La conclusión es simple: el 42% de las personas ocupadas en
el país, perciben ingresos salariales que no les permiten superar la pobreza;
es decir, hoy trabajar literalmente es un ejercicio empobrecedor, que nos sitúa
en una realidad nacional deplorable: el salario ni es digno ni es remunerador;
y por otro lado, trabajar dejó de ser liberador, en el sentido más amplio del
término.
Por ejemplo, pensando en Amartya Sen, la libertad de
bienestar implica tener acceso a los satisfactores necesarios para poder vivir
como se quiere vivir; esto es, la libertad de agencia, o sea, el poderse
plantear proyectos de vida, implica por necesidad que haya libertad de
bienestar. Por ello el desarrollo humano en México es una aporía, y no deja de
ser un anhelo y una búsqueda permanente.
Tenemos entonces una realidad que debe transformarse, pero
con urgencia. No podemos seguir siendo un país de “miserables”, un territorio
en el que la justicia nunca llega a los pobres, para quienes su condición se ha
convertido en destino manifiesto, pues de acuerdo con todos los datos que hay
en las encuestas sobre movilidad social del país, quienes nacen pobres tienen
mayores probabilidades de morir en esa condición, que de dejar de serlo.
Por el otro lado, la polarización social y económica
continúa. Los datos de que disponemos respecto de coeficiente de Gini muestran
que no hay una tendencia estructural a reducir la desigualdad; y ahí es donde
se encuentra uno de los nudos más difíciles de desatar, pues alterar las
condiciones de desigualdad implica alterar las relaciones de poder.
De esta forma, desigualdad y pobreza se convierten en dos
caras de una misma moneda: un modelo hiper concentrador, sustentado en un
esquema fiscal que beneficia a los más ricos, y que tiene como principal factor
de competitividad frente al exterior, ya no las “ventajas competitivas” en el
sentido clásico de David Ricardo, sino a un salario que, como ya se vio, es
empobrecedor y perpetuador de las carencias.
La inflación -el impuesto más caro, como se dice ya de
manera corriente-, se ubica en 6.7% en la medición de octubre del INEGI; y lo
peor de este dato, es que en los capítulos de alimentos, medicinas y
transporte, es decir, los capítulos de gasto más relevantes para los pobres, y
a los que dedican el mayor porcentaje de sus recursos.
Hay 4.4. millones de hogares en donde se cocina con leña;
hay más de 10 millones de hogares en donde se vive con miedo permanente a que
se terminen los alimentos por falta de dinero; casi 3 millones de niñas y niños
que trabajan, 90% de ellos en actividades no apropiadas para su edad, así como
millones de casos en los cuales se tienen que incorporar dos o hasta tres
perceptores por hogar para salir de la pobreza.
A ello se deben añadir otras calamidades: la violencia de
género que no termina; la violencia y la ira que se sigue desatada en contra de
la niñez; la agricultura de subsistencia; los 14 millones de personas que
trabajan en el sector informal; casi el 60% de la población ocupada en
condiciones de informalidad, y un largo etcétera.
Hay grandes cosas que
se han conseguido en el país; pero es mucho más lo que falta por lograr; y en
ello estamos atorados; tenemos varias décadas perdidas, cuyo resultado es
simple: nos hemos convertido en el país de “los miserables” que nunca debimos
ser, y que no debemos ser más.