SOY PROFESOR del Tecnológico de Monterrey, campus Ciudad de México, desde hace alrededor de diez años. Habían pasado apenas poco más de dos horas del simulacro, ya habitual, del terremoto de 1985, que la totalidad de los estudiantes conoce solo por referencias e historias transmitidas por sus padres o abuelos. Todo transcurrió con orden e impecable cumplimiento de los protocolos de seguridad. Algunos jóvenes, parece comprensible, reaccionan ante este tipo de actos con cierto hastío e indiferencia por ser ajeno a ellos. Pero a las 13:14 horas, una coincidencia fatal y oscura cambió a todos para siempre.
El movimiento comenzó con una fuerte vibración en el piso. Yo me encontraba en el primer piso de la biblioteca, que a esa hora suele estar atestada de alumnos. Es el piso dedicado al trabajo en equipo y al aprendizaje colectivo. Hay pizarrones móviles, computadoras, pantallas, sillones para el estudio individual o en grupo. En unos cuantos segundos todos nos levantamos con la intención, quizá, de salir, pero la mayoría ya no pudimos hacerlo. El movimiento nos impedía mantenernos en pie. Una mujer extraordinaria que coordina varios de los servicios bibliotecarios logró contener el espanto. Cuando llegué a unos metros de la entrada, la orden fue replegarnos a un lado de las dos grandes columnas que anteceden a una larga escalera.
La columna estaba rodeada por dos circunferencias humanas y yo solo pude sujetarme de los estudiantes más cercanos a mí. Los techos caían por todas partes, los cristales estallaban y las paredes se desmoronaban. Una nube de polvo empezó a cubrir el espacio y ya no era posible divisar detrás de los grandes cristales a la entrada del inmueble. Nunca he sentido tan cerca un fin inminente. El movimiento trepidante se incrementaba, pero nuestra —no tengo duda— salvadora gritaba voz en cuello a los estudiantes que estaban en los pisos de arriba para que se alejaran de los anaqueles que se precipitaban al suelo, y a nosotros, que no nos despegáramos de las columnas.
Tras pasar el terremoto, todos bajamos en fila por la salida de emergencia. Mi cuerpo se estremecía mientras descendíamos: las escaleras estaban llenas de escombros y las paredes, resquebrajadas. No me detuve a ver. Cuando salimos a la superficie nos concentraron en la explanada del edificio de CEDETEC (una zona de seguridad). Cuando dirigí mi vista hacia la zona que une un edificio de oficinas con otro de aulas, advertí algo extraño, pero no logré racionalizarlo. La gente empezó a correr después de un tiempo y escuché que los puentes que unían esos edificios habían colapsado. Había gente atrapada y herida. El vacío empezó a dominarme y sentí que acababa de sumergirme en una pesadilla. Desde ese día, duermo entre sobresaltos y pienso en la gente atrapada, en los familiares que perdieron a su gente, en los estudiantes sin vida. La normalidad se acabó en 70 segundos y no hay reglas ni decretos que la restablezcan para cada uno.
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