Si de algo se jacta un amplio sector de la población, es de su “creatividad” a la hora de ofender e insultar. Los programas de mayor audiencia televisiva han sido y son, los del “espectáculo”, seguidos de los deportivos; y en ambos, las palabras ofensivas, los estereotipos y las posturas machistas y hasta misóginas, son cosa de todos los días.
En redes sociales, los “youtubers” se han convertido también en poderosos entes diseminadores de mucho de los peores atavismos culturales que nos caracterizan como sociedad; mientras que en Facebook, Twitter, Instragram y otras plataformas, el lenguaje ofensivo, racista y clasista es la norma.
Frente a ello, los resultados de la Encuesta Nacional de Discriminación (ENADIS, 2017), presentados el lunes pasado por el INEGI, la UNAM, el CONAPRED, y el CONACYT, confirman la magnitud del problema al que nos enfrentamos: al menos el 20% de quienes tienen más de 18 años han sido discriminados en los últimos 12 meses.
Aun cuando los resultados de esta edición de la CONADIS no son estadísticamente comparables con los de años anteriores, lo que nos muestran es la prevalencia de un problema mayúsculo, pues no solo se trata de “actitudes de mala educación”, sino de un conjunto de prácticas violentas, que se manifiestan a través de un lengua discriminatorio, pero también en decisiones públicas y privadas que derivan en la limitación o privación de derechos de millones de personas.
Discriminar a otros es un acto bárbaro. No evidencia científica y o posición ética válida que permita sostener que alguien o es superior a otro. Lo que nos hace distintos y diversos no es la genética o cualquier otra disposición natural: el ADN del homo sapiens es el mismo desde hace al menos 200 mil años.
Lo que es más, estudios recientes muestran que la humanidad de hoy es, en su totalidad, descendiente de los apenas 10 mil seres humanos que, de manera increíble, sobrevivieron a la catástrofe climática de hace alrededor de 80 mil años, causada por la erupción de grandes volcanes.
La humanidad es una, como lo diría Bartolomé de las Casas; y las diferencias de color de piel, de ojos, de cabello, etc., no son sino adaptaciones a los distintos ambientes en que nos hemos dispersado como especie. La discriminación es una patología social: se origina en prejuicios y en la ignorancia. Su presencia es casi siempre un pretendido ejercicio de poder, que a diferencia de otros, tiene sustento no en el dinero, en el poder político o incluso el de las armas; es puro imaginario y construcción cultural y simbólica; y de ahí lo difícil de erradicarlo.
Por ejemplo, hay supremacistas blancos en los Estados Unidos de América, con menos dinero, menos poder político y menor formación académica que los representantes afroamericanos en los Congresos de los estados y el Federal en los Estados Unidos de América; sin embargo, asumen que es su color de piel el que determina su superioridad frente a los demás. En México, nuestro racismo es tan arraigado, que le otorgamos cualidades casi míticas a quienes tienen piel blanca u “ojos de color”, refiriéndose a los ojos verdes o azules, como si los cafés o negros fuesen incoloros; y más aún, como si el color del iris determinara la personalidad y facultades psicológicas, éticas e intelectivas de las personas.
La discriminación es un acto absurdo, en dos de las acepciones que el diccionario de la lengua española le da al termino: por ser contrario a la razón, y por ser chocante. Y es que quien discrimina, como lo plantearía el filósofo Levinas, “no es todavía suficientemente humano”. Es decir: quien se pregunta por qué debería respetar y ser tolerante y amistoso con los otros, es que aún no ha comprendido la humanidad compartida que nos hace ser legal y ontológicamente iguales.
Discriminar, en resumen, es un acto oprobioso; de vergüenza propia, y ajena.