Emerson Colindres acababa de terminar la escuela secundaria y estaba lleno de planes cuando fue deportado de Estados Unidos, donde vivía desde los ocho años. Ahora le cuesta mucho adaptarse a Honduras, su país natal.
La vida de este joven cambió dramáticamente el 4 de junio, cuando fue arrestado al acudir a una cita en el Servicio de Migración y Aduanas (ICE) en la ciudad de Cincinnati (Ohio).
“Me presenté para una rutina de chequeo y nomás me dejaron detenido”, cuenta Colindres, quien nunca había tenido problemas con la justicia.
Luego de dos semanas preso, fue subido a un vuelo chárter con otros deportados y enviado a Honduras, el país que había dejado de niño en 2014 junto a su madre, Ada Bell Baquedano, y a su hermana Alison.
Su caso no es el único. Desde que Donald Trump regresó a la Casa Blanca en enero, miles de niños y jóvenes migrantes han sido deportados a los países en que nacieron pero que no conocen.
Washington ha deportado este año a 11.823 hondureños. Entre los retornados hay 2.846 menores de 20 años.
De Cincinnati a Guapinol
“No conozco a nadie [en Honduras], no sé cómo es acá”, explica Colindres a la AFP en el aeropuerto de Toncontín, que sirve a Tegucigalpa, mientras espera el aterrizaje del avión en que su madre y su hermana, de 16 años, regresaban de Estados Unidos.
La mujer y su hija volvieron en un vuelo comercial a Honduras seis días después que Emerson, quien las recibió con efusivos abrazos, pues las extrañaba mucho porque nunca habían estado separados.

Si bien ellas no fueron deportadas, el mismo día en que Emerson fue detenido, el ICE les notificó que tenían un mes de plazo para abandonar Estados Unidos.
Aunque Baquedano había ingresado con sus hijos de forma ilegal a Estados Unidos, durante años hizo gestiones para obtener asilo o residencia legal, lo que nunca consiguió.
La mujer ahora vive con sus hijos en una precaria casa en Guapinol, un caluroso y rústico caserío de calles de tierra y escasa vegetación reseca, a 140 km al sur de Tegucigalpa.
Un centenar de familias vive en esta aldea del municipio de Marcovia, donde la mayoría subsiste con la pesca artesanal en una de las zonas más pobres de Honduras.
“Tenía una vida”
El contraste con Cincinnati es enorme. Baquedano y sus hijos vivían en un apartamento de dos plantas en Cheviot, un suburbio de la pujante ciudad estadounidense.
“Extraño todo de allá, tenía una vida, tenía más tiempo allá que lo que viví acá” de niño, dice Colindres, de 19 años.
Su madre trabajaba en limpieza de casas y venta de comida, mientras él iba a la escuela pública Gilbert A. Dater High School, donde era un destacado jugador de fútbol.
“Es difícil adaptarse [en Honduras], porque no estoy acostumbrado”, indica el joven de cabello negro crespo, fino bigote y pera, y aretes dorados en las orejas.
En cambio, en Estados Unidos “tenía planeado ir a la universidad a estudiar psicología y jugar fútbol”, añade Colindres, quien aspiraba a convertirse en futbolista profesional.

“Asimilar lo que pasó”
Su madre también lamenta la abrupta salida de Estados Unidos.
“Él siempre tuvo apoyo de su coach [y] de su equipo de fútbol (…). Le estaban ayudando a buscar una universidad y también ellos estaban ayudándole para que entrenara niños. Esas personas fueron una pieza clave en la vida de Emerson”, explica Baquedano a la AFP.
“¿Qué daño le puede hacer a un país un muchacho que juega (fútbol), que va a la iglesia y que va a la escuela?”, se pregunta la mujer de 38 años.
Antes de emigrar para escapar de la pobreza, Baquedano vendía pan en la calle. Ahora todavía no sabe con qué se ganará la vida de vuelta en Honduras.
“Sé que tengo que trabajar, porque en todos lados se trabaja, (pero) ahorita estoy tratando como de asimilar lo que pasó, luego a empezar a hacer una nueva vida aquí y veremos qué Dios nos tiene preparado”, dice.