FUE ALGO INÉDITO en los anales de la
diplomacia presidencial: un comandante en jefe tan confundido en la
conversación telefónica con un homólogo, que gritó al otro líder y colgó el
teléfono a escasos 25 minutos de lo que pretendía ser una conversación de una
hora. ¿Por qué digo inédito? Porque el líder al teléfono era el presidente
Donald Trump y estaba hablando con el primer ministro de Australia, uno de los
aliados más sólidos de Estados Unidos. ¿El motivo del berrinche presidencial?
Un acuerdo poco conocido en el que Estados Unidos acepta 1250 refugiados que
hoy se encuentran en campamentos de las islas Nauru y Manus, en el Pacífico.
Trump se postuló como opositor de la
inmigración y evidentemente, considera este episodio como parte de su promesa
de campaña. El magnate neoyorquino de bienes raíces siempre ha dicho que el
gobierno de Washington está descompuesto; que es corrupto e incapaz de servir a
los intereses de la mayoría estadounidense. Y está decidido a hacer las cosas a
su modo, aunque para ello tenga que romper la vajilla, cosa que le importa un
bledo.
No obstante, las consecuencias de
semejante actitud empiezan a ser claras y van más allá de los calamitosos
efectos del “extremo proceso de veto” contra refugiados potenciales procedentes
de zonas de conflicto islámicas. Tomemos, por ejemplo, los temas menos
candentes del comercio, las relaciones de Estados Unidos con China, y la
separación formal del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por
sus siglas en inglés), un tratado que incluye a 12 países de la región
Asia-Pacífico. Lo que parece faltar, al menos en los primeros días de esta
presidencia, es la más mínima consideración a las consecuencias de segundo
orden. En su discurso de investidura, Trump repitió lo que dijo durante su
campaña: que todo en su mandato estaría enfocado en “Estados Unidos primero”. Y
parece considerar que todos, o casi todos los acuerdos no benefician los intereses
de Estados Unidos, así que abandona el TPP, se dispone a renegociar el Tratado
de Libre Comercio de América del Norte, y amenaza con abandonar otros acuerdos
comerciales con aliados cercanos como Corea del Sur.
Y es allí donde entran las consecuencias
de segundo orden. En un mundo con un nuevo TPP sin Estados Unidos, es
inevitable que China, cada vez más poderosa, llene el vacío. Como dijo el
presidente Xi Jinping en un discurso, durante la conferencia anual en Davos,
Suiza: “Avanzaremos en la construcción del área de libre comercio en
Asia-Pacífico y en las negociaciones de la Asociación Económica Regional
Integral para formar una red de acuerdos de libre comercio. China está a favor
de llevar a cabo acuerdos de libre comercio regionales que sean abiertos,
transparentes y beneficiosos para todos, y se opone a formar grupos exclusivos
de naturaleza fragmentada. China no tiene intención de fomentar su
competitividad comercial devaluando el renminbi, menos aún de lanzar una guerra
monetaria”. Lo gracioso es que, según varios asistentes a la conferencia,
muchos en el auditorio le creyeron pese a que las multinacionales establecidas
en China enfrentan cada vez más dificultades para operar bajo el régimen de Xi.
La eventualidad de que Pekín asuma un
papel de liderazgo en la región con mayor dinamismo económico del mundo, es el
tipo de consecuencia de segundo orden que debería inquietar a los trumpkianos.
Esa posibilidad angustia a los aliados más cercanos de Estados Unidos —Japón y
Corea del Sur—, ya que siguen preocupados por las ambiciones chinas y
preferirían que Estados Unidos permaneciera como la potencia dominante en el
Pacífico.
Sin embargo, las acciones de Trump en el
ámbito comercial han perturbado a esos aliados, y no solo en el tema del TPP.
Por ejemplo, Corea del Sur no participaba del acuerdo, porque ya tenía un
tratado de libre comercio con Estados Unidos. Pero Trump también amenazó con
acabar con ese acuerdo; nuevamente, porque considera que beneficia más a los
surcoreanos que a los estadounidenses. ¿Cuáles serían las consecuencias de
abandonar ese tratado? Esto es lo que dijo un importante funcionario
gubernamental de Corea del Sur, este verano: “Un TLC [tratado de libre
comercio] no es solo un pacto comercial, sino un acuerdo que enlaza estrechamente
a los países miembros en casi todos los aspectos, incluidos los aspectos
políticos y diplomáticos. Un intento de anular semejante acuerdo, solo porque
ya no nos gusta, es, literalmente, lo mismo que decir a la otra parte que no
volveremos a vernos nunca más”.
Esta es la razón principal por la que el
secretario de Defensa, James Mattis, uno de los contados adultos en el equipo
de seguridad de Trump (el otro es el jefe de Seguridad Nacional, John Kelly),
hizo su primer viaje en el cargo a Seúl y Tokio. Sabe que tiene que ponerse a
estrechar manos, y pronto. El gobierno surcoreano enfrenta una feroz oposición
antiestadounidense (y pro China, pro Corea del Norte), de suerte que abandonar
este tratado de libre comercio sería un gran triunfo para esa oposición. Y para
China.
¿Qué pretende Trump con eso? Después de
todo, durante la transición, sus comentarios sobre comercio; acerca de enmendar
la política “Una sola China” frente a Taiwán; y los comentarios del secretario
de Estado, Rex Tillerson, durante su confirmación, en cuanto a impedir la
expansión china en el Mar del Sur de China, pusieron nerviosos a todos los
países de la región por la razón contraria: que Trump parecía buscar un
enfrentamiento con Pekín. Y en ese caso, las posibles consecuencias de primer
orden serían evidentes: ¿Qué tal si Pekín empezara a lanzar misiles al Estrecho
de Taiwán —como hizo durante la presidencia Clinton— para demostrar que habla
en serio al decir que no cambiará el statu quo en lo referente a Taipéi? ¿Acaso
Trump enviaría un grupo de portaaviones como hizo el presidente Clinton? ¿O
diría: “Al diablo con todo, primero Estados Unidos”? Esa sería una consecuencia
de segundo orden inesperada. En cualquier caso, nadie en Asia sabe cómo
reaccionaría Trump.
Esa incertidumbre está bien fundamentada:
dada la hostilidad retórica que Trump y su equipo han utilizado contra China,
es justo esperar que Pekín ponga a prueba al nuevo presidente; en Taiwán o
quizás, en otra parte. Y dado que Trump ha puesto a Steve Bannon en su Consejo
de Seguridad Nacional (un individuo que se autodefine como “nacionalista
económico”, pero que no tiene la menor experiencia en seguridad nacional), y
excluye de las reuniones del Consejo al presidente del Estado Mayor Conjunto y
al director de inteligencia nacional —excepto cuando “se tocan temas
pertinentes a sus responsabilidades y experiencias”—, quién sabe cómo
responderá la nueva pandilla a una provocación de China.
A veces es difícil, y hasta imposible,
prever las consecuencias de segundo orden. Recordemos que Estados Unidos armó a
los yihadistas islámicos para sacar a la Unión Soviética de Afganistán, y dos
décadas después, un ataque de al Qaeda echó por tierra las torres del Centro
Mundial de Comercio en Nueva York. Pero hoy, tratándose de comercio y China, y
el papel de Estados Unidos en Asia, algunos de los efectos potenciales son
bastante obvios. Sin embargo, lo alarmante es que la Casa Blanca ni siquiera
parece tomarlos en cuenta.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with
Newsweek