Miércoles de mucho frío. Para estar a las 11 de la mañana en la Alameda Central, justo en la glorieta de Las Náyades, me encontré con Érika, según lo acordado, a las diez y cuarenta en el Hemiciclo a Benito Juárez. Así, coincidimos, era menor el riesgo de extraviarnos o demorar en divisarnos ya dentro de la Alameda. Ella celebró que hoy debió correr menos contra el tiempo que cuando debe presentarse en su trabajo a las nueve de la mañana venida desde allá, desde las remotidades, Milpa Alta.
Érika, azul de varios tonos: guantes, suéter, bufanda, pantalón, abrigo. (Nota: abrigo es más que chamarra; llega hasta medio muslo y aun más abajo).
Me pidió que la acompañara; debía entregarle a Gabriela unas cintas, fotos, documentos. Me mordí la lengua para no preguntarle de qué cintas, fotos, documentos se trataba.
Gabriela lleva una boina de visera —visera corta— gris y en total está de grises, claros, menos claros. Nos hallamos casi en línea recta, a unos diez metros de distancia. Los hombros de una no están próximos a los de la otra. Gabriela al hablar mira al piso. Érika igual. Solo que Gabriela lo hace de medio lado, como si siquiera mostrar el perfil. Proporcionados con justedad los componentes de su rostro —incluidos los ángulos—; el cabello, castaño, se le abulta ligeramente sobre las orejas presionado por la boina, y cae sobre sus hombros, quizás hasta la espalda. Al menos la piel de su cara —la única visible— es también castaña. Alguien que no se ocupe de entrar en detalles diría: una mujer muy bella. Al llegar no me fijé en el color de sus ojos; y desde aquí no lo puedo apreciar.
[Según el sociólogo ecuatoriano Alberto Cisneros, la razón por la que hoy conocemos la existencia de tantas lesbianas con aspecto femenil, se debe al desarrollo intelectual, y por consiguiente social, que se manifiesta en las ciudades más desarrolladas de Occidente y su incidencia en las demás. Su colega y coterráneo Wilfrido Anzures replica: no hay razón para dudar que siempre haya existido igual porcentaje de lesbianas con ese corte, solo que antes “no se dejaban ver” o se reprimían; si nos remitimos al mundo musulmán, donde la homosexualidad no es tolerada, pareciera que hay menos mujeres lesbianas de este tipo o lesbianas en general, enfatiza Anzures. “La razón es genética, no intelectual ni social. Algo tan básico que nadie, en su sano juicio, confirmaría lo dicho por Cisneros”, sentencia.]
Érika me aseguró que el “trámite” demoraría solo unos minutos. Además de entregarle lo pendiente, estaba en “la obligación moral” de comentarle ciertos detalles.
Cuando llegamos, ya Gabriela estaba en el sitio. Sentada con cierto aire de princesa. Si bien no he visto cómo se sientan las princesas, estoy seguro de que así como se hallaba Gabriela.
Los surtidores de la fuente por instantes fluctúan y por ello en ocasiones no puedo ver a Érika y Gabriela en secuencias ininterrumpidas.
Al par de Náyades les dicen “Las Comadres”. Se afirma que así les llaman porque parece que están hablando entre sí, “chismeando”. Quienes de este modo las definieron y hoy las nombran son personas de mentes marginales; marginales aunque habiten en Lomas de Chapultepec, Polanco, El Pedregal, Lomas Virreyes. Mentes harapientas, cochambrosas. Son quienes en realidad “chismean” buscándole el lado oscuro a las náyades y a las personas de carne y hueso y a la vida en total. Más si agregamos que no todas las comadres chismean —peyorativo, machista.
Érika y Gabriela acordaron el encuentro por teléfono. Gabriela le habló cuatro veces para lo mismo. Me dijo Érika. Era inevitable. Imprescindible. Inaplazable. Me dijo Érika. Ella, Érika, pudo pactar sin contar conmigo. Verse con Gabriela sin contar conmigo. Me dijo. Pero eso no era “elegante”, concluyó.
Gabriela se plantó en que debía ser un miércoles o un viernes, días en que no trabaja. Para mí era bueno este miércoles: sin compromiso en el periódico. Érika gestionó en su trabajo que le autorizaran la falta de medio día.
[Yo estaba mirando desde la ventana de la habitación 321 hacia el fin del Este nocturno de la ciudad y Érika se me acercó. Nos pegamos uno en el otro —es la palabra justa: “pegamos”, y aun “engomamos”— y luego de conversar de asuntos más bien triviales me preguntó cómo me iba el sexo con Cinthya y a seguidas “hazla feliz, yo te presto aunque ella no lo sepa”. Vería el disgusto en mi expresión: bajó el tono y con pronunciación como adormecida me pidió que la disculpara, “me pasé”, murmuró y me volvió hacia sí y me besó corto en la boca y luego recostó su mejilla en mi pecho, la restregó, lentamente].
Le entrega el sobre a Gabriela. Gabriela lo toma y levanta la cabeza. Creo que para mirarme. Pero no le será posible: los surtidores se están elevando aún más; aumenta el espumear en el lecho de la fuente. De cualquier manera, distamos lo suficiente como para que no logre ver mis rasgos con nitidez. Si no me observó bien al llegar —como yo sí a ella—, cuando se puso en pie para saludarnos, ya no me llevará en su memoria.
[Tres veces en la vida he traicionado la confianza depositada en mí. Tres veces. Y hay noches que por esta causa no consigo dormir. Días en que no encuentro sosiego. En casos así los protagonistas suelen lamentarse: ojalá el tiempo fuese hacia atrás, hasta esos instantes en que cometieron la vileza…, para actuar de otra manera. Pero si alguna vez, para alguien, el tiempo viajase hacia atrás, quizá no incluya los períodos de la traición cometida. Ni el tiempo en retroceso perdonaría la traición. De modo que no soy un canalla, pero tres veces me comporté como tal. O, para mi defensa, al revés, pues, según la norma, lo que se halla luego del “pero” tiene el alcance mayor: Tres veces me comporté como un canalla, pero no soy un canalla].
Se han puesto de pie. Gabriela es alta y esbelta. Pero no como Érika. Como Érika, se nota sólida. Se están despidiendo con solo gestos de cabeza, medio reverenciales. En lugar de disminuir, pasado el amanecer el frío ha ido in crescendo. El aliento surge brumoso. Mi asiento está helado; ateridas las piernas del pantalón de tela gruesa.
[La luz que se mete por la ventana parece parpadear cuando Érika camina, desnuda, regresando del baño, donde hizo pis tan pronto llegamos. Escuché su chorro contra la taza del inodoro y eso me produjo un toque de sensualidad; aun creí oler su orina. La tarde ha venido de bochorno y ella, encimándose a la cama, entregando los perfiles de sus senos, sobre todo del derecho, ha accionado el mando del aireador. Viene hacia mí; recostado en la ventana, la espalda hacia el exterior, luego de que ella me pidiera “novio, por favor, voltéate”. Su abdomen es liso, muy liso; el vigor de la claridad no logra perforar su monte de Venus, frondoso. Sus tetas avanzan marcando el “uno dos”. (Sus músculos por momentos resultan más azogados que en otros, como si se negaran a ser atrapados). (Sus dientes son mate, pero, como aclara para estos casos la maestra Rosario Castro: “El dibujo de sus labios embellece la dentadura”). (Vistas sobre todo de perfil, sus nalgas se empinan en la medida que se alejan de la cintura). (¿Cuánto de lo dicho se le debe a la génesis, cuánto al jogging?). La luz se mete en sus ojos; azulea. El recio blancor de su piel refulge. Cuántas mujeres —doy por hecho que las lesbianas lo son— han lamido esa piel, esos senos, han besado esos ojos, esa boca, cuántas han estrechado, montado ese cuerpo antes de que yo lo hiciera. ¿Con alguna, con algunas alcanzó un orgasmo superior, “con esa pérdida de conciencia durante tres segundos”, que los alcanzados, los que habrá de alcanzar conmigo? Dios del Cielo. Virgen de Fátima.]
[Cuando escribí el verso: “He visto cómo cae el sabor del durazno de su boca”, pensaba en ella].
Gabriela lleva en bandolera una bolsa gris oscuro más bien grande que, desde aquí, creo adivinar, es de piel gruesa, corrugada, como la pequeña azul de Prusia que cuelga de la mano derecha de Érika.
Gabriela da la espalda, echa andar a la vez que Érika vuelve la vista hacia donde estoy.
Bordea la fuente. Mira los chorros. Se detiene unos instantes para observar los surtidores, Las Comadres.
Viene. N
—∞—
Félix Luis Viera (Cuba, 1945), poeta, cuentista y novelista, ciudadano mexicano por naturalización, reside en Miami. Sus obras más recientes son Irene y Teresa y La sangre del tequila. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.
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