rescatada de una cantina de Oklahoma. Distingue entre el
amargo de Peychaud’s y el de Angostura; preparará un aviation o un stinger sin
mirar su iPhone; y discurrirá largamente sobre el daiquirí favorito de Ernest
Hemingway (“sin azúcar y doble ron”, según el mismísimo Papa). Es un
sofisticado que aliviará tu carga de sobriedad y efectivo. Y lo hará todo con
la solemnidad de un director de pompas fúnebres.
Envidio al barista moderno, aunque no quiero estar en su
sombría presencia cada vez que tengo antojo de un coctel. Sí, a veces un
martini bien hecho es justo lo que necesito para rescatar una agónica noche de
martes, pero en ciudades importantes como Nueva York y San Francisco, los
lugares donde mezclan cocteles impecables son cada vez menos atractivos para
mí: exclusivos, costosos y más pudibundos que el Vaticano.
Tampoco tengo la habilidad para imitar al barman en casa. No
soy capaz de distinguir los amargos, no conozco de vermuts; ni idea de cómo
mezclar o agitar. Así que mejor termino abriendo una cerveza.
O mejor no. A mi salvamento viene un inimaginable rescatador,
sellado en una botella. ¡Así es! La combinación de flojera e ingenio
estadounidenses ha creado otro gran producto: el coctel premezclado. Tú,
compadre bebedor, solo tienes que poner en la mesa una copa, algo de hielo y un
hígado temerario.
Los premezclados tienen un pasado sórdido y rico. Sin duda has
visto mezclas de margarita en algún olvidado rincón del supermercado: son de
color limo radiactivo y contienen suficiente azúcar para poner a temblar a un
elefante. No hay razón alguna para que un ser humano las consuma y seguramente,
ningún humano las ha consumido jamás (excepto algún despistado en una fiesta
universitaria de tema hawaiano en Palookaville State).
Sin embargo, el reciente interés en la producción local de
pequeña escala ha llevado a los baristas a replantear el coctel premezclado, y
hasta los sumos sacerdotes de la sección gastronómica de The New York Times han
elogiado la emergente tendencia. No te rías. Después de todo, si el vino en
tetrabrik puede ser de onda, ¿por qué no un Manhattan en botella? Había que
probarlo para creerlo, así que lo hice. De buena gana. Muchas veces. En aras
del periodismo, pero no con desagrado. Con suficiente placer para declarar que
el coctel premezclado es como los de verdad. Una cosa que bien podrías
disfrutar, si disfrutas bebiendo cosas.
El secreto de un buen coctel premezclado no es secreto: sus
ingredientes. Por ejemplo, el “Manhattan de barrica”, de High West Distillery
está preparado con el centeno de primera de la famosa destilería y añejado 90
días en una barrica. Si lo sirves como Dios manda, sabe como todo buen
Manhattan. ¿Que si me recordó, exactamente, al Manhattan que bebí una vez en el
Harry’s New York Bar de París? Bueno, no tanto. Pero no voy a París cada fin de
semana.
Cierto. Es entretenido ver trabajar al barman y entiendo que
disfrutar lentamente de la copa es la mejor parte. Pero como todo
estadounidense, para mí, lo más importante es la conveniencia. Dame mantequilla
de maní y mermelada en un frasco; dame champú y acondicionador en el mismo
envase; rellena la corteza de mi pizza con pepperoni. Y ya que estás en eso,
pásame la botella de martini.