Es hora de admitir que Washington es Bagdad en el río Potomac. Las dependencias del gobierno están en guerra unas con otras, y nadie sabe dónde se encuentra la zona de seguridad.
La noche del lunes, un reportero de la Casa Blanca tuiteó que había gritos provenientes del interior de la sala de reunión del Gabinete, donde el asesor presidencial Steve Bannon, el secretario de prensa Sean Spicer, la subsecretaría de prensa Sarah Huckabee Sanders y el director de comunicaciones Michael Dubke se habían reunido, todos ellos con una expresión sombría en el rostro.
Los asesores de menor nivel subieron rápidamente el volumen de sus televisores para ahogar el ruido de la discusión.
Aunque el sonido del canal de televisión por cable pudo haber ocultado la confusión en el búnker, su cobertura no proporcionó ningún consuelo después de que fuentes no identificadas, presuntamente del sector de inteligencia de Estados Unidos, filtraron que el presidente estadounidense Donald Trump había revelado secretos de estado acerca del grupo militarista Estado Islámico (ISIS) a funcionarios rusos, cuya sospechosamente amistosa visita a la Oficina Oval, realizada la semana pasada, fue registrado no por la prensa estadounidense, sino por la agencia Tass de Rusia.
La descripción general de la información ultrasecreta que se compartió, que aparentemente se refería a un plan de ISIS para instalar armas en computadoras portátiles que viajarían en aviones, es conocida públicamente. Pero los detalles de lo que Trump compartió con el embajador Sergey Kislyak y con el ministro de Relaciones Exteriores Sergey Lavrov, que incluía el nombre de la cuidad donde se encuentra la fuente de inteligencia, era “tan delicada” que Estados Unidos no la había compartido con sus aliados, de acuerdo con el diario The Washington Post.
Al igual que en los meses previos a la Guerra de Irak en 2003, estos días de conmoción y pavor habían estado preparándose durante largo tiempo. El presidente estadounidense ha estado lanzando escaramuzas contra la prensa y la burocracia federal, especialmente contra los espías, desde los días de la elección. Convirtió a los “medios embusteros” en el chivo expiatorio de sus primeros 100 días y se ha enemistad o con todo un ejército de empleados federales al nombrar directores de organismos que parecen haber sido elegidos por carecer de las capacidades necesarias o por mostrarse abiertamente hostiles a sus puestos.
Aparentemente, las fuentes del Post recibieron el soplo de la posible violación desde el interior de la misma Casa Blanca. Thomas Bossert, asesor del presidente sobre Seguridad Nacional y Antiterrorismo, llamó a la CIA y a la Agencia de Seguridad Nacional para alertarlas de que Trump había compartido la información con los rusos.
El martes, Trump contraatacó diciendo que tenía el “derecho absoluto” de compartir información con los rusos. Y, de hecho, aunque es ilegal que otros funcionarios gubernamentales compartan secretos nacionales, el presidente puede desclasificar material legalmente.
Rusia ha negado oficialmente las acusaciones. En Moscú, toda la saga se desarrolla como una sátira de Saturday Night Live al estilo eslavo. Las solicitudes de imitadores de Trump para que hagan payasadas en fiestas y clubs están al alza, según se informa en la revista Foreign Policy, y el domingo por la noche, el noticiero vespertino dirigido por el Estado ridiculizó la historia de la semana de Washington. “La nueva serie de acción y drama, titulada tentativamente Secretos de la Oficina Oval de Trump, se vuelve más fascinante cada día”, dijo el comentarista Evgeny Baranov en Channel One. “La huella de Rusia no hacen más que aumentar las intrigas de esta audaz trama… El episodio más reciente, con el inesperado despido de Comey, promete ser extremadamente apasionante”.
Sin embargo, la filtración de la Oficina Oval y la destitución de James Comey han golpeado a Washington como un par de misiles Tomahawk. Agentes del FBI, el principal organismo de aplicación de la ley de la nación, se sienten furiosos por la forma en que el presidente echó a su director la semana pasada y arrojó leña al fuego al llamar “fanfarrón” a Comey. Desde hace mucho tiempo, la admiración de Trump hacia Vladimir Putin y su actitud amigable hacia Rusia le hicieron ganarse la enemistad del orden establecido de la inteligencia en Estados Unidos.
Es poco probable que “el asunto de Rusia”, como lo llamó el presidente estadounidense en una entrevista realizada la semana pasada con Lester Holt de NBC, se desvanezca ahora. Por el contrario, se ha convertido en un número desconocido de dispositivos explosivos improvisados plantados por toda la ciudad, desde Capitol Hill y el edificio J. Edgar Hoover (que aloja el cuartel general del FBI) hasta la división de crímenes financieros del Departamento del Tesoro.
Durante toda la campaña y desde la elección, los socios de negocios de Trump en las áreas del juego y de los bienes raíces en Nueva York han resultado ser una mina de oro para el periodismo de investigación. En el nuevo documental holandés The Dubious Friends of Donald Trump (Los turbios amigos de Donald Trump), estrenado el fin de semana pasado, se insinúa que la Organización Trump ha estado profundamente involucrada con miembros de la mafia rusa. Investigadores del Comité de Inteligencia del Senado han dedicado meses a analizar trabajos periodísticos de investigación en los que se describen varios aspectos del mismo tema. El Comité solicitó recientemente al Departamento del Tesoro que investigue sobre el lavado de dinero y los socios de Trump.
Republicanos del Senado, como Jeff Flake de Arizona y Dean Heller de Nevada, han comenzado a romper filas. El senador Lindsey Graham ha criticado abiertamente a Trump por despedir a Comey y por insinuar que éste había intervenido sus teléfonos, además de instar públicamente al presidente a “dar marcha atrás” en su resistencia ante las investigaciones sobre las conexiones rusas con sus asesores y con operaciones de sabotaje cibernético. El senador Bob Corker dijo que la Casa Blanca se encuentra en una “espiral descendente” debido a la falta de disciplina.
El despido de Comey, la mala imagen de la jovial reunión con los rusos registrada por Tass y las revelaciones hechas el lunes sobre la desclasificación ad hoc realizada por el presidente de información de inteligencia relacionada con ISIS son indicadores de una guerra abierta. Los republicanos de la Cámara se han mantenido impávidos ante los llamados a un juicio político, aun cuando los índices de aprobación históricamente bajos del presidente amenazan con arrastrarlos a ellos hacia el abismo, principalmente porque Trump está decidido a cumplir las dos grandes promesas por las que ellos creyeron que habían sido enviados a Washington: la desregulación y la disminución de impuestos.
Todos los días, los republicanos de la Cámara deben recalcular si aún es seguro apoyar incondicionalmente a la Casa Blanca. Es imposible imaginar que vaya a realizarse una gran cantidad de trabajo gubernamental verdadero en la capital de Estados Unidos en medio de las filtraciones e investigaciones, los ocultamientos y encubrimientos, e incluso un retiro temporal hacia un terreno más seguro.
Este es un presidente que frecuentemente se ha jactado de sus instintos, y el momento para realizar su primer viaje al extranjero de su régimen resulta impecable. Si puede salir ileso hasta el viernes, estará en el camino durante 10 días, viajando como Alejandro el Grande con un séquito de 1,000 personas a Arabia Saudí, Israel y el Vaticano, para asistir posteriormente a la reunión del G-7 (que alguna vez fue el G-8, pero ahora sin los rusos) en la soleada Sicilia.
El viaje podría convertirse en un alto al fuego de 10 días. O Trump podría volver a casa para encontrar su presidencia a punto de naufragar.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek