Amado, respetado, exhaustivo y con mucho sentido del humor. Las palabras no bastan para los amigos de Javier Valdez al describir a este “maestro” de periodistas mexicanos, que inspiró la carrera de muchos compañeros que ahora lloran su brutal asesinato.
“Era nuestra alma, nuestra alegría. Siempre nos estaba contando chistes. Se burlaba de todo, de él mismo”, cuenta Miriam Ramírez, una reportera del semanario Ríodoce que Valdez fundó junto a cinco periodistas en 2003 y que se convirtió en un referente de denuncia en el país sobre narcotráfico.
Su muerte a balazos el lunes, cerca de la pequeña oficina del diario, la ha dejado huérfana. Era “respetado, amado”, añade Ramírez desde el centro de Culiacán, la capital de Sinaloa (noroeste), el estado que se convirtió en el bastión del capo Joaquín “El Chapo” Guzmán.
El reconocimiento a Valdez traspasó fronteras: ganó los premios Moors Cabot de la Universidad de Columbia (EEUU) y el del Comité para la Protección de Periodistas (CPJ).
Eso creó la idea de que estaba “blindado” ante el peligro, “pero de repente nos estrellamos con la realidad, de repente lo perdimos. No sé qué vamos a hacer sin su risa en la redacción”, se pregunta su compañera.
“Aquí van a aprender a escribir”
Autor entre otros libros de “Con una granada en la boca”, “Levantones” y “Miss Narco”, Valdez era famoso por sacarle más de 24 horas al día, publicar su columna “Mala Yerba” y no quitarse nunca su sombrero Panamá.
Una de sus múltiples actividades era dar talleres de periodismo a universitarios. Karen Bravo, de 24 años, fue una de sus alumnas. Ahora es reportera del canal de televisión local Mega Cable.
“Ustedes tienen que salir a la calle. Ustedes no van a repetir lo que les digan los funcionarios. Ustedes tienen que investigar”, recuerda sobre sus lecciones.
“Él no era un maestro, era un compa, un amigo en el aula. Te enseñaba qué te iba a pasar antes de que te pasara”, rememora con orgullo. “Me decía: ‘No seas miedosa cabrona, no seas miedosa'”.
La vida de Ema Leyva, de 26 años, dio un giro inesperado cuando se cruzó con Valdez. Quería estudiar Administración de Empresas Turísticas pero se apuntó a uno de sus cursos de crónica.
Los primeros días les advirtió: “¡Cabrones, aquí van a aprender a escribir!”, explica.
“Estar con él era tener confianza, era sentirte en paz”, dice al ser cuestionada sobre si sintió miedo estando con Valdez por sus investigaciones.
Investigación y prosa
La primera reacción de algunos periodistas en México ante su homicidio fue: “Tenemos que cuidarnos más”.
Pero Javier no era ningún irresponsable. A veces parecía “temerario” por querer publicar todo lo que investigaba. Bastaba con decirle: “¡Eeeh, eeeh! Espera un poco, o mejor hazle (escribe) por este otro lado”, describe su amigo y jefe de información de Ríodoce, Andrés Villareal.
“En su trabajo diario, para llegar a la pieza (artículo final), era muy cuidadoso, muy exhaustivo”, asegura en la sala de juntas de la redacción compuesta por tan solo seis reporteros, que a pesar del crimen no tienen protección policial.
Valdez, que también era colaborador de la AFP y corresponsal del diario La Jornada, “se llevaba todas las cosas a un plano personal y cargaba todas las historias”, lo que le provocó serios problemas estomacales.
Estos últimos años fue “un crítico del gobierno federal, de su guerra contra las drogas en la que todo mundo quedó atrapado entre dos fuegos”, señala Villareal.
Desarrolló muy bien “esta combinación entre el trabajo periodístico de investigación y la prosa”, que mostraba en sus reportajes y en “Mala Yerba”, donde novelaba pequeñas historias sobre el narco, destaca el director de Ríodoce, Ismael Bojórquez.
“¡Claro que tenía miedo! Yo también tengo miedo. Hacemos esto con miedo, pero lo seguiremos haciendo. No se puede no hablar de narcotráfico en un estado como Sinaloa”, reitera.
Una emotiva ofrenda
Cada mañana a las siete, con rigurosa puntualidad, acudía al restaurante Bistromiró. Se sentaba solo en la misma mesa y desayunaba casi siempre un café y un sándwich de atún. Los meseros, la cajera y hasta la cocinera se atropellan al hablar de sus costumbres.
“Siempre nos traía un regalo el 14 de febrero (día de San Valentín), el día de las Madres, en Navidad”, relata una de las trabajadoras.
“Tenía siempre la atención de preguntarnos por la familia, por nuestras vidas. Siempre tenía una sonrisa”, añade la cajera.
Al día siguiente del asesinato, una mesera quitó la mesa de Valdez. Pero una clienta pidió que la volvieran a colocar porque quería ordenarle su habitual café.
“Después alguien puso el clavel, luego alguien más un cempazúchitl (la flor de muertos de México)”, narra el mesero Farid Lerma.
Él le homenajeó depositando el ejemplar de La Jornada que dedicó la portada entera a su asesinato.