Hace 100 años nació un hombre que nunca envejeció. Encontrarse con el escritor argentino tiene una naturaleza anacrónica.
Cuenta Carlos Fuentes que en alguna ocasión atravesó una plaza parisina, después una cochera que daba a un patio, y tocó una puerta buscando al famoso Julio Cortázar. Al toque acudió un muchacho al que no le calculó más de 20 años. El joven Carlos Fuentes consideró que se encontraba ante el hijo del hombre al que había ido a buscar:
—Pibe, quiero ver a tu papá —dijo Carlos Fuentes.
—Soy yo —dijo el hombre tras el umbral.
El autor de Aura escribe “Así nació la leyenda de un Julio Cortázar que era la versión risueña de Dorian Gray”.
Julio Cortázar ya rondaba entonces los 50 años.
Hace 100 años nació un hombre que nunca envejeció. Encontrarse con Cortázar tiene una naturaleza anacrónica. Al igual que su autor, la mayoría de la obra podría pasar por una engañosa juventud, es decir, no se ha avejentado ni ha caducado. La lectura de Rayuela sigue causando identificación en las nuevas generaciones. De ahí que no resulte extraño que broten ocasionalmente un par de jovencitas que ansíen convertirse en la Maga, o un par de estudiantes que sueñen con formar un Club de la Serpiente. Esa tarde que Carlos Fuentes conoció en persona a Julio Cortázar también se encontró con parte de sí mismo.
En Continuidad de los parques, Julio Cortázar nos narra la historia circular de un hombre que se lee a sí mismo. Es un cuento que termina donde comienza, o viceversa. El hombre se sienta a leer sobre un sillón de terciopelo verde y —como es natural en Cortázar— nos introduce rápida y discretamente en la lectura del personaje: un amorío, unas caricias, un plan criminal y otro hombre que sale y busca camino entre sendas y árboles. Entra a otra casa escondida tras la “bruma malva del crepúsculo”, recorre silenciosamente las estancias con un puñal en la mano y, finalmente, distingue la cabeza del hombre que lee atentamente sobre un sillón de terciopelo verde. La hermosa circularidad.
Al alcanzar las últimas páginas de Cortázar uno se da cuenta de que el horizonte nunca concluye, sino que uno se descubre nuevamente en el principio. Es la continuidad de Julio Cortázar. Parafraseando: de ahí que lo más natural es atravesar una plaza parisina, entrar por una cochera a un patio añoso y tocar una puerta. El hombre, casi un muchacho, que acude al toque, no es nadie más que uno mismo.
Julio Cortázar nunca dudó en recalcar a su lector o a su entrevistador que fue un autor tardío. Publicó su primer libro después de los 30 años —sin tomar en cuenta el trabajo poético que apareció antes bajo seudónimo—, ya que lo que pretendía era ofrecer un ejemplo literario maduro y revisado con prudencia. Con la autocrítica distintiva de los genios procuró ofrecer una obra con la menor cantidad de defectos posibles. Eso le aseguró una entrada veloz al mundo literario que, en pocas décadas, exportó su fama y lo consolidó como una figura de culto en la literatura latinoamericana.
Su visión sobre la creación literaria era definida: se veía a sí mismo poseído por una fuerza ajena a su conciencia a la hora de escribir —un médium, dice en un par de ocasiones—. Apenas vislumbraba el inicio de un texto y lo demás era un constante fluir de dedos sobre la máquina de escribir. Acaso su mayor exigencia se centraba en la novela, donde sí trataba de delimitar el argumento y la forma con mucha mayor participación del análisis. Cosa evidente, por ejemplo, en la transición de Rayuela a 62 o a Libro de Manuel: donde la organización de las comunidades de personajes —pues nunca se centró únicamente en un protagonista como eje del plano narrativo— se ve dispuesta para complementar una trama con una fuerte presencia política. Esa madurez inherente al escritor, que evoluciona naturalmente, en conjunto con su férrea autocrítica, crearon una de las obras más destacadas del continente.
Hoy se sigue leyendo a Cortázar, en su mayor parte, como podía leerse en la década de 1960. Hay un redescubrimiento del lenguaje en su obra pero, sobre todo, es buen momento para deslindarse de Rayuela. La novela emblemática de la experimentación de la segunda mitad del siglo XX, ese tan elogiado y quizá sobrevalorado texto, es una ruta ya conocida a las entrañas del autor. No obstante, es prudente volver a los cuentos, a la narrativa breve.
En los cuentos de Cortázar es posiblemente donde se puede apreciar mucho mejor su talento y las verdaderas raíces de su valor literario. Las lecturas de la infancia (la fuerte presencia de Edgar Allan Poe sobre todo) le permitieron vislumbrar los límites más aproximados a la perfección del cuento. Si bien Cortázar elogiaba algunas máximas para el proceso creativo —como el “Decálogo” de Horacio Quiroga o alguna que otra frase que citaba con frecuencia—, tampoco se fiaba en ello totalmente. Es por eso que Cortázar logra la ruptura del concepto más conservador de la narrativa de su momento.
En casos como Usted se tendió a tu lado, Vientos alisios, Axolotl o Todos los fuegos el fuego, asistimos a unas de las características innegables y más notorias de Cortázar: lo lúdico. El juego de semántica, el ajedrez de tiempos verbales, el cambio de voz y persona que de pronto convergen —y sobre todo de manera difuminada y gradual—, nos conduce a maravillarnos de la maestría con la que el autor ha encajado sus líneas unas dentro otras. Es aquí donde radica el Cortázar más auténtico, el que se desprende de reglas o leyes —el fetichismo literario según Monterroso— para la creación del cuento. Cortázar juega con las posibilidades de la lengua.
Es cierto que el juego está muy presente en Rayuela, pero la clara participación de lo fantástico se asienta con nitidez en la ficción breve. Lo lúdico y lo fantástico alcanzan en el cuento la verdadera carta introductoria a lo que podemos identificar como el estilo de Cortázar. Y todo esto se condensa en armonía con el absurdo. Como ejemplo, Carta a una señorita en París no solo se apoya en el gesto fantástico de la regurgitación de conejos, sino en la atormentada narración epistolar de la desesperación que —y es ahí donde radica el absurdo— no concreta una salida lógica al nudo del cuento, sino una salida poética y casi fotográfica de un final dramático. Es aquí donde se pronuncia como uno de los hijos de Poe: y en lugar de ofrecernos “treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el suelo” como lo hace Poe en “Berenice”, Cortázar nos regala “once conejitos salpicados sobre los adoquines”.
Es decir que Rayuela no es, por mucho, la verdadera carta introductoria de Cortázar. Para ser justos: la novela es todavía, pese a sus múltiples virtudes, bastante ingenua. Sus personajes, por ejemplo, todavía necesitan ser redondeados y sus diálogos ocasionalmente podrían quedar en boca de otro interlocutor, quiero expresar: que la psicología del personaje cortazariano aún no había madurado. No se puede negar el carácter innovador, esa tan gastada mención a la experimentación que identifica la novela, es cierto. Pero en el cuento la verosimilitud de un personaje —y quizá por los límites mismos del género— permite que el personaje se presente a sí mismo solo a medida que lo necesita la narración. El resultado es un género fantástico alimentado de juegos y pasiones (la música, el deporte, el arte) que captura la esencia de todo aquello que en verdad hereda Julio Cortázar al mundo.
Hay una anécdota de un profesor de la Facultad de Filosofía y Letras que ha dado una cátedra sobre Julio Cortázar durante varios años. El profesor, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, había estudiado toda la obra del argentino salvo un libro, un solo libro. Era un simbolismo. La razón que lo apartaba de esa última lectura era la idea del fin: “Si leo ese libro, ese último libro, se habrá acabado Cortázar, ya no habrá más. Nunca”, afirmaba con profunda pena.
Según confiesa el escritor Francisco Massiani, fue invitado a conocer a Cortázar en 1969. Pero el encuentro no se dio y él volvió a casa: “No conocí a Cortázar —explicaba en una entrevista muchos años después—. Me inhibí. Me dio, simplemente, miedo”.
Lo único más triste que terminar a Cortázar es jamás conocer su universo.
Hablamos de un hombre que sacudió la historia de la literatura latinoamericana, pero que jamás estuvo realmente convencido de haber participado en la invención de una era literaria. Alto, altísimo, y con una notable resistencia al envejecimiento, Julio Cortázar, el hombre, se transformó en su obra. Heredó sus características físicas a su legado literario: la altura de narraciones vigentes y la prolongada juventud de un lenguaje lúdico y curioso.
La exploración de la literatura que realizó Cortázar en realidad permitió un nuevo panorama de la literatura —“abrió puertas inéditas”, dice Vargas Llosa— y enseñó, junto con otros pocos de su generación, que nuestra lengua estaba lista para una ficción más compleja y aventurada.
Ocurre que ocasionalmente se le ecuerda como si uno lo estuviese leyendo. O, mejor dicho, que se lee a Cortázar como si uno se viera por primera vez en un espejo.
Ahora se entiende que se escriba sobre la anécdota de un escritor que se encuentra con otro. Uno también se puede reconocer en la memoria de los demás. Es entonces que atravesamos la plaza, cruzamos una cochera con su patio, y tocamos la puerta. “Soy yo”, dice la voz al tiempo que se abre una puerta que, quizá, en realidad es una página.
Fabio Marco Iván es escritor y crítico literario mexicano. Ha publicado en revistas y periódicos artículos culturales, de ficción, poesía, entrevistas y crítica literaria. Escribe el blog ‘Palabras en reposo y otros parásitos’ en wordpress.com. @FabioMarcoIvan