Pocos estadounidenses entienden por completo cuántos de sus compatriotas están atrapados en el sistema de justicia penal.
Algunos quizás habrán oído que hay alrededor de 2.3 millones de personas tras las rejas, pero esa cifra solo cuenta parte de la historia. Sí, en una variedad impresionante de 1,719 prisiones estatales, 102 prisiones federales, 901 correccionales juveniles, 3,163 cárceles locales y 76 cárceles del territorio indio, así como en prisiones militares, instalaciones de detención inmigratoria, centros de compromiso civil y prisiones en los territorios de EE UU, contenemos físicamente más seres humanos que cualquier otro país del mundo. Además de aquellos ya encerrados, hay otros 840,000 estadounidenses supervisados en libertad condicional y otros 3.7 millones de personas que son monitoreados en libertad bajo caución.
Considere esto: la ciudad más poblada del mundo, Tokio, y el estado más poblado de EE UU, California, tienen menos residentes en conjunto que los más de 100 millones de ciudadanos estadounidenses quienes ahora tienen antecedentes penales.
Igual de importante es que estos índices de contención sin precedentes históricos, y el estigma hondo de un antecedente penal, no se experimentan por igual en este país. La crisis carcelaria de EE UU la han sufrido tremenda y desproporcionalmente las comunidades de color.
Que tantísimos sean dichosamente ignorantes de cuánta gente es, o ha sido, sujeta a contención o control, quizás, no sorprende. Las prisiones se construyen para estar fuera de la vista y, por lo tanto, no se piense en ellas. De alguna manera, aun cuando estas instituciones contienen seres humanos, incluidos niños, e incluso aun cuando somos nosotros quienes apoquinamos los miles de millones de dólares que cuesta administrarlas, se espera que simplemente confiemos en que serán operadas de manera humana y que de hecho hacen más segura nuestra sociedad.
Como historiadora del crimen y castigo que ha estado dentro de las prisiones de EE UU y ha documentado abusos severos que se han dado dentro de ellas, sé que esta confianza no está garantizada. Ya es hora de que el público tenga acceso irrestricto a estas instituciones públicas para que puedan saber exactamente lo que sucede detrás de los muros carcelarios.
La lucha por ver el interior
De hecho, hay una larga historia de alejar al público de las prisiones para que los funcionarios penitenciarios puedan administrarlas como quieran. En gran parte del siglo XIX y entrado el XX, el miedo muy acendrado de los políticos estatales a la intromisión federal en sus poderes se traducía más generalmente en la llamada doctrina de no meter las manos cuando se trataba de cómo administraban sus prisiones. Se entendía que las autoridades carcelarias tenían el derecho de hacer lo que querían a aquellos bajo su cargo.
Por supuesto, los prisioneros rutinariamente trataban de llamar la atención sobre los abusos que les sucedían. Pero una y otra vez, y más notablemente en el tristemente célebre caso de 1871Ruffin v. Commonwealth, su intento de ser tratados como seres humanos fue negado formalmente. De hecho, según la corte en este caso, los prisioneros eran “esclavos del estado”.
Sin embargo, en las décadas de 1960 y 1970, en respuesta al aumento en las protestas en instalaciones penitenciarias y en ciudades de todo el país, los prisioneros finalmente obtuvieron derechos. A cambio, el público empezó a saber un poco más de lo que les sucedía tras las rejas.
Por ejemplo, fue tremendamente importante cuando la Corte Warren opinó en un caso de 1974,Wolff v. McDonnell, que
“a un prisionero no se le retiran por entero sus protecciones constitucionales cuando es encarcelado por un crimen. No hay una cortina de hierro cerrada entre la Constitución y las prisiones de este país”.
Sin embargo, al momento en que se daba más luz sobre las condiciones carcelarias a causa de resoluciones judiciales específicas, también quedó claro que las limitaciones serias al acceso público a estas instituciones permanecerían y, con el tiempo, en realidad aumentarían.
En 1974, la corte dictaminó enPell v. Procunier que los derechos de los prisioneros según la Primera Enmienda estaban de hecho limitados. En este caso, la corte sostuvo que los periodistas, la gente que podría oír recuentos de abusos de los prisioneros y compartirlos con el público, “no tenían un derecho constitucional de acceso a las prisiones o sus internos más allá del otorgado al público general”. Como lo mencionó Ted Kennedy apasionadamente ante sus colegas en el senado, esta decisión fue alarmante porque, como él señaló, “el público no puede visitar con regularidad las prisiones y entrevistar a los internos”.
Otro golpe significativo al acceso público se dio en 1987, cuando se dio una decisión en el casoTurner v. Safley. La corte dictó que los derechos de los prisioneros de hablar con los medios de comunicación existían solo hasta el punto en que las autoridades carcelarias no tuvieran una justificación razonable para restringir esos derechos. Y se restringió todavía más el acceso en el caso de 2003Overton v. Bazzetta. En pocas palabras, la corte dictaminó que si los administradores carcelarios deseaban prohibir visitantes en las prisiones, sus deseos superaban a otras consideraciones constitucionales como los derechos de los prisioneros según la Primera Enmienda.
La corte incluso halló que los funcionarios carcelarios podían evitar visitas entre los prisioneros y sus hijos si las restricciones de visitas se relacionaban con “intereses válidos en mantener la seguridad interna”.
Acceso exterior
Notablemente, otros sistemas carcelarios, más notoriamente los de países como Suecia y Noruega, son mucho más transparentes. Los funcionarios de esos países sostienen que la meta principal de la prisión es regresar a la gente mejorada a la sociedad. Y así, insisten ellos, las prisiones deben ser vigiladas para asegurar que son administradas de manera humana.
No solo a los prisioneros escandinavos se les asigna un oficial especial “quien monitorea y ayuda a avanzar en el progreso de regresar al mundo exterior”, sino que las prisiones noruegas presumen un “enfoque explícito en rehabilitar a los prisioneros mediante educación, capacitación laboral y terapia… [y la] prioridad de la reintegración”.
Incluso en países no reconocidos por sus derechos humanos, como Singapur, los funcionarios penitenciarios conectan el trato humano a los encarcelados con el bien público más amplio. Como lo dicen sus funcionarios penitenciarios, “mediante rehabilitar a nuestros internos, la sociedad puede seguir siendo segura incluso cuando estos delincuentes dejen la prisión”.
El principio de que el público tiene una responsabilidad de administrar las prisiones de manera humana fue de hecho adoptado por Naciones Unidas en 1955.
Cuando la ONU revisó y de nuevo adoptó sus “Reglas Mínimas Estándar para el Trato de Prisioneros” en 2013, a partir de entonces llamadas las “Reglas Nelson Mandela”, no solo respaldaba la idea de que las prácticas penales deben ser humanas y los prisioneros tratados como seres humanos, sino que también dejó en claro que el trato humano dependía del acceso exterior a las prisiones. Según la ONU, “los servicios y agencias, gubernamentales o de otro tipo” interesados en el bienestar de los prisioneros “deben tener todo el acceso necesario a la institución y los prisioneros”.
Por qué importa el acceso
Incluso una vista por encima a la historia de nuestra nación indica que dicho acceso no solo es deseable, sino necesario.
Los abusos que sucedieron en las instituciones penales de este país en el siglo XIX, tanto en el norte como en el sur, están bien documentados, y ahora es obvio que el siglo XX no trajo muchas mejorías.
Uno solo necesita leer del dolor y sufrimiento que los hombres encerrados en la penitenciaría Angola en Luisiana soportaron en la década de 1950. Aquí, los hombres se cortaban voluntariamente su tendón de Aquiles para que pudieran evitar los abusos de los guardias quienes los llevaban a los campos de algodón. O podemos ver la tortura horrenda sufrida por los hombres de Attica después de su protesta en 1971.
A lo largo de la historia estadounidense, se ha permitido que suceda el abuso innombrable de hombres y mujeres detrás de los muros de las prisiones porque el público no tenía acceso.
Y si le prestamos atención a lo que ha sucedido mucho más recientemente tras las rejas, queda en claro que la naturaleza cerrada de las prisiones sigue siendo un problema serio en este país.
En septiembre de 2016, prisioneros en instalaciones de todo el país estallaron en protestas por mejores condiciones. En marzo y abril de 2017, prisiones en Delaware y Tennessee estallaron de forma similar.
En cada una de estas rebeliones, al público se le dijo poco sobre lo que había suscitado el caos y todavía menos sobre lo que les había sucedido a los prisioneros manifestantes en cuanto se restauró el orden.
De hecho, cuando nosotros, el público, escarbamos solo un poco, es obvio que se dan muchos traumas detrás de las rejas mientras no vemos.
Ahora es claro que en una instalación juvenil en Florida, en el transcurso de muchas décadas del siglo XX, funcionarios carcelarios asesinaron a veintenas de muchachos. En instalaciones como la isla Rikers, los jóvenes hoy experimentan abusos físicos y algunos han muerto en custodia. Y no solo niños sino adultos vulnerables también sufren tremendamente, y a diario, porque están a la merced total de funcionarios quienes no tienen que responderle al público.
De hecho, es solo cuando hay un abuso especialmente notorio, o una muerte que simplemente no puede ocultarse, que el público puede dar un vistazo a cómo es la vida en el interior para muchos estadounidenses.
No fue sino hasta que se dio la preocupación por bebés nacidos con daño cerebral que supimos que a las mujeres se les ponen grilletes durante el parto en nuestras prisiones. No fue sino hasta que valientes profesionales sanitarios dieron un paso al frente que nos enteramos de los muchos huesos rotos y lesiones internas que los prisioneros sufrían a manos de sus captores. No fue sino hasta que prisioneros terminaron muertos con marcas en sus cuerpos las cuales indicaron a forenses externos que habían sido torturados que supimos de los traumas que los enfermos mentales sufren en prisión. Y, tristemente, no es sino hasta que oímos de casos presentados en nombre de niños que finalmente nos enteramos de cuántos de ellos han sufrido abuso sexual y físico y cuánto estrés emocional sufren al ser sometidos a aislamiento total.
Más recientemente, hasta que la periodista Nell Bernstein logró tener acceso a las instalaciones juveniles de nuestra nación, el público era dichosamente ignorante del hecho alarmante de que “más de un tercio de los jóvenes reportó que el personal usó la fuerza innecesariamente, y 30 por ciento dijo que el personal los puso en confinamiento solitario como disciplina”, o que la cantidad de fuerza física usada en niños en estas instalaciones era “pasmosa”.
He aquí un recuento que Bernstein fue capaz de compartir con el público de un muchacho de 12 años quien, cuando a su madre finalmente le permitieron visitarlo, fue hallado “flaco hasta los huesos”, con las cejas rasuradas, un hueco en su sien y un “enorme ojo morado, un labio reventado, y un moretón en sus costillas con la forma de una bota”. Cuando ella le preguntó, en shock, cómo se había lastimado tanto, él explicó llanamente: “Mamá, esto es lo que sucede… Un guardia hizo esto. Ellos quieren que sepas quién manda”.
Lugares de trabajo volátiles y peligrosos
No son solo quienes han sido sentenciados a purgar tiempo en prisión quienes sufren por la falta de acceso público a esas instituciones. Los hombres y mujeres quienes trabajan dentro de ellas también pagan un precio alto.
Por supuesto, toda prisión estadounidense está severamente sobrepoblada y, por lo tanto, no son solo cuchitriles para los encarcelados, también son lugares de trabajo volátiles y peligrosos.
Como los prisioneros, los oficiales penitenciarios también terminan lesionados y muertos tras las rejas y, también como los prisioneros, experimentan altos índices de suicidio como resultado de las condiciones terribles. Y, como también pasa con los prisioneros, la única manera en que oímos cuán terribles son las cosas en verdad para estos guardias es cuando algo especialmente horrible le sucede a uno de ellos y estallan las protestas, como lo hicieron en estados como Alabama en 2016.
Barreras al acceso
Cuando los ciudadanos comunes se enteran de las atrocidades cometidas tras las rejas, la mayoría se horroriza, pero la triste realidad es que el público realmente tiene pocas herramientas legales a su disposición para insistir en el acceso que necesita para proteger a guardias o prisioneros.
Sí, el público estadounidense tiene cierto “derecho a saber” lo que hacen los funcionarios a quienes les pagamos a través de la Ley de Libertad de Información (FOIA, por sus siglas en inglés) de 1966. Esta legislación se pensó para facilitar “la función vigilante del público sobre el gobierno”, y se pensó para darles a los ciudadanos “el conocimiento necesario para evaluar la conducta de funcionarios del gobierno”. Todos quienes apoyaron la aprobación de la FOIA entendieron que “el acceso a la información del gobierno [es] necesario para asegurar que los funcionarios del gobierno actúan según el interés público”.
Cuando un grupo trató de obtener documentos de la Oficina de Prisiones, por ejemplo, se le negó el acceso a archivos por 14 años y, incluso entonces, se requirió de una demanda legal para sellar la disputa. Como señala la periodista Jessica Pupovac: “Las políticas carcelarias restrictivas siguen siendo un obstáculo —y un problema— para los periodistas”. Por supuesto, para aquellos sin credenciales de prensa, descubrir lo que sucede tras las rejas —tener una idea de qué comportamientos y acciones los dólares de sus impuestos hacen posibles en la enorme red carcelaria de EE UU— sigue siendo prácticamente imposible.
Entonces, ¿cómo podrían los estadounidenses siquiera saber lo que en realidad sucede en el sistema de justicia penal que ellos financian, las instituciones penales que pueblan sus seres queridos en cantidades cada vez mayores y en los muchos otros sistemas de contención que se les dice que los mantendrán seguros?
La respuesta a esa pregunta no es del todo clara, pero el imperativo de seguir exigiendo un acceso público a nuestras instituciones penales vaya si lo es. El acceso es una responsabilidad, incluso si todavía no es un derecho garantizado.
Como lo dejan en claro la historia y los encabezados actuales, el público debe saber lo que sucede en las prisiones. No saber es lo que hace posible el sufrimiento inimaginable que se da en nombre de la seguridad. No hay razón para que hagamos este trato faustiano, y hay incontables razones, humanas, por las que no debemos hacerlo.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek