“Estoy impactado”, dice José Trinidad Baldenegro. “Desesperado”.
Desde la ciudad de Chihuahua, en el árido norte de México, me cuenta por teléfono sobre su hermano mayor, Isidro Baldenegro López, activista y líder del pueblo indígena tarahumara. Baldenegro soportó años de amenazas a resultas de su labor protegiendo los antiguos bosques del país contra la tala ilegal. Pero una tarde tormentosa de enero, cuando estaba parado junto al cabrerizo de la casa de su tío, en la aldea de Coloradas de la Virgen, recibió seis tiros en el pecho, el vientre y las piernas. Murió pocas horas después.
Su asesinato encaja en el patrón mortífero de toda la región: América Latina se ha convertido en el lugar más peligroso del mundo para los activistas ambientales, según un informe de 2016 de Article 19, grupo pro derechos humanos británico. El estudio más reciente de Global Witness, otra organización no gubernamental, reveló que más de 122 activistas fueron ultimados en la región durante 2015, uno de los años más mortíferos que se hayan registrado.
México ha emergido como uno de los países más peligrosos de América Latina. El crimen organizado, la intimidación aprobada por el Estado y la impunidad casi absoluta han resultado en una combinación peligrosa y a menudo mortal para los numerosos activistas que intentan proteger los recursos naturales del país. En enero, el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA) publicó un informe que documentó 63 ataques contra activistas ambientales en 2015 y 2016. No obstante, solo incluyó los casos notificados por los medios o las ONG, de manera que la cifra podría ser mucho mayor.
La elevada tasa de abusos de derechos humanos en México está provocando una creciente vigilancia internacional: Baldenegro fue ultimado mientras Michel Frost, relator especial de la ONU, se encontraba en el país investigando ataques contra activistas. Con todo, la renovada atención en las condiciones apremiantes de los activistas no significa que la violencia haya menguado. En 2005, Baldenegro fue galardonado con el prestigiado Premio Ambiental Goldman debido a su campaña para proteger los bosques antiguos de México contra la tala ilegal, la misma actividad que resultó en la muerte de su padre treinta años antes. Su homicidio ocurrió menos de un año después del asesinato a tiros de la activista hondureña Berta Cáceres, quien recibió el premio Goldman en 2015. “Antes, cuando alcanzabas ese nivel de reconocimiento por tu trabajo, tenías cierta protección”, dice David Banisar, de Article 19. “Ahora, hasta eso parece socavado. Es una clara indicación de que las cosas están empeorando”.
El gobierno mexicano ha prometido una investigación a fondo del homicidio de Baldenegro. El 8 de marzo, las autoridades arrestaron a Romeo Rubio Martínez, de 21 años, marido de una prima lejana de Baldenegro, quien argumenta que mató a Baldenegro debido a una vieja disputa familiar. Pero Isela González, directora de Alianza Sierra Madre, organización que colabora con los tarahumaras para defender los derechos de sus tierras, se muestra escéptica. “Estamos instando a las autoridades a no abandonar la investigación de esta labor ambiental que ha resultado en tanta violencia, no solo contra Isidro, sino contra muchos activistas ambientales”, dice.
Giovanna Garrido Márquez, subdirectora de atención para recursos de apelación ante la Secretaría de Gobernación de México, agrega que el asesinato ha “levantado una enorme bandera roja” y que su departamento celebrará una reunión especial para determinar la manera de aumentar las protecciones para los activistas ambientales, a fin de que “Chihuahua sea un modelo para el resto del país”.
Pero, para muchos, esas medidas llegan demasiado tarde. A dos semanas del homicidio de Baldenegro, Juan Ontiveros Ramos, otro líder tarahumara, fue hallado muerto en la misma región. Hombres armados lo secuestraron el día anterior y, durante el ataque, golpearon brutalmente a miembros de su familia. “Es increíblemente doloroso”, dice González, quien también ha recibido amenazas de muerte y conocía a Ramos de veinte años atrás. “Era un hombre muy tranquilo y reservado. Pero, también, una persona admirada y distinguida, entregada a una tarea fundamental: proteger a su pueblo”.
Ramos estaba a cargo de la seguridad en la comunidad de Choreachi y emprendía, regularmente, un viaje de 15 horas hasta la capital del estado donde se reunía con las autoridades para exponer los desafíos que enfrentaba ese grupo indígena, sobre todo con el crimen organizado. Conocida como “el Triángulo Dorado” debido a la intersección de los estados de Sinaloa, Durango y Chihuahua, la región es un importante centro de producción de heroína y marihuana para el Cártel de Sinaloa. La expansión de los cárteles ha puesto a los traficantes en contacto más estrecho con los grupos indígenas y, muy a menudo, esto ha derivado en violencia. A decir de González, antes de morir Ramos acababa de regresar de una reunión con las autoridades estatales y federales en la que hablaron de seguridad y otros temas. “Hay un coctel peligroso de terratenientes poderosos, sicarios y taladores”, explica. “Eso ha creado un clima de terror”.
Las muertes de Ramos y Baldenegro fueron una sorpresa terrible para muchos ambientalistas de México; en particular, los líderes indígenas que libran batallas propias. “Es un mensaje mortal para todos los defensores de los derechos ambientales”, asegura Mario Luna, líder de la etnia yaqui en el estado norteño de Sonora. Desde hace años, Luna ha luchado contra el gobierno estatal por el control del río Yaqui, que ha sustentado a su pueblo durante siglos. En 2010, las autoridades empezaron a construir un acueducto con la intención de desviar millones de litros de agua del río hacia Hermosillo, la capital del estado. Luna insiste en que las autoridades jamás consultaron con él ni con su gente; problema común de los pueblos indígenas, afirman analistas. “México exhibe con orgullo sus pueblos indígenas en museos”, dice Astrid Puentes, integrante de la Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente (AIDA). “Pero no le importan sus comunidades indígenas reales, vivas”.
Luna y sus congéneres yaquis demandaron al gobierno estatal, y pese a que la Suprema Corte falló a su favor en 2013, el acueducto siguió bombeando agua a Hermosillo. Luna y otros miembros de la etnia organizaron protestas, pero en septiembre de 2014 fue arrestado y encarcelado. “Como una especie de superterrorista”, dice Luna.
Al año siguiente desecharon los cargos y Luna fue liberado, pero el daño ya estaba hecho: el tiempo y la energía utilizados para liberarlo mermaron los esfuerzos para proteger el río, y el acueducto sigue operando. Luna asegura que el impacto para los yaquis ha sido devastador. Luego de años de explotación hidráulica, muchos tributarios que sostenían las comunidades yaquis se están secando. Señala que se han perdido hasta 4900 hectáreas de tierras agrícolas. Y los efectos en las prácticas espirituales de la etnia, que giran en torno del río, han sido igualmente destructivos. “Han matado el río Yaqui”, acusa Luna. “Ahora están matando la cultura yaqui”.
Luna se encuentra protegido por el Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, creado en 2012 por el presidente Enrique Peña Nieto. Doquiera que va, lleva consigo un “botón de pánico”, dispositivo con GPS que alerta a las autoridades en caso de algún problema, y también ha instalado cámaras de seguridad en su casa. “Pero, a fin de cuentas —dice—, tienes la sensación de que están vigilándote, y no son los malos”.
Para activistas como Luna y otros, el problema real estriba en la incapacidad del gobierno para investigar, debidamente, los crímenes contra ambientalistas y para llevar a los responsables ante la justicia. “No hay voluntad política”, dice Puentes, de AIDA. “Aquí impera un silencio absoluto y homicida”.
PALOS Y PIEDRAS: Luego de muchos años de violencia e intimidación, el futuro de los bosques mexicanos –y los activistas que intentan protegerlos- es incierto. Foto: OSCAR LOPEZ/NEWSWEEK.
Ildefonso Zamora, líder de la comunidad indígena de Tlahuica, ha luchado desde 1998 para proteger los exuberantes bosques que circundan su hogar en San Juan Atzingo, localizado a 80 kilómetros al suroeste de la Ciudad de México. Tras seis años de campaña para detener la tala ilegal en la región, el procurador federal para la protección ambiental comenzó a investigar el caso. Fue cuando Zamora comenzó a recibir amenazas de muerte. “Los taladores me dijeron que iban a pegarme donde más duele”, informa.
El 15 de mayo de 2007, mientras sus hijos, Aldo y Misael Zamora, inspeccionaban los bosques en busca de taladores ilegales, fueron sorprendidos por hombres armados que dispararon varias veces. Aldo, de 21 años, cayó muerto; Misael, entonces de solo 16, resultó gravemente herido, pero sobrevivió. “Fue una emboscada”, recuerda Misael. “Tenían todo planeado”.
El asesinato llamó la atención nacional y, pocas semanas después, Zamora recibió la Medalla al Mérito Ecológico de manos del entonces presidente Felipe Calderón, quien prometió que los responsables de la muerte de su hijo comparecerían ante la justicia. Con todo, pasaron tres años antes de que arrestaran a dos de los cuatro sospechosos. “Los otros siguen sin recibir su castigo”, protesta Zamora.
Diversos analistas afirman que este tipo de impunidad es de lo más común. Según el Índice Global de Impunidad, apenas 4.46 por ciento de los crímenes notificados en México resultan en condenas. “Existe un peligroso ciclo de impunidad y corrupción”, señala Márquez. “Y, muy a menudo, ni siquiera purgan las condenas”.
A decir de los activistas, lo peor es que el gobierno es cómplice de los actos de intimidación. Según el informe de CEMDA, 43 por ciento de los ataques perpetrados contra ambientalistas fueron ordenados por las autoridades. Márquez reconoce que esto también es un problema grave. “Criminalizar a los defensores de derechos humanos causa daños enormes”, dice. “Necesitamos reconocer la labor que hacen como contribuyentes de nuestra democracia”. Añade que su equipo está trabajando en una campaña de publicidad con medios sociales y tradicionales para apoyar a los activistas, y que sostiene reuniones con gobernadores estatales para investigar este problema y tratar de “restaurar la confianza en las autoridades”.
No obstante, para Zamora esa confianza se disipó hace mucho. A ocho años de la muerte de su hijo, fue arrestado por la policía estatal, acusado de allanamiento y robo. Lo encarcelaron en Tenancingo, en un lugar que describe como “un nido de ratas”. Fueron necesarios nueve meses, y una campaña de Amnistía Internacional y Greenpeace para lograr su liberación el año pasado: un juez federal dictaminó que “su derecho humano a la presunción de inocencia fue violado; no hay evidencia en su contra”.
Zamora dice que su arresto fue parte de una operación para silenciarlo y acabar con su campaña. “El gobierno está detrás de todo esto”, afirma. “Son ellos de quienes debemos cuidarnos”. Esas artimañas han dado algún resultado: después de tantos ataques, Zamora confiesa tener miedo de hacer campaña como antes. Sin embargo, está decidido a seguir con su esfuerzo. “El bosque es un legado de nuestros antepasados”, agrega. “Me inspira a seguir luchando”.
Mientras tanto, en Chihuahua el futuro de comunidades como los tarahumaras y los bosques que intentan proteger es más incierto al cabo de tantos años de violencia e intimidación. Para José Trinidad Baldenegro, el asesinato de su hermano se alza como una ominosa advertencia. “Nadie está a salvo aquí”, asegura.