A 31 años de su muerte, el polémico español se mantiene como una de las figuras más emblemáticas del mundo del arte universal.
La Real Academia Española de la Lengua define la palabra “genio”, entre sus diferentes acepciones, como “mal carácter, temperamento difícil”, y como la “capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables”.
Y “genio”, hay que decirlo, es la palabra usada una y otra vez para definir a Salvador Dalí, tal vez el máximo exponente del surrealismo en el mundo.
Porque a 31 años de su muerte, ocurrida el 23 de enero de 1989, Salvador Dalí continúa siendo eso, un genio, el hombre de la capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables, y un personaje de temperamento difícil.
Pintor, dibujante, escultor, escenógrafo y escritor, además de apasionado por experimentar las técnicas de la cinematografía y la animación, Salvador Felipe Jacinto Dalí i Domènech (su nombre completo) no dejó indiferente a nadie a lo largo de su prolífica vida artística.
A su lecho de muerte acudió el rey Juan Carlos de España para otorgarle el título de marqués, y Jordi Pujol, en ese entonces presidente de la Generalitat catalana, sentenció, tras acudir al hospital donde falleció el artista que, “el nombre y la obra de Dalí perdurarán durante muchos siglos; no solo en los libros, sino en la mente de la gente”.
Salvador Dalí, el español del largo y delgado bigote retorcido, el niño mimado y problemático que desde pequeño se esforzaba por actuar a contracorriente y provocar conmoción a su alrededor, se convirtió en una pieza clave de la evolución artística del siglo XX y, como lo dijo Pujol, estará presente siempre cuando se hable de genio y arte moderno.
El pintor surrealista británico Conroy Maddox (1912-2005) escribió sobre Dalí que “probablemente fue el primero en explotar de manera consistente los descubrimientos de Freud y el psicoanálisis, y en insistir deliberadamente en el derecho del hombre a su propia locura”.
Y si de locura se trata, el propio Salvador Dalí, en una célebre entrevista que le hizo el periodista de televisión mexicano Jacobo Zabludovsky, en 1971, fue contundente al afirmar “que la única diferencia entre un loco y yo, es que yo no estoy loco”.
Las palabras de Dalí fueron a la pregunta del periodista quien, abiertamente, le dijo: “Maestro, algunas gentes dicen que usted está loco”. El primero que lo dijo, contestó el artista a Zabludovsky, “fue precisamente Dalí. Porque fue hace exactamente 35 años, un día memorable, cuando me pidieron (explicar) la diferencia que había entre un loco y Dalí, respondí que casi ninguna. Que la única diferencia entre un loco y Dalí es que yo no estaba loco; pero por lo demás no había ninguna diferencia”.
Locura o genialidad, o ambas, la obra de Salvador Dalí se mantiene en el gusto de los coleccionistas y, aprovechando el primer cuarto de siglo del fallecimiento del artista, la casa de subastas Bonhams, en Nueva York, ofrece al público una escultura creada por el español valuada en un rango de precio entre 345 000 y 478 000 dólares. Se trata de un elefante de bronce con patina verde sobre el cual viaja un ángel alado haciendo sonar una trompeta, una de las últimas obras creadas por el artista.
Los elefantes fueron una figura recurrente en la obra de Dalí, quien gustaba de representarlos con largas y afiladas patas que otorgaban a estos seres fantásticos una imagen realmente desconcertante.
Pero para nadie es un secreto que Salvador Dalí gustó del lujo que le brindó el buen precio de mercado de su arte. En la entrevista mencionada con Jacobo Zabludovsky, el artista reconoció tener dos grandes amores: el primero era su esposa Gala, “inmediatamente después”, el oro.
Su trabajo, no solo bien reseñado, sino también notablemente cotizado por los coleccionistas, permitió a Salvador Dalí (hijo de una familia acomodada, pues su padre era notario) viajar, construir sus residencias y talleres en grandes fincas, y sostener un ritmo de vida sin problemas económicos.
Sus inicios
Nacido el 11 de mayo de 1904 en Figueres (Girona), España, Salvador Dalí se distinguió desde pequeño no solo por su afición al arte, sino también por su temperamento difícil. Se sabe que su comportamiento escolar era poco menos que desastroso no solo para sus profesores, religiosos maristas, sino también para sus compañeros, a quienes solía hacer blanco de elaboradas y extrañas travesuras, o a actos impulsivos como el del niño que resultó con muchas lesiones cuando Dalí lo empujó de un puente sin previo aviso.
