Un exceso de poder convirtió a la Corte Suprema de Estados Unidos en la rama más peligrosa del gobierno. ¿Qué piensa al respecto Brett Kavanaugh? Un caso nos lo dirá. (Ojo: no es Roe v. Wade.)
He aquí un juego que hago cuando doy una plática sobre la Suprema Corte de Estados Unidos: “Si piensan que Roe v. Wade fue un fallo persuasivo, levanten la mano”. En casi todos los lugares, el público en su mayoría alza la mano.
“Mantengan la mano arriba si creen que Bush v. Gore también fue persuasivo”. Prácticamente todas las manos bajan.
Les digo: “Son unos hipócritas. Los casos se tratan de la misma cosa”.
Me gustaría ver una versión enmendada de esta jugarreta en las audiencias de confirmación del juez Brett Kavanaugh, nominado por el presidente Donald Trump a la Suprema Corte. Quiero que los senadores le pregunten a Kavanaugh sobre Bush v. Gore, el fallo en 2000 que detuvo el recuento de votos en Florida y le dio la presidencia a George W. Bush. La pregunta sería difícil de evadir, y podría revelar lo que Kavanaugh piensa de la marcha de medio siglo que ha convertido a la corte en la rama más peligrosa del gobierno.
Nunca antes la corte había sido tan crucial en la vida estadounidense. Son los jueces quienes ahora deciden los asuntos controversiales de nuestra época, desde el aborto y el matrimonio homosexual hasta el control de las armas de fuego, el financiamiento de campañas y los derechos al voto. Un presidente imprudente o un Congreso tonto pueden hacer mucho daño, pero a la larga, es el exceso de poder tácito de la Suprema Corte lo que más socava el mismo gobierno.
Liberales y conservadores deberían preocuparse de esto, sin importar cuál partido esté a cargo hoy día. Pero ningún bando siquiera habla de la arrogancia de los jueces, quienes tan a menudo substituyen sus propios juicios por los de los legisladores en las ramas elegidas.
Más que Roe v. Wade, Bush v. Gore es una manera de hacer que Kavanaugh enfrente el problema, una manera de confinarlo estratégicamente. Guiemos a Kavanaugh por ese fallo a posteriori y hagamos que evalúe cómo los jueces vieron su papel. Más todavía porque él ha sido profesor de medio tiempo de derecho constitucional en tres escuelas de leyes en las últimas décadas, y seguramente sabe cómo analizar los veredictos de la corte desapasionadamente. Debe tener opiniones fuertes de cómo se ven los buenos y cómo se ven los malos, y no las basa meramente en si está o no de acuerdo, mesándose los cabellos o con toda tranquilidad, con el resultado final de un fallo.
Entonces, profesor Kavanaugh, ¿piensa que la lógica de la mayoría en Bush v. Gore sobre la “protección igual de las leyes” según la 14ª Enmienda fue convincente o siquiera plausible? ¿Fue apropiado que la Suprema Corte interviniese en una disputa que casi siempre se les dejaba a los estados, incluso por encima de los puestos federales? Dado que había una enmienda constitucional específica y un estatuto federal específico que aborda las elecciones presidenciales disputadas —y estas dos disposiciones dictaban que solo el Congreso podía ser el árbitro—, ¿los jueces justificaron adecuadamente su decisión de hacerse cargo? (La 12ª Enmienda y la Ley de Conteo Electoral de 1887 lo explican con lujo de detalle; al redactar esta última, el Congreso decidió específicamente que la corte no debía participar.)
Ninguna de estas preguntas pide que Kavanaugh declare cómo habría votado él en Bush v. Gore. No le exigen que diga cuál candidato le gustaba más. (Por supuesto, le emocionó que Bush triunfase; Kavanaugh trabajó en el litigio que llevó al fallo de la corte.) Cualquier cosa que mencionase no podría ser ni remotamente visto como una promesa de lo que él haría la hipotética próxima vez que una elección presidencial llegue a un punto muerto y la votación en el estado decisivo estuviera, en esencia, empatado. No, el punto sería tratar de meterlo en una discusión sobre cómo los jueces se condujeron en sus trabajos.
Contrario a lo que actualmente exige la creencia popular, mi línea de preguntas propuestas no se trata de Roe v. Wade, que en 1973 creó un derecho constitucional al aborto. Ese es el fallo en el que demasiados senadores se fijan demasiado tiempo; entendiblemente, dada la influencia política de los movimientos a favor y en contra del aborto.
La corte actual, con el juez Anthony Kennedy ahora retirado, probablemente está dividida 4-4 con respecto a la corrección política de Roe. Los jueces Ruth Bader Ginsburg, Stephen Breyer, Sonia Sotomayor y Elena Kagan votarían para ratificarlo; el juez presidente John Roberts, junto con los jueces Clarence Thomas, Samuel Alito y Neil Gorsuch han escarnecido a Roe, aunque no podemos estar seguros de que algún juez, aparte de Thomas, en realidad votaría para revertirlo. Dado que la corte posiblemente está en un punto muerto, el escaño abierto que llenaría Kavanaugh es crucial. Así, los senadores, predeciblemente, quieran saber cómo votaría él.
Pero ningún nominado abordaría Roe v. Wade. Ello es a causa de Robert Bork, quien fue nominado a la corte por el presidente Ronald Reagan en 1987. Durante su audiencia de confirmación, Bork fue honesto y franco al atacar el razonamiento de Roe y fue rechazado en parte a causa de ello. Desde entonces, los nominados no han mostrado sus cartas. Todos respetan el stare decisis, la doctrina legal en la que los fallos anteriores merecen mucho respeto. Todos aceptan que Roe ciertamente es un precedente para muchas décadas. Y no revelarán un ápice de lo que piensan sobre su razonamiento o durabilidad continua, o lo que harían cuando (no si acaso) la constitucionalidad del aborto se le presenta de nuevo a la corte.
En 1991, Thomas llevó ese modus operandi a nuevas alturas en sus audiencias para ser juez. Un senador demócrata, Patrick Leahy de Vermont, le preguntó a Thomas si durante su segundo año en la Escuela de Derecho de Yale —cuando se decidió Roe— si pensó siquiera al respecto. Thomas testificó que no lo hizo. “Mi agenda era tal que iba a clases y por lo general iba a trabajar y me iba a casa”, dijo él.
Leahy era incrédulo. “¿Estoy seguro de que no está sugiriendo que no hubo ninguna discusión en ningún momento sobre Roe v. Wade?”, preguntó él.
“Senador, no puedo recordar que haya participado personalmente en tales discusiones”.
Solo eso habría sido una razón para descalificar a Thomas. (Sí, hubo el testimonio de Anita Hill de que Thomas la acosó sexualmente cuando ambos estaban en la Comisión de Oportunidades Iguales de Empleo, pero esa es una cuestión diferente.) Incluso si su respuesta no era demostrablemente falsa, ¿el país en verdad quería a un juez tan poco curioso que en la escuela de derecho nunca sostuvo una discusión con alguien sobre el asunto legal más desafiante del día?
Al principio de sus 33 años en la corte, William Rehnquist sugirió lo mismo. “No sería meramente inusual, sino extraordinario”, escribió él en un caso de 1972 en el que se negó a recusarse a sí mismo, si los nominados “no hubieran por lo menos dado sus opiniones sobre problemas constitucionales en sus carreras legales previas. La prueba de que la mente de un juez al momento en que se unió a la corte era una tabla rasa total en el área de la adjudicación constitucional, sería evidencia de una falta de cualificación, no de una falta de sesgo”. Y aun así, Thomas se salió con la suya al afirmar que era un espacio en blanco.
Dos años después de Thomas, Ruth Bader Ginsburg eludió hábilmente casi todo lo sustancial. Si una pregunta era sobre un problema legal específico, Ginsburg no podía responder, mucho menos dar la apariencia de una tendencia si el problema llegara a la corte; si le preguntaban algo hipotético, Ginsburg posiblemente no podía responder porque era demasiado abstracto. ¡Ahí tienen: ella no podía dar ninguna respuesta, así que vámonos a almorzar!
Una académica, en 1995, ridiculizó el testimonio de Thomas y crítico a Ginsburg por montar un “movimiento de pinza” de dos partes que cortó a los senadores en ambos extremos. “Cuando el Senado cesa de hacer participar a los nominados en una discusión significativa de problemas legales, el proceso de confirmación adquiere un aire de vacuidad, y el Senado se vuelve incapaz de evaluar apropiadamente a los nominados o de educar apropiadamente al público”, escribió la joven académica en una revista de derecho. Así, las audiencias de confirmación degeneraron en una “repetición de clichés” “sosa y hueca”. La académica era Elena Kagan.
Quince años más tarde, después de que el presidente Barack Obama le nominó a la corte, Kagan se mostró como una general de campo tan buena como Ginsburg, retractándose de sus opiniones. “En cierta medida”, testificó ella, “erré un poco el equilibrio. Lo sesgué demasiado hacia decir que responder es apropiado cuando ello, ya sabes, daría una especie de pista”. Bueno, no podemos permitir eso. “Sosa y hueca”, de hecho. Kagan, como Ginsburg, fue confirmada con facilidad.
Todo nominado desde Bork ha seguido un manual escrito por un abogado de 26 años del Departamento de Justicia en 1981 para preparar a Sandra Day O’Connor para sus audiencias de confirmación. “Evite dar respuestas específicas a cualesquiera preguntas directas sobre problemas legales que posiblemente le presenten a la corte”, declaraba el memorando, aceptando que casi cualquier problema legal podría presentársele a la corte. ¿El autor del memorando? John Roberts, quien escrupulosamente siguió su propio consejo cuando fue nominado como juez presidente en 2005.
La excusa que los nominados invocan con éxito es que revelar sus pensamientos de casos pasados daría la apariencia de prejuzgar apelaciones futuras o incluso hacer una promesa de confirmación a cambio del apoyo del Senado. Pero ese argumento a la par es demasiado y muy poco. ¿Por qué es obvio que expresar una opinión no vinculante sobre un fallo anterior, como Roe, lo hace a uno inapto para dar un juicio en un caso futuro análogo?
Es más, un nominado puede tener un juicio inicial sobre el razonamiento de la corte en un caso dado. El siguiente caso no va a ser idéntico. Habrá otros dictámenes de las cortes inferiores en el ínterin, así como nuevos hechos, informes y comentarios académicos. Si eres un buen juez, estarás abierto a lo nuevo. Una mente fuerte y una mente abierta no se excluyen mutuamente.
¿Y qué hay de un juez quien escribe un dictamen, declarando hoy, por ejemplo, que la Constitución no confiere un derecho al aborto? ¿Ese juez siempre será considerado incapaz de parecer imparcial en subsiguientes casos de aborto, o tal vez en todos los casos de derechos reproductivos? Obviamente, no. Pero para los litigantes en esos casos futuros, que el juez Bocazas expresara un dictamen en un fallo previo o durante sus audiencias de confirmación no marca una diferencia. entonces, ¿por qué les permitimos a los nominados que se salgan con la suya diciendo prácticamente nada?
Bush v. Gore les daría a los senadores una manera especialmente fácil de abordar el supuesto problema. El aborto claramente se le presentará de nuevo a la corte. ¿Una situación como el recuento en Florida en 2000? Muy poco probable. Los jueces en la mayoría 5-4 en Bush v. Gore así lo admitieron. Ellos votaron por detener el recuento en Florida —por ende, sentando en piedra el margen de 537 votos de Bush y dándole la Casa Blanca— con base en la noción descaradamente amplia de que la “protección igual” se violó porque los condados de Florida tenían estándares diferentes sobre cuáles boletas marcadas imperfectamente deberían contarse. Pero los jueces dijeron que el fallo estaba “limitado a las circunstancias presentes”, un copo de nieve que se derritió antes de llegar al suelo.
Los jueces lo hicieron así, en parte, porque se llegó a la decisión tan apresuradamente que les preocupaban sus defectos: no querían que la lógica del fallo pusiera en duda otras e incontables elecciones en todo el país que algún día podrían verse enturbiadas por variaciones en las máquinas para votar, diseños en las boletas, instrucciones, horas, filas y personal. Los jueces también entendieron que el escenario electoral ante ellos no iba a repetirse. (Un punto muerto en una elección presidencial también sucedió en 1876, pero una vez cada siglo no es precisamente un riesgo mayor.)
Kavanaugh sonaría de plano tonto si afirmara que no podía hablar de Bush v. Gore porque su fantasma podría reaparecer. De forma similar, sería complicado para él sugerir que el problema general de la protección igual presentado en Bush v. Gore se presentaría de nuevo, dado que la corte dejó muy en claro que quería mantenerse a años luz de distancia del problema. Kavanaugh simplemente no tendría mucho espacio para eludir las preguntas sobre el fallo, en especial si las hace un contrainterrogador competente.
Bush v. Gore es el peor ejemplo de imprudencia de la Suprema Corte desde la decisión en el caso de Dred Scott en 1857, el cual dijo que el Congreso no tenía el poder para prohibir la esclavitud en los territorios. Varios jueces se percataron de cuán malo fue el fallo. El juez Antonin Scalia supuestamente le dijo a un colega que el razonamiento de la protección igual en los procedimientos de Florida era “una mierda”.
Scalia, siendo Scalia, nunca indicó que se arrepentía de ello, más bien les aconsejaba a los críticos: “¡Supérenlo!” Su justificación para la intervención de la corte, le dijo a un entrevistador, era que “éramos la burla del mundo: la democracia más grande del mundo no podía llevar a cabo una elección”. En cierta forma, Scalia —el gran literalista constitucional— omitió citar en qué parte de la Constitución él había desenterrado una cláusula de “la burla del mundo” que le permitía a la corte ignorar un texto explícito que le daba al Congreso la resolución de disputas electorales por la presidencia.
O’Connor fue aún más cínica. Como lo reporto en mi nuevo libro sobre la corte, su marido, John, dijo pocos meses después del fallo que ella votó como lo hizo —aun cuando “ella sabía que estaba equivocada”— con la esperanza de que podría ser capaz de retirarse más pronto y asegurarse de que un presidente republicano fuese quien nombrase a su sucesor.
O’Connor y Scalia eran parte de la mayoría. Los cuatro jueces que disintieron en Bush v. Gore execraron los detalles del fallo aún más, pero también la decisión de la corte de involucrarse en primer lugar. La corte tiene un control casi total de su lista de casos. Fácilmente pudo haberse negarse a oír la apelación, como lo esperaba la mayoría de los expertos legales en ambos lados del pasillo por entonces. John Paul Stevens vio a Breyer en una fiesta de navidad la noche del viernes en que la campaña de Bush presentó su apelación con la intención de detener el conteo de Florida. “Creo que tendremos que reunirnos mañana; nos tomará alrededor de 10 minutos”, dijo Stevens. Estaba en lo correcto en cuanto a que no les tomó mucho tiempo, pero obtuvo exactamente lo opuesto. Los jueces emitieron una orden de emergencia para bloquear más conteos.
Tres días después, cuando la corte emitió su fallo final a favor de Bush el 12 de diciembre de 2000, Stevens y Breyer se lamentaron del legado que dejaría el fallo. “Aun cuando tal vez nunca sepamos con total certidumbre la identidad del ganador de la elección presidencial de este año”, escribió Stevens, “la identidad del perdedor es perfectamente clara. Es la confianza de la nación en el juez como un guardián imparcial del imperio de la ley”.
Breyer describió Bush v. Gore como la disputa política “por excelencia” que pedía una restricción judicial. Según escribió él, estuvo marcada por una “insolubilidad para una resolución de principios”, “pura trascendencia… que tiende a desequilibrar el juicio judicial” y “la vulnerabilidad interna, la baja autoestima de una institución que electoralmente no es responsable y no tiene un suelo del cual sacar fuerzas”. Breyer concluyó: “Lo que hoy hace, la corte debió dejarlo sin hacer”.
Kennedy, el intervencionista con menos remordimientos que la corte ha tenido en tres décadas —y quien escribió la mayoría de su dictamen independiente en Bush v. Gore— desdeñó la preocupación. Con cara seria, él terminó su dictamen con una peroración sobre cómo “nadie” sentía “más admiración” que los jueces por “el diseño de la Constitución de darle la selección del presidente” a “la gente”.
La afirmación era risible, porque fue el proceso político lo que Kennedy, en especial, no respetó. Ya fuese el financiamiento de las campañas, los derechos al voto, el control de las armas de fuego o el matrimonio homosexual, Kennedy rara vez confió en los representantes elegidos para resolverlo. En la elección presidencial, al Congreso —elegido por “la gente”— no se le podía confiar el resolver las cosas. ¿Por qué debía hacerlo la corte? Kennedy culpó a los litigantes. “Cuando las partes en conflicto invocan el proceso de las cortes”, escribió él, “se vuelve nuestra responsabilidad no solicitada el resolver los problemas federales y constitucionales”. Eso eran tonterías recargadas. A los jueces no se les obligó a oír nada.
En Bush v. Gore, ¿dónde se ubicaría Kavanaugh a sí mismo en el espectro entre Kennedy y Scalia, por una parte, y Stevens y Breyer, por la otra? Kavanaugh ya tuvo un papel dual en el caso: trabajando en el equipo legal de Bush en la apelación y luego como comentarista en TV enfrente de la corte después de que los jueces oyeron los argumentos. En su segundo papel, reveladoramente, no se mostró en desacuerdo con la decisión de la corte de involucrarse. Los jueces, dijo él a CNN, solo trataban de determinar los “valores duraderos que van a subsistir una generación a partir de ahora”.
Está bien. Pero es hora de ir más allá. ¿Qué piensa Kavanaugh que la corte hizo con esa cosa de los “valores duraderos”? En retrospectiva, ¿Bush v. Gore se sostiene? No necesita asumir una postura sobre lo que él podría hacer en, digamos, un empate entre Trump y Biden en 2020. Solo denos algo que refleje su juicio calculado, sobre todo cuando en el ínterin se habría convertido en un juez federal. Kavanaugh ha demostrado que puede ser retrospectivo, analítico y presumiblemente desapasionado. Aun cuando fue un miembro clave de la investigación de Kenneth Starr al presidente Bill Clinton en la década de 1990, años después Kavanaugh escribió en una revista de derecho que sería mejor posponer las investigaciones de mala conducta presidencial hasta que termine una presidencia.
Si Kavanaugh responde con honestidad y con consideración sobre Bush v. Gore, tendremos una perspectiva valiosa de cómo opera su mente, donde ve él que la Suprema Corte encaja en el sistema federal más amplio, y si será otro juez que abrace el triunfalismo de la corte. Si se calla la boca, podríamos concluir con justicia que es simplemente otro nominado insincero que no dirá casi nada, o, más bien, nada en absoluto.
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David A. Kaplan es el exeditor de asuntos legales de Newsweek. Esto es un extracto de su libro de reciente publicación, The Most Dangerous Branch: Inside the Supreme Court’s Assault on the Constitution (Crown). @dkaplan007
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek