Lo leí a quemarropa: “Muere el escritor y periodista Huberto Batis a los 83 años”. No, no podía ser posible, ¡no quería que lo fuera! ¡No te vayas, Maestro!, fue la primera frase que retumbó en mi cabeza. Los recuerdos del pedazo de mi vida al lado de Batis se volvieron al instante un rompecabezas de cristal que traté de armar y sujetar con fuerza. Pero era cierto, la red se comenzó a inundar en segundos confirmando lo sucedido. Batis se ha ido el miércoles 22 de agosto de 2018, el mundo de la cultura y de las letras en México ya no será igual.
Y a manera de catarsis empecé a escribir en mi muro, contando parte del pedazo de vida que por buena fortuna compartí junto a El Maestro en Sábado, el famoso suplemento del unomásuno. Porque del gran Huberto Bátiz Martínez todos conocemos su impresionante trayectoria en la cultura y las letras mexicanas: nacido en Guadalajara, Jalisco, el 29 de diciembre de 1934, fue escritor, periodista y editor, además de docente de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM por 57 años, donde también fungió como director del Centro de Estudios Literarios en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Secretaría de Extensión Académica de dicha facultad. Comenzó a trabajar en la Imprenta Universitaria de la UNAM a finales de 1950 e inició su carrera periodística en 1960 con Cuadernos al Viento, publicación que incluyó a autores como Carlos Fuentes y Sergio Pitol, misma que codirigió hasta 1967 con Carlos Valdés, y como parte de la redacción de la Revista Mexicana de Literatura de 1960 a 1965, bajo la dirección de Juan García Ponce.
Trabajó con José de la Colina en El Heraldo Cultural, dirigido por Luis Spota. De 1964 a 1970 estuvo al frente de la Revista de Bellas Artes y, entre 1984 y 2000 dirigió el suplemento cultural sábado del periódico unomásuno. En 2009 fue condecorado con la Medalla de Oro de Bellas Artes. A Batis se le considera miembro de la llamada Generación de Medio Siglo, junto con Inés Arredondo, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Juan José Gurrola y Tomás Segovia. Entre sus libros sobresalen “Aquiles trágico”, “Lo que Cuadernos del viento nos dejó”, “Crítica bajo presión 1964-1985”, “Por sus comas los conoceréis”, “Ni edad dorada ni apocalipsis”, “Estética d lo obsceno” y “La flecha extraviada: prólogos, ensayos y presentaciones de libros”.
Su última colaboración fue del 2015 al 2018, con su columna “Memorias de un editor” en el suplemento cultural Confabulario de El Universal. Pero todos los que compartimos la suerte de conocer a Batis tenemos, además, una historia para contar; esta es la mía. Y es, también, mi manera de rendirle un pequeño homenaje a Un Grande.
Sí, su apellido se escribía con acento y con z, pero él lo prefería sin acento y con s. Era Huberto Batis, El Maestro, a quien tuve la inmensa fortuna de conocer en el 2000 en el periódico unomásuno, cuando yo, periodista y escritora en ciernes, era auxiliar de redacción y estaba terminando mi tesis de licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.
Por aquellos años se decía que en las laberínticas instalaciones del unomásuno, en las calles de la colonia Noche Buena, en Mixcoac, había un imponente Monstruo Escritor; una especie de ser mitológico parecido al minotauro, pero aún más feroz. Se trataba ni más ni menos que de Huberto Batis, quien tenía fama de iracundo rompe novelas, rompe cuentos, rompe ensayos, rompe ilusiones de escritor, y quien se atreviera a disturbarlo, si lo agarraba en mal momento, pagaría con poco menos que la vida, es decir, viendo romper su escrito ante sus ojos.
Más allá de la Redacción General, iniciaba un pasillo largo y oscuro, similar a un bosque encantado, al final del cual se encontraba el mítico lugar: la redacción del suplemento sábado. Y yo veía y veía el sendero aquel sin atreverme a internarme en la foresta, hasta que un buen día, eludiendo las advertencias de las desafortunadas víctimas del Monstruo Escritor y venciendo el miedo, osada, me decidí a tocar a su puerta con algunos de mis cuentos en mano.
Recuerdo haber fatigado para individuar la proveniencia de aquella voz detrás de caprichosas montañas de libros, periódicos y revistas que, ante mi atrevida petición disparó: “¿Tú crees que yo tengo tiempo para leer cuentos?”. Yo, desarmada de argumentos y con el arma infalible de la inocencia de mi juventud respondí: “Yo sé que usted está muy ocupado, pero, verá, escribo cuentos, soy auxiliar de redacción y me gustaría que un día pudiera leerme…”. Me interrumpió de tejo y para mi sorpresa dijo: “Voy a leer sólo un cuento, escoge uno”. Escogí “La procesión de la Virgen” y por fortuna, elegí bien. Le recordó su propia estancia en el seminario, y le gustó tanto que lo terminó de leer él en voz alta y me lo publicó en el suplemento. Salí de aquella oficina en estado hipnótico, flotando aún en el nirvana. No, el “ogro” ni me corrió de su oficina ni me rompió las hojas en la cara. Todos mis compañeros de la Redacción General estaban admirados de que hubiera salido viva de ahí.
Ahora mismo la recuerdo en todo su esplendor. A simple vista aquella oficina podría parecer el lugar más caótico y desordenado del mundo, pero El Maestro sabía el preciso lugar en que se encontraba cada carta, cada apunte, cada fotografía, cada memoria, cada uno de sus recuerdos. Aquel lugar era mágico, ¡ah, el olor a papel que todo lo envolvía!, las galletas antediluvianas y los chocolates fosilizados que los más valientes aceptaban comer y junto a la pared el legendario diván de sábado, impúdico testigo de las más atrevidas fotografías que ahí fueron tomadas, guardián eterno del erotismo; en la oficina de Batis siempre había una sorpresa. Luego de esa tarde me seguí escapando de la Redacción General para ir a visitarlo a su mítica oficina de altas cordilleras de papel. Pasó el tiempo, se convirtió en mi maestro y mi amigo dentro y fuera de sábado. Nunca olvidaré la enorme sorpresa que me dio presentándose a mi examen profesional.
Así era Huberto, impredecible y generoso. Para entonces él ya no dirigía sábado, sino que fungía como una especie de asesor y yo ya era reportera y coordinaba el Departamento de Monitoreo; pero un día supe que uno de los correctores de sábado se iba y, sin dudarlo, pedí ser transferida y, luego de algún papeleo y pláticas con el sindicato, lo logré. Me convertí en una de las correctoras del suplemento y, junto con la amistad de Huberto, fue uno de los grandes regalos que me dio la vida.
¡Ah, ahora podía estar todo el día en sábado sin que me buscaran o me regañaran! Me iba mar adentro en las infinitas conversaciones de El Maestro que, de una sola pincelada transformaban el día en noche prematura, y siempre había algo más que decir, algo que quedaba pendiente para mañana. En verdad amaba mi minúscula oficina de correctora por donde se filtraban gentiles los rayos del sol, iluminando los “tomazos” de sábado que descansaban sobre grandes archiveros cual altares. En verdad ha sido el trabajo que más amé y, cuando lo perdí, mi vida cambió irremediablemente; cambié hasta de idioma y de continente.
Tiempo después la desgracia cayó sobre nuestro amado unomásuno que fue comprado por un adinerado mercachifle que sentenció a muerte al suplemento porque “tenía muchas letras”, así lo dijo aquel infame. Me quedé hasta el final a luchar con mis compañeros periodistas, fui la última correctora de sábado; nadie nunca podrá arrebatarme ese honor. La situación se volvía insostenible, los rumores de huelga eran cada vez más fuertes, pues el mercader amenazaba con quitarnos los derechos adquiridos, con transformarnos de periodistas a obreros, con desaparecersábado, con volver al prestigioso unomásuno en la porquería que ahora en sus manos es.
La huelga estaba cada vez más cerca, así que empecé a empacar ríos de libros, documentos, recortes de periódicos, revistas y sobre todo fotos, sus amadas fotos, y ayudé a Huberto a ponerlas a salvo. Uno o dos días antes del estallido, al atardecer entré con El Maestro a inspeccionar lo que aún quedaba ahí, lo que aún no había podido sacar yo sola y, al cruzar el umbral de su oficina, la escena que presenciamos fue impresionante. Aves de rapiña habían entrado en las oficinas de sábado y las habían puesto “patas para arriba”. Todo lo que ahí quedaba estaba regado en las duelas, las hojas pisoteadas; ¡el ícono del periodismo cultural en México tirado en el suelo! Huberto Batis cayó de rodillas y, recogiendo amoroso sus papeles me dijo con esa voz suya: “¡Mira lo que nos han hecho!”, yo solo atiné a exclamar, conmovida y con un nudo en la garganta: ¡Maestro!, mientras lo ayudaba a incorporarse. Con la incomparable fortaleza del él y con el ánimo mío nos dimos mutua fuerza y, aunque nos agarró la noche, logramos rescatar sus últimos invaluables tesoros. Salimos del periódico con los brazos llenos de hojas y con el alma desgarrada, sin volver la vista atrás. La trágica huelga estalló el 13 de diciembre del 2002.
Hace poco volví al unomásuno. Nunca lo hubiera creído, pero luego de 16 años volví a estar ahí. La mente, piadosa, conservaba intacto el recuerdo de lo que fue aquel mastodóntico edificio, imponente, grandioso; pero al entrar, el corazón me dio un vuelco y las piernas se me doblaron, estuve a punto de caer de rodillas como El Maestro. Todo está en ruinas. Me perdí entre los escombros y las escaleras despedazadas y las paredes derrumbadas, todo me confundía. Bajaba mientras ascendía y descendía mientras creía subir. Mi sentido de la orientación no servía, así que tuve que apelar a otra brújula, al llamado del corazón y, al fin, logré encaminar mis pasos y encontrar el camino de regreso al origen, entrar de nuevo en el laberinto del minotauro.
Estuve unos minutos en lo que fue la redacción de sábado, en la penumbra, sola, en respetuoso silencio frente a la espeluznante obra del tiempo y su abandono. Tomé algunas fotos de las ruinas que hoy es, pero no las mostraré nunca, para que en la memoria de quienes la conocieron quede inmaculada en el recuerdo. Esa soledad y ese silencio atestiguan y gritan las glorias que ahí se vivieron gracias a Huberto Batis, el esplendor que El Maestro logró. Luego salí de nuevo sin mirar atrás.
En este momento llega a mi mente el ensordecedor sonido de las rotativas del unomásuno y es una melodía de recuerdos del pedazo de vida que la fortuna me hizo transcurrir junto a El Maestro. Él se ha ido. Ayer, tarde del jueves 23 de agosto le hemos dado el último adiós en su funeral; pero se quedan conmigo los recuerdos de su enorme gentileza, de su grandeza de alma, de su incomparable fortaleza, y estoy segura que también así quedará, para siempre indeleble en los corazones de todos los que lo hemos querido y admirado. Ha muerto Huberto, ahora inicia la leyenda Batis. ¡Viva por siempre El Maestro!