Un cuarto de baño en la parte alta de la casa familiar se convirtió en su refugio. Solitario por naturaleza, gustaba de encerrarse en ese sitio para dibujar y pintar por largas horas. En verano el artista en ciernes llenaba la bañera y se dedicaba a sus obras sentado en la tina.
Enviado por su padre a vivir con la familia de Ramón Pichot a las afueras de Figueres, el joven Dalí amplió su visión sobre el arte, pues su anfitrión era un pintor talentoso dentro de la escuela del impresionismo, y sus hijos eran músicos destacados, mientras que una de sus hijas cantaba ópera.
En la propiedad de Pichot había un molino, el cual se convirtió en un asunto de interés para Dalí no por su utilidad práctica, sino por la simbología de la torre, algo que guardó para siempre en su memoria.
Los biógrafos de Dalí coinciden en que una vieja puerta de madera apolillada que el pintor usó como lienzo para pintar unas cerezas fue de las primeras muestras de la brillantez del artista. En esa tabla Dalí pintó con óleo las frutas y luego colocó a cada una los rabos de cerezas verdaderas, lo cual le daba un efecto especial; para rematar su obra, en los agujeros de la polilla el joven artista colocó gusanos de verdad. “Eso muestra genialidad”, habría dicho Ramón Pichot al ver el resultado, según la versión de Conroy Maddox.
A partir de allí Dalí comenzó a mostrar cualidades como artista. Regresó a la casa familiar e ingresó a una escuela de arte en Madrid por instrucciones de su padre, quien aceptó que fuera pintor a cambio de que consiguiera un título de profesor en la materia.
Viaje a París
En 1929 viajó a París, donde conoció a otros artistas en ciernes, como André Bretón, René Magritte y Luis Buñuel, con quienes pronto entabló amistad.
De acuerdo con el sitio en línea de la Fundación Dalí, el artista comenzó su consagración como tal en 1930, cuando encontró “su propio estilo, su particular lenguaje y forma de expresión que le acompañarán siempre (…) Una mezcla de vanguardia y tradición. Dalí está integrado completamente en el surrealismo”.
En 1934 Salvador Dalí contrajo matrimonio civil con Helena Ivanovna Diakonova, Gala, la musa que lo acompañó desde entonces. Veinticuatro años después de su boda civil la pareja se casó por la Iglesia en el Santuario de Los Ángeles, en Sant Martí Vell, cerca de Girona.
Polémico
Fiel a su estilo, Dalí siempre estuvo enmarcado en el debate y la polémica. Ajeno a las definiciones políticas, el español tuvo serios problemas con sus colegas del surrealismo cuando estos se definieron de izquierda y Dalí se mantuvo apolítico, aunque al parecer con cierta inclinación hacia la derecha. Acusado de simpatizar con Hitler, Dalí fue sometido “a juicio” por otros artistas y fue “expulsado” del surrealismo. ¿Cuál fue la respuesta de Salvador Dalí? Desacreditar la acción de sus compañeros con el argumento de que “el surrealismo soy yo”.
Conforme se adentraba en la parte final de su vida Dalí se acercaba al catolicismo, obviamente sin practicar la ortodoxia, y la ciencia, en especial las matemáticas. Comenzó a trabajar obras cuyo significado estuvieran relacionados, a su modo, con la ciencia molecular, como ocurrió con un cuadro titulado Galacidalacidesoxyribonucleicacid, donde se incluían estructuras moleculares.
Muerta Gala en 1982, la ya afectada salud de Salvador Dalí comenzó a decaer. En 1989, en un hospital de su natal Figueres, el artista falleció a consecuencia de un problema cardiaco aunado a problemas pulmonares.
Al ingresar al hospital, en silla de ruedas e intubado de la nariz, un maltrecho Salvador Dalí retomó la palabra genio en sus últimas palabras públicas lanzadas, con voz débil, a reporteros que le aguardaban en el lugar: “Cuando somos genios no tenemos derecho a morirnos… porque hacemos falta al progreso de la humanidad. ¡Viva España! ¡Viva Cataluña!”